martes, 28 de octubre de 2014

El peor amante del mundo


Mi amante me recogía en su coche a la salida del trabajo. Tenía los ojos pequeños y negros como canicas. Con esos ojos me recordaba a una hiena. Era alto, más bien largo, de hombros escurridos y labios casi inexistentes. Cuando besaba su lengua parecía una tuerca enroscándose a la fuerza.

No fui diligente al elegir a mi amante. Realmente no lo he sido para muchas cosas en mi vida, para esta tampoco lo fui. Puede que simplemente él me eligiera a mí y yo me dejara llevar. Nunca había tenido un amante y no creo que vuelva a tenerlo. Por eso me fastidia más mi falta de diligencia.

Él tenía diez años más que yo, que por entonces no llegaba a los treinta. Ahora que ha pasado el tiempo puede que haya llegado a comprender algunas cosas de él, de cómo se relacionaba conmigo, de lo que me contaba.

Nos veíamos con frecuencia pactada. En algún lugar seguro, discreto. Recuerdo que una vez mi amante, después de recogerme puntual como siempre, condujo hasta el final de una calle oscura, en un polígono, y un poco nervioso me pidió que se la chupara. Casi me lo rogó. Sabía cuál era nuestro trato. Creo que trataba de forzarlo, tentar los límites, como los niños. Eso fue al principio.

No sé si él tenía otras amantes, no supe con certeza si yo era la única. Por un lado me parece improbable, dado su gusto por las mujeres. Pero luego me vienen los recuerdos de muchos encuentros fallidos y no veo cómo podía tener a más, complacer a más, no sólo por la escasez de momentos propicios, sino por su propia impericia. Cuando fallaba se tumbaba con un gruñido, tras susurrarme alguna excusa al oído, como si eso fuera a cambiar las cosas. Otra vez como un niño pequeño. No sé si habrá solucionado sus problemas. Cuando fallaba, yo le ofrecía un cigarro y abría el minibar. Me sentía irritada. Defraudada. Como si el ridículo fuera algo que se contagiara, que se extendiera como una mancha a quien estuviera cerca. Le reprochaba en silencio su avaricia. ¿Cómo se podía exponer a esto? Su mujer sería más comprensiva.

Puede parecer extraño, pero casi siempre hablaba de su mujer. Tenían dos hijas pequeñas. Yo procuraba pensar en otras cosas mientras un sabor agrio me iba subiendo por la garganta y anulaba por completo mi presencia sexual. Tenía que taparme, ir al baño, hacer cualquier cosa que quitara de en medio mi cuerpo desnudo, inapropiado, traicionado por la trivialidad. A veces yo también hablaba. De nadie en concreto. Nunca mencionaba a mi marido. Comía los cacahuetes y bebía ginebra. Y él volvía a hablar y me miraba con esos ojos de canica, girando, chocando con un chasquido seco.

Ahora suelo pasar por la calle donde está el hotel que frecuentábamos. Miro hacia las ventanas, que no se podían abrir más que una rendija. No he olvidado aún el estampado de la colcha. Algunas veces no llegábamos a abrirla. Mi amante me tumbaba sobre ella y me lo hacía rápido, muy excitado, escarbando en mi sujetador, toda su energía infiel acumulada en sus labios de navaja. A mí también me excitaba, llegaba al orgasmo con facilidad, un orgasmo individual, lacerante. La calle tiene mucho tráfico, no hay árboles.

Un día simplemente le dije que ya no nos encontraríamos más. No me costó. Fue una resolución natural, fisiológica. Él se resistió un poco. Me sorprendieron algunas de sus palabras, creo que hasta llegó a decir que me amaba. Me vino a buscar un par de días más al trabajo y lo dejó estar. No hubo una tercera vez que tuviera que pasar de largo, su cara estrecha y decepcionada tras el cristal.





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martes, 19 de agosto de 2014

Lagartija de verano


Estoy al borde de mi capacidad de esfuerzo. Pedaleo al sol, bordeando la parcela vallada. Hace rato que perdí de vista su rueda trasera. Está tan en forma. Los edificios son de color tierra gastada, cansada. Ventanas en blanco. Parecen abandonados pero recuerdo haber visto dos centinelas al rebasar la entrada y también varios coches ocupados. Centinelas. Qué palabra se me ha ocurrido para colocar precisamente aquí. Más allá se oyen los tiros. Rítmicamente se suceden y yo empiezo a pensar que no me gustaría acabar convertida en la noticia siniestra de un telediario de verano. ¿Cómo podría ser? Mujer muerta en terrible accidente, cruzando el campo de tiro le alcanza una bala perdida y cae abatida en medio de la tierra polvorienta. ¿Podría incluir alguna cláusula en mi testamento para evitar que utilizaran mi mala suerte? Lo hablaré con él cuando le alcance. Se burlará de mí. Me esfuerzo para seguir hasta las casas que aparecerán tras una curva. Eso me ha dicho, que iban a aparecer, pero no aparecen. Sólo polvo bajo el sol y la valla que no se acaba y el eco rítmico de los tiros. Soldados invisibles me amenazan tras el espejismo iridiscente del sol, del líquido de esta luz que todo lo inunda, esta mañana. Incluso mis ingles y mi espalda y mis muslos. Mis sienes. Palpito al ritmo de los tiros. ¿Por qué me ha traído hasta aquí? Cómo me gustaría estar en otro lugar, en uno que se hallara en medio del gris y frío invierno. Todo esto me deslumbra y abrasa. Hay cosas que me pierdo, el movimiento lento e inveterado de una lagartija tomando el sol que ni siquiera se toma la molestia de huir de mí. La velocidad trémula que imprimen mis gemelos agotados, esa insignificante velocidad que ni a la lagartija ahuyenta, me lo impide, habrá lagartijas, y sombras asomadas a las ventanas. Quisiera arrojarme a la terrosa cuneta a observar todo esto, dedicarme a fijar los detalles, a tranquilizar mi esforzado corazón. Más allá, al otro lado de la curva, tras las casas, él me ha dicho que hay una pequeña zona verde, con árboles y una fuente. Allí nos pararemos a beber y nos sentaremos, podremos hablar y descansar, no se oirán los tiros ni su eco, sólo el murmullo de las hojas como un toldo fresco, y habrá humedad de hierba bajo mi cuerpo. Las ruedas pesan toneladas, ahora subo una ligera pendiente. Jadeo abiertamente y una bici baja, rápida, un ciclista mejor preparado, con visera y gafas de sol, hace un gesto de saludo. Se habrá cruzado con él antes. ¿Habrá pensado que vamos juntos? Al alcanzar la cima (qué leves son mis cimas) compruebo que me espera una confortable cuesta abajo. Una casi inapreciable brisa me da en la cara. Un poco más adelante, el camino se separa de la valla del campo de tiro. Puedo ver ya las casas. Sólo un esfuerzo más. A lo lejos diviso su figura, parada, esperándome. Achinando los ojos miro al sol y redoblo el pedaleo.




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martes, 5 de agosto de 2014

Tarifa



Habíamos estado esperando a la puerta del castillo a que la niña se despertase, sentados en un banco de piedra, a la sombra. Una intensa calma de cobre, como un loto amarillo y universal, desplegaba más y más sus silenciosas hojas sobre el mar.
Muchos turistas subían la cuesta que llevaba a la entrada para bajar al poco, refunfuñando.
Entrada, dos euros.
Nosotros nos reíamos y nos besábamos.
Antes habíamos tomado café en una plaza, más bien una encrucijada de calles, un rincón también protegido del sol, con flores y dos o tres mesas vacías. Sólo una niña paseando a un perro de un lado a otro de la calle y una mujer fregando.
- Cómo olía aquí esta mañana... No saben ustedes...
Y se afanaba con una manguera y un escobón.
- Las vistas son fantásticas, se puede ver África.
Las vistas no eran para tanto. La insuficiente altura de la construcción apenas levantaba la visión sobre el puerto, que desplegaba su actividad con un grito anacrónico de brillos metálicos.
- La niña no paga pero tienen que dejar aquí la silla.
Subimos a una de las torres para contemplar la confluencia de los mares. Tras un leve filtro brumoso, confundiéndose con los azules del cielo y el mar, se vislumbraban los macizos africanos. Si los mirabas durante un rato te parecía que estaban aquí mismo, al alcance de la mano.
- En el cerco de Tarifa, Guzmán lanzó su daga a los sitiadores para que asesinaran a su propio hijo antes que rendir la fortaleza. Todo gran sitio debe contar con una leyenda a su medida, ¿no les parece?
El castillo era un artilugio polivalente en obras, de piedra gris restaurada, transformado por enésima vez desde que Abd-Al-Rahman construyera su alcázar frente a las mismas aguas, no debería de haber cambiado demasiado ese cielo, esas brumas lejanas que ahora nosotros disfrutábamos. Sólo se podía visitar la zona exterior, la barbacana.
- Están reconstruyendo el interior, será un centro de interpretación y gestión de visitantes para la ciudad. Sí se puede visitar la capilla, allí encontrarán también los baños.
Bajamos riéndonos de los turistas que no querían pagar y preguntándonos cuánto de bueno sería el tal Guzmán, que en la puerta dormía su siesta de bronce, petrificado, sin un ápice de culpabilidad que le restara el sueño de siglos. ¿Dónde se habría metido Abd-al-Rahmán? Es posible que allá, al otro lado.
- ¿No crees que es un buen escarmiento, éste, para el fiel Guzmán?
Callejeamos aún un poco antes de seguir nuestro camino. Era excitante pensar que estábamos justo en la punta del continente.
- Mamá, ¿qué es un continente?
Es uno de los placeres recién descubiertos, ser preguntada a cada paso y tener en mi mano la respuesta para todo, como un dios omnipotente que va creando el mundo a pinceladas aleatorias, a veces serias, precisas, y otras completamente imaginarias.
- Es una tierra como esta, pero allí, una gran tierra que está cerca y lejos a la vez. El mundo -extendía mis brazos- está dividido en continentes, islas enormes rodeadas de océanos. Hay cinco – aquí, palma de la mano- o puede que más.
Me miró no demasiado convencida. Creo que le gusta más cuando me las invento.


domingo, 15 de junio de 2014

Hombre en la playa primera parte


Pienso en la masajista, que me ha dejado en la estacada, ¿qué otra cosa podía esperar, si sólo soy un paciente más para ella? Y este maldito dolor de hombro no se me ha pasado en todo el fin de semana. Coge el coche, vente hasta aquí, sin contar con montarlo todo para volver a desmontarlo mañana. Pienso todo esto en la playa, fumándome un cigarro, los pies en las chanclas helados, coño qué frío hace, me he acercado tanto a la orilla que me los he mojado. Y esta chaqueta no es mía, es de ella, debo de haberla confundido, saliendo a oscuras del bungalow. Espero no haberla despertado. Que no note mi momentánea ausencia. Me voy a sentar. Me siento. La arena compacta y húmeda no es un buen asiento para mis ideas nocturnas, que vagan de un brillo a otro, confundidas por la resaca del vino de burdeos, debo de ser el único colgado que busca aire esta noche, esta noche oscura sin luna ni viento. Aspiro el humo. Lo suelto. Lo imagino subiendo hacia el cielo opaco que no tiene fin sobre mí. El mar da miedo, es negro y cruje, se espasma. El mar es uno y es mil, como yo, que puedo ser tantos esta noche, potencial encerrado en la carcasa de una única posibilidad. Pero, ¿qué podría ser? Déjalo. Todo resulta tan inútil. Todo está tantas veces contado, hasta la náusea, me da asco el sabor del cigarro y estoy a punto de vomitar. Lo apago y lo meto en el bolsillo, y esta aprensión medioambiental me traerá un enfado de ella cuando lo encuentre. Tanto abrochar y desabrochar. Espera, para de escribir, para de leer. ¿Qué buscaba yo aquí? Si en realidad estoy en mi balcón y el calor explota los ladrillos de mi casa, los expansiona como hace con mi cerebro, que presiona mis huesos craneales y por eso estoy aquí, tomando el aire. Me niego a caer en la trampa del mar negro y crujiente, del marido borracho que pasa la resaca en la playa un anochecer. Puag. Nadie pasa por la calle, pero en la ventana de enfrente una mujer ha salido también a buscar el improbable frescor de esta madrugada. A esta distancia no la puedo ver bien, no puedo distinguir si va vestida así que me la imagino desnuda, me imagino a una luna que ilumina sus pezones erizados, unos pechos rozando la baranda de la terraza, y debajo me la imagino sin bragas, con las piernas cruzadas una sobre otra, los pies pequeños tarareando un ritmo, el pelo corto y revuelto. No me sorprende mi lasitud, si es que hace mucho calor. Ahora podría inventar cualquier cosa, podría pensar que ella es mi amante, que me espera o que ya hemos estado juntos y se ha asomado a comprobar que he llegado a casa. Puedo imaginarme que sé cómo es su cuerpo por debajo de la barandilla, las pequeñas venas de detrás de sus rodillas, los hoyuelos en la carne de su culo, gime suave pero también puede arañar. La mujer se retira de la ventana como cubierta de vergüenza. Yo debería imitarla e intentar plasmar todo esto, o al menos intentar dormir, pero no puedo, ahora sí que noto una leve erección, y no creo que pueda volver a enfrentarme al mar negro y crujiente, al hombre sentado en la playa probablemente en algún ecuador de su vida, o trópico de cáncer o de capricornio, quién sabe, y cómo lo voy a descubrir yo. Me quedaré aquí en el balcón atisbando el incipiente despertar del día.




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jueves, 5 de junio de 2014

Beso


A veces pienso
que me conformaría con un beso.

Ese beso, sería así:
Primero, un primer plano de su cara y sus ojos achinándose en ella.
Entonces, sus labios. Templados, de goma flexible y muy suave, como un terciopelo húmedo y caliente.
Es posible que al principio se produzca un movimiento de acoplamiento hasta fijar una postura cómoda; un movimiento delicado, sutilmente orquestado como si realmente hubiera un director blandiendo su batuta.
La saliva es aún una fina película, un papel de regalo para nuestro beso.
Su lengua entra en escena, cálida; un calambre en la mía (he perdido la toma de tierra, warning, peligro de electrocución).
Pero ya es tarde.
Ha penetrado en mi cuerpo, ocupando un lugar en él, su lengua está dentro, no fuera, dentro, ha tomado posesión de mí.
Mi lengua comienza, tímida, pero se va envalentonando, se va volviendo audaz.
Y llega el momento en que nuestras lenguas se enroscan, gruesas y morosas, colmando nuestras bocas.
La cueva que han formado al acoplarse es una bóveda de rosa oscura. Y es un escenario donde discurre la acción.
Esta es la parte central del beso.
La saliva comienza a fluir de su boca a la mía.
La trago, la mastico, hago acopio del sabor, lo imprimo en una célula que viaja a mi hipotálamo, mientras otra célula se desliza, eléctrica, a través del tubo de mi garganta para llegar a las profundidades de los labios gemelos, que primero vibrarán en latidos temblorosos y luego recibirán una ola de placer que funde la voz con su eco (una tormenta sin truenos, sólo relámpagos).
Mientras nuestros labios se acarician también nuestros cuerpos buscan un contacto que tiende a expandirse, aunque no seré consciente de si su mano está en mi culo o en mi pelo, o en ambos, ni si las mías están posadas en algún sitio, supongo que sí y que él también lo ignora.
La banda sonora del beso es como la lenta y flamígera entrada de un bajo y una guitarra eléctrica, un compás rítmico, que se balancea (es posible que algo tirando a rock, ¿Radiohead?).
Nada pasa además de ese beso, porque es el beso el que importa, el que está sucediendo, ahora y durante unos momentos que vienen a durar lo que dura un sueño o un mundo. Y aunque ese beso tiende al infinito (como nuestras lenguas que representan ese símbolo matemático), tras un fundido en luz se desprenden los húmedos, extasiados, agotados órganos, nos vamos poco a poco, casi sin querer o sin darnos cuenta separando, y la sensación es la de volver a ver un ojo, cerca, mirándome y mirándole yo.

A veces pienso en la era post-beso. Si los labios gemelos me gritarán enfurecidos y envidiosos exigiendo atraparle, ser violentados y allanados como una puerta derribada, pidiendo su porción de ocupación por él.
O si ese beso ya fijado en el hipotálamo no fletará barquitos o submarinos para invadir otros lugares más difíciles de conquistar.
Pero entonces, qué alivio es que no haya pasado nada, que todo esté tan en el aire como la fragancia de una estación inminente, que pueda moldear todo como plastilina tibia en mis manos (multicolor o en ocasiones del color pastoso de una mezcla), después de verle y saludarle, buenos días, hasta luego (por lo bajo escapándoseme casi pero no nunca la próxima vez cuando te acerques no me digas hola, dame un beso más o menos de verdad, más o menos así....)





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martes, 27 de mayo de 2014

La musa


Escuchó unos pasos en el rellano. Era muy tarde, las doce, las dos, en cualquier caso, no era una hora para andar abriendo y cerrando puertas. Aplicó el ojo a la mirilla. Y la vio por primera vez, de espaldas.

Desde entonces vigilaba las ocasiones en que se reunían. Era por las tardes. Primero entraba ella. Luego llegaba el tropel de muchachos y muchachas. Ahora que estaba de baja tenía mucho tiempo libre.

El hombre tenía también una mujer. La mujer-esposa. Parecía muy dulce y tenía los ojos oscuros y un mentón pronunciado, el cabello enroscado que se recogía en horquillas de colores. Suponía que era tímida porque bajaba la mirada y no hablaba demasiado. Le gustaba cruzarse con ella. No era un sentimiento de compasión el que sentía, ni deseaba contarle lo que suponía que desconocía.

La mujer-dulce-esposa trabajaba fuera de la ciudad. Dormía en otro sitio de lunes a jueves. Él salía por las mañanas y todas las tardes recibía a una mujer joven. La musa. Se imaginaba que en la casa tenía lugar un fenómeno creativo. Estaba claro que todos eran alumnos, menos la primera mujer que llegaba, la musa. A veces la musa y el hombre hablaban un rato, con la excusa de algo olvidado, se despedían mientras los demás subían al ascensor. En otras ocasiones ella no salía hasta más tarde.

Si escuchaba a través de la pared de su dormitorio podía oír cosas de su habitación. Aunque dedujo que no se reunían en ese cuarto, sino en algún otro lugar de la casa. O que lo que hacían era tan silencioso que no podía ser inmoral.

A veces no es necesario preguntar nada, basta con ir reuniendo pequeñas pistas. Resulta que daba clases de pintura, era profesor en la escuela de bellas artes.

No se podía decir que le espiara, simplemente tomaba un café en la bonita cantina de la facultad, rodeada de pinos, un jardín con fuente y muchos estudiantes modernos. Todavía era joven para no desentonar. ¿O la confundirían con una de las profesoras? No lo vio, aunque preguntó a uno de los conserjes. Cerca de su despacho le llamó la atención, en el tablón de anuncios, una de esas hojas con números de teléfono para recortar, clases particulares.
- Eres muy guapa. Te interesa ganar algo de dinero. No hace falta hacer nada.

- Tienes que desnudarte entera, dejas la ropa aquí, serán cuarenta y cinco minutos, es posible que haga algo de frío porque el calor es malo para las pinturas.
Antes de empezar él le había explicado la postura que debía mantener. Esto fue en su despacho, ella vestida, cuando se presentó a la hora convenida. Se había dejado barba, no demasiado larga. Pensó en cómo arañaría la piel de la mujer-dulce-esposa y si también dejaría algún rastro en la musa. Se quitó toda la ropa en un cuartito preliminar y salió al aula sintiéndose ligera, sin peso, como si anduviera sobre un lecho fangoso, y la piel se le erizaba por el cambio de temperatura. En la gran sala, poblada de caballetes, reconoció a alguno de los alumnos. Había un escenario redondo en medio, elevado, hacia allí se dirigió y se quedó de pie, esperándole.

Al verla por primera vez desnuda, en el centro del aula, él la observó detenidamente. Pudo sentir cómo su mirada trazaba un triángulo entre sus pechos y su pubis. Durante esos segundos fueron esos ojos como un pincel original. Ella aguantó las ganas de cubrirse con las manos, dejando casi de respirar, y cuando él se volvió a la clase, se sintió de pronto a oscuras, soltados los hilos que la sostenían, próxima a desvanecerse. Se le escapó un suspiro, como si hubiera hecho un gran esfuerzo, e intentó colocarse en la postura prescrita. Después de este cenit, el pintor ya sólo la miró de lejos y como si la cualidad de su desnudo hubiera variado. Fueron los alumnos los que la estudiaron, haciendo especial hincapié en las sombras que diferentes partes de su cuerpo proyectaban sobre otras. Él hablaba a veces para todos, a veces individualmente. A ella no, al objeto no.

Se le había dormido un brazo. El hormigueo le iba a durar hasta la mañana siguiente.
- Mañana intentaré que sea una postura más cómoda.
Él no la iba a pintar.

No le importó que no le reconociera. Apenas se habían encontrado un par de veces en el descansillo. Su mujer-dulce-esposa regresó el jueves a la noche como de costumbre.

El resto del día echaba de menos la atenta disección. Tras la cuarta sesión, él le comentó que daba clases particulares a algunos alumnos y que necesitaría su ayuda.

Hizo como que llegaba de otro sitio, adelantándose a los jóvenes aprendices. La llevó al cuarto, había un diván y no le sorprendió. Se empezaba a soltar los botones cuando llamaron al timbre. Se imaginó a la musa (ahora la musa destronada) desnuda, en el diván. También pensó en la mujer-dulce-esposa, aunque probablemente ella no quisiera ni entrar a esta habitación. ¿La pintaría a ella? El ambiente era más cálido que en la escuela y la luz, más trémula.

El posado duró más de una hora, casi podía oler el sudor de su cuerpo inmóvil. Él le pidió que se quedara y esperó mientras despedía a sus alumnos.

Se fue vistiendo, sin ganas, haciendo tiempo. Cuando él volvió se estaba subiendo la cremallera de la falda. Sintió otra vez esa mirada, pero la medición ahora saltaba los pliegues de la piel y las sombras, daba a presentir el gemido y las texturas tibias, desmenuzaba anticipadora un sabor, el exacto grado de oposición que le iba a ofrecer esa carne y su temperatura, el rubor posterior. Ella dejó las manos colgando, todavía no se había puesto los zapatos.

Después, le pidió que la pintara, aunque sólo fuera un esbozo, cuatro líneas, algo. Ella eligió la postura, aunque él la varió ligeramente en el papel.

Llevó la pintura a enmarcar y la colgó en su habitación. En la pared parecía más pequeña.

La miraba sobre su cama. No volvió a espiarle, ni volvió a las sesiones de la escuela, ni llegó a enterarse de la segura aparición de la musa sustituta. Se restableció. Volvió al trabajo. Se siguió encontrando con la mujer-dulce-esposa en la frutería y en el ascensor.




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miércoles, 7 de mayo de 2014

Mi cuaderno


Anoto en un cuaderno que me acabo de comprar (bueno aún no me lo he comprado pero como si) todo lo que me acabas de decir, voy a escribir un cuento, ya mismo, porque me lo has inspirado.

Por ejemplo, el de un hombre que cada vez que hace el amor con una mujer le pormenoriza las partes de la sesión que más le han gustado y las que menos, luego se echa una siesta (la bendita mejor siesta del mundo, las demás no merecen la pena y no son sino mera imitación de la única-que-merece-la-pena) y al despertar le relata las variaciones que, después del descanso, siente respecto a lo anteriormente manifestado. Daré detalles morbosos y no morbosos, para todo tipo de públicos.

En ese cuaderno voy a anotar también frases de libros, frases que me gustan, para no olvidarlas y perderlas en la inmensidad demasiado extensa de las bibliotecas, para no arrancarlas de los libros que me prestan ni subrayarlas ni poner una equis (en lápiz o incluso en boli) como hacen muchos usuarios para los que tengo horribles pensamientos cuando me las topo mancillando mis historias (porque en ese momento son mías y están escritas sólo para mí).

También apuntaré horarios y citas estúpidas para médicos y la lista de la compra (hojas arrancadas posteriormente o no. Incluso a trozos).

Mi letra (en ese cuaderno y siempre que escribo) se la robé a una amiga, hace poco me encontré con la original en una carta suya dentro de una caja (todo de papel) y busqué para confirmarlo la dedicatoria de un poemario bilingüe de Yeats (un recuerdo para ti, querida A., llevo tu letra como un estandarte, aunque cada vez haya menos testigos, como ese cuaderno que aún no me he comprado pero que casi agoto ya sus hojas).

Es posible que en mi cuaderno retome un juego que de niña jugaba, que consistía en sentarme en el suelo frente a la televisión y escribir palabras sueltas que iba oyendo, aleatoriamente, sin prestar demasiada atención (las mejores eran las de películas del oeste), para más tarde leerlas y disfrutar de la extrañeza que me producía su desconexión con la realidad, la imposibilidad de determinar una lógica original y la infinita posibilidad de recomponer con ellas dos, tres y hasta cinco historias diferentes.

También pintaré las letras (en plastidecores) para que mi hija me las lea (y los números, no soy racista).

Y frases que no sabré a qué vienen.

La física de los objetos no varía por la noche, salvo el hombre lobo con luna llena


Caso, Lisboa, devoción, años, sombrero, verdad, parte, muchacho, nueve, nada, leve, chica, semana-que-viene, Europa, jueves, MacCarthy, alba (o Alba), treintaycincomilnovecientos, entrega, aprendido, fantasmas, llegar, equipo, take me down to the Paradise City




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lunes, 28 de abril de 2014

Turismo


No sé si me gusta Nueva York porque sale en todas mis películas favoritas o las prefiero porque están ambientadas allí, pero el día que desde lejos vi por primera vez el brumoso perfil de la mítica isla, mucho antes de llegar, desojándome en ese autobús atestado de honeymooners, comprendí que estaba realmente enamorado y que como los verdaderos enamorados no podía ya discernir. En la zona cero, como una especie de premonición del futuro de nuestro matrimonio, Alicia y yo nos hicimos la promesa de regresar cuando los planes de reconstrucción cuajaran. Uno de los edificios más altos del mundo, parecía demasiado y así lo fue, tuve que esperar casi diez años. Me costó mucho convencer a Alicia. Empecé por su marido y fue bastante incómodo porque en todo momento pensó que se trataba de un absurdo intento de tirarme a su mujer. ¿Para qué? Lo había hecho mil veces ya. Me pareció más diplomático presentarle a Claudia, mi novia de entonces (largas piernas, escote ocho mil). A Claudia le parecía bien que cumpliera una promesa aunque implicara viajar siete días a solas con mi primera mujer, Claudia no daba importancia a esas cosas, era religiosa y entendía las supersticiones. El marido de Alicia dijo "bueno" en nuestra tercera conversación y Alicia dijo "vamos a ver si se puede organizar". Salimos un uno de septiembre de Barajas, T4. No nos acostamos (del todo) pero sí recorrimos toda la avenida de Broadway en zapatillas de deporte como una peregrinación.

Me reencontré con el álbum de ese segundo viaje la noche en que Larry trajo una botella de Vega Sicilia para cenar. Larry es el único amigo extranjero que conservo. Tuve muchos pero los fui perdiendo como perdí todos los pelos de mi cabeza, uno a uno y sin darme cuenta. Larry y yo tenemos en común que hace tiempo que hemos olvidado esas cosas que antes no podíamos dejar de pensar (me tendría que extender demasiado aquí, cuando además es obvio y si no, esperen un poco). Esa noche le enseñé el álbum descubierto y él aclaró por qué el Vega Sicilia, que nos miraba casi con personalidad propia, como un comensal más, como si pensara que no nos atreveríamos a profanarlo (sí lo hicimos, con fruición) venía muy a cuento. Había recibido una llamada de Estados Unidos, de una tal Susan F. Dawson, abogada. Parece ser que un tío suyo había fallecido sin más herederos que él, y ahora Larry era propietario de un rancho en Oklahoma y de más de un millón de dólares. Ni siquiera sabría colocar Oklahoma en el mapa, le dije, abrumado. Larry me miró sin decir nada.

Después de que Larry regresara a Estados Unidos me sentí terriblemente solo.

Conocí a Mireia en un viaje a Egipto. Lo contraté por consejo de mi psicólogo, que me dio la tarjeta de una agencia que organizaba actividades para singles, supongo que con alguna participación suya, y decidí que era un buen momento para volver a oriente, aunque fuera poco oriente. No salió del todo mal. Conocí a potenciales amigos, nos pasamos con las fotos, sufrimos el calor y el buque, que era horrible y la comida peor (francamente me quedé corto con los fortasecs y las precauciones), pero Mireia y yo nos hicimos ojitos desde el primer día y aunque nada carnal sucedió allí, nos dimos nuestros teléfonos en la azotea del hotel de El Cairo y los usamos nada más llegar ella a Barcelona y yo a Pamplona.

Mireia y yo nos citamos dos veces, en Barcelona. En el primer viaje nos besamos sobre la postal de la ciudad en la terraza de mosaico del Park Güell. Durante nuestro segundo encuentro fuimos a la Sagrada Familia. Hasta dentro de veinte años no está previsto que finalicen sus obras, figuradas por Gaudí sólo en un diez por ciento. Vaya decepción. La prudencia me llevó a abstenerme esta vez de promesas. Por la noche cenamos en el puerto, paseamos agarraditos de la mano y (por fin) hicimos el amor en su apartamento. 

Mireia tiene cinco años más que yo y me está enseñando catalán. 

Hemos invitado a Alicia y a Claudia a nuestra boda civil y espero con ilusión que Larry venga desde Oklahoma. Todavía no hemos decidido a dónde ir de viaje de novios. El mundo es tan grande.

miércoles, 23 de abril de 2014

Espuma



Hacía tiempo que no se tomaba un rato para ella sola. No puso música, quería escuchar el silencio de su mente en blanco, quería dejar de pensar o pensar en nada, o dejar que su mente se fuera vaciando al mismo ritmo que se llenaba de agua la bañera. La luz de primera hora de la tarde caía sobre la mitad del cuarto de baño, dejando zonas en confortable sombra. Se introdujo en el espacio todavía vacío y se tumbó, sintiendo el tacto helado de la porcelana en la espalda. Se escuchaba el eco de las voces desde el exterior, su marido y sus hijos jugando en el jardín. La espuma empezaba a formarse, un pequeño montículo en sus pies. Sentía una placidez distraída y decidió comenzar el vaciamiento mental a través de la observación de su cuerpo. Primera idea: no soy joven ya. No, así no. Debía hacer un esfuerzo más. Mirar por sus ojos como si otros ojos fueran, unos ojos nuevos, unos ojos vírgenes de ella. Unos ojos extraños lo bautizarían, lo bendecirían, eliminarían esa pátina de uso. Esa era una de las posibilidades. La otra no quería plantearla, unos ojos haciéndola sentir más desnuda que desnuda, más examinándola que observándola. Para ellos, esos ojos nuevos, esa cicatriz en forma de flecha apuntando a su pubis. Tocó con la punta de los dedos sus muslos, alzando un poco las rodillas, cerrando los ojos, los únicos reales. El agua iba subiendo lentamente, pronto empezaría a flotar. Mientras se tocaba, el pensamiento le llevó a los hombres que de una forma u otra habían conocido esas profundidades. Se inventó el juego de contarlos. Un número como otro cualquiera. Impar. Luego el juego le llevó a recordar algo de cada uno. Se sorprendió al no poder invocar nada sexual de uno de ellos. ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para olvidar ese tipo de cosas? Lo volvió a intentar. Recordó su cara, sus manos morenas que la habrían tocado donde ella tocaba ahora. Nada. Abrió los ojos. El agua había llegado a un límite razonable. Estaba muy caliente. Cerró el grifo. Había una gran montaña de espuma en sus piernas, que iba navegando con parsimonia hacia las zonas superiores. Observó sus pezones, dos gemelas islas desiertas. La placidez volvió a inundarla, sumergió la cabeza y la mantuvo unos instantes bajo el agua. La dimensión subacuática le ayudó a distorsionar sus pensamientos hasta disolverlos nuevamente y hacer un segundo intento hacia la nada. No es que le importase divagar, perderse en lo que fuera que le sugería ese momento de desnudez húmeda y solitaria. La inmersión le llevó a recordar a otro de esos hombres. Había tenido encuentros extraños, fetichistas, incluso prohibidos, pero en ninguno se había sentido tan ajena a lo que estaba sucediendo, como si ya mientras transcurría fuera parte del recuerdo que ahora recordaba. Fue en la universidad, salía con ese chico desde hacía meses y unas veces se acostaban en la casa de los padres de él y otras en un coche viejo y pequeño que aparcaban en un camino a las afueras del campus. Fue en la casa. Él le arrastró a la habitación de sus padres. Ella se resistió y él le intentó convencer con estúpidos argumentos como que la cama era más grande y más cómoda. Ella sólo podía ver el joyero de la madre, el cuadro con una anunciación sobre el cabecero de madera. Él se excitó muchísimo, le bajó las bragas y no quiso quitarle la falda, lo hicieron rápido, intensamente. Rompieron al poco tiempo. No había vuelto a pensar en esa tarde, el sol golpeando las persianas bajadas, el armario un poco abierto con la ropa de la madre, él y su madre tenían una relación difícil. Ahora ella era la madre y todo era distinto. Sus hijos iban a crecer pronto. No, ese hilo no lo iba a seguir. Echó de menos entonces el aparato al fondo del cajón de su mesilla. Un regalo o sugerencia de sus amigas. Era sumergible. Pero de ninguna manera iba a interrumpir la sesión saliendo del agua. Se conformaría con lo que había. La vuelta a algún tipo de pasado (o futuro, que viene a ser lo mismo), a unos ojos nuevos, unas manos hábiles, un orgasmo plácido y mojado. El agua todavía estaba caliente, no había prisa. Sólo fuera del agua los dedos de los pies y la mitad de la cabeza, dejaba que el agua se metiera en su boca, los labios entreabiertos, para luego ir escupiéndola, dejándola salir, lentamente. Sin pensar en nada más. Escuchó un ruido en el pasillo al otro lado de la puerta, pero si alguien entraba, la cubría una nívea capa de espuma.







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domingo, 13 de abril de 2014

Infame poesía












Comprender
si lees mis palabras
y entiendes
sus mil significados.

Comprender
las grietas de la calle
que sorteaba siendo niña
como intuyendo su misterio
y el mensaje que en ellas aguardaba

(porque ahora
las interpreto
es mi oficio, es lo único
que sé hacer).

Seguramente esté inventando
como invento tu personaje
y le veo hablando
mis palabras, las mías (no las tuyas)
porque esto es algo que sirve
para sentir y no decir
y no hablar
y no tocar (esto menos que nada)
es un sentimiento en sí mismo
que nace y muere para ser un objeto
de decoración
un embellecedor
un porque sí
un tal vez
un y si te hubiera conocido antes.

Porque este amor nonato
que se expande y me hace llorar
que es un feto infectado que aunque sin posibilidades de nacer
lucha por sobrevivir
me hace
hacer poemas (infames)
cuando yo prefiero la prosa.

Y este amor imposible
que explota en su redondez, en su plenitud fracasada
me inunda de lágrimas
de juventud
(como si no tuviera ya demasiados
y esa hoja no estuviera ya escrita
y tachada
y no se hubiera ya volteado
y ya no hubiera más que un post data
un epílogo
donde no hay acción
no hay trama
sólo una despedida
antes de llegar).

¿Y fue sexo? ¡No!
¿Y fue real? No
¿Y fue ... qué fue? ¿Qué realmente es? ¿Es la tormenta o la brisa, eres tú o soy yo, acaso un nosotros deconstruído?
Hoy sí, hoy voy a dejar las grietas enrevesadas y cocinaré o haré croché, voy a ocuparme las manos y la cabeza con una tarea femenina pequeño burguesa (igual hasta uso la thermomix) y dejaré de inventar,
dejaré de pensar en ti, en tu voz en tus labios tu ojos tus piernas (desnudas sobre las mías o entre ellas), desocuparé el extemporáneo deseo de que ocupes todo lo que es físico en mí (y también lo que no lo es), de que me aplastes y me destruyas y me aniquiles y me hagas olvidarme de ti, de mí, y de esta infame poesía
en una plácida siesta de
punto final
.


miércoles, 2 de abril de 2014

El viaje decadente


La sombra del pelo, muy oscuro, lacio, proyectándose sobre su cuello, le hacía parecer mayor o más cansada o quizá era cuestión de la ineficiente luz de ese bar minúsculo, el peor que habíamos encontrado en el paseo sin un alma ni buena ni mala.
Íbamos buscando el lugar más decadente, en una competición por hallar el rincón menos turístico de los destinos turísticos. Viaje decadente para una relación decadente.
Era noviembre. Huíamos sin saber de qué huíamos. Buscábamos una salida en un callejón sin salida, sabiendo que era un viaje con retorno, que pronto se iba a truncar, si no estaba ya truncado antes de iniciarse. Fue una última aventura, cuando ya no era tiempo para aventuras.
- Te vas a quitar el anillo.
- No. Me he acostumbrado a él. - El anillo relucía como el mar hojalatado. A veces mucho y a veces nada, completamente opaco.
- ¿Te molesta?
- No. Supongo que no importa.
A veces notaba el metal frío arrastrando por el filo de mi espalda.
- Quiero hacer un mapa de tus cicatrices.
Me recostaba y observaba, descubría, cada cicatriz, cada remiendo de piel. No quería saber su historia, dónde se las hizo, ni por qué habían perdurado en su piel.
Miraba mucho su cuerpo, casi fotografiándolo.
- Voy a inventar algo para cada una de ellas.
- Será algo nuestro, entonces.
Los hoteles olían. Sobre todo a humedad. A polvo. A mantas recogidas en altillos.
Las largas sesiones nos dejaban los labios hinchados. Ella los tenía abultados de por sí, y el pelo negro, como su sexo y los pezones.
El mar también era negro bajo el gris del anochecer. Seguíamos esquivando conscientemente los lugares atractivos. Nos escondíamos en la habitación hasta las cinco, para salir a encontrar cualquier cafetería vacía, cuando ya era casi de noche. Ella se ponía una falda negra estampada con flores de colores. Ella apenas hablaba con nadie, yo pedía al camarero y a veces le daba palique. Ella se mordía el labio. Se los pintaba de rojo, no creo que lo hiciera ni cuando era joven. Fumaba, bebía, nerviosa. La bolsa del supermercado entre sus piernas, con un menú de supervivencia y condones.
Recuerdo a uno de los camareros. Era delgado y tenía unos ojos verdes de gato y un tatuaje carcelario en el brazo, que le llegaba hasta la muñeca. Le miraba mucho a ella y nos invitó a una ronda que se convirtió en otra y en otra y en una última en un bar de copas cuando cerró, un bar igualmente vacío con seis o siete personas, todos tan perdidos como nosotros.
En nuestra alcoholizada mente el experimento se perfiló en su perfección. O puede que sólo en la mía. Ella se mordía el labio.

El camarero se corrió agarrándole las tetas con fuerza, mientras yo me masturbaba porque fui incapaz de participar de otra manera, casi tapándome con la cortina, la observaba enfebrecido, cómo se movía y cómo el expresidiario le chupaba el vientre, donde yo antes había besado su ombligo y había depositado allí una gota de saliva. Cuando acabó se echó en la cama y resoplando dijo que se iría, y ella no dijo nada más que me voy a duchar, cuando salió ya no estaba el tercer hombre y la abracé y la llevé a la cama y antes de dormirnos ella me preguntó si quería hacer el amor, si tenía ganas de acabar, de tener un orgasmo, que ella no lo había tenido.
Nos ocultábamos nuestra verdadera vida, aunque la vida verdadera era la del uno en el otro. Los hoteles se sucedían, todos vaciados de turistas, se barajaban con las cafeterías donde otros camareros nos recibían molestos porque no era tiempo de andar por los paseos marítimos, aunque fueran los más alejados del circuito de los jubilados de otoño. Hacía cada día más frío y cada día era más corto. Evitábamos también a los abuelos con sandalias de goma y calcetines. Observábamos de lejos a los niños que iban al colegio y a sus madres que fumaban en el parque, ciegas al mar y a la playa.
Una noche, ya de las últimas, a pesar del frío nos metimos en el agua, sin ropa, y le pregunté si era feliz.
- Sí -me respondió ella inmediatamente - soy feliz.
Probablemente no existía otra respuesta. Sabíamos que ya no nos volveríamos a hablar así.

Nos costó despedirnos. Al llegar a mi casa me tumbé en el sofá y cerré los ojos. Me vi yendo al trabajo al día siguiente. Fui intentando olvidar su número de teléfono. Igual ahora ella se lo cambiaba. No deseaba saber si había conseguido volver. Me la imaginé deteniéndose ante la puerta, escuchando una voz masculina que no había olvidado, el lloriqueo de un niño. Metiendo la llave sin que le temblara el pulso.

jueves, 27 de marzo de 2014

Un lugar al que ir


Debería haberlo sabido. Aún no ha amanecido y ya he tomado la salida hacia Pamplona. Hace tiempo que no tengo que fijarme especialmente. Es otoño y todavía es de noche. Cuando llegue, Jaime ya habrá abierto la verja y por eso no me tomaré un café en el bar de al lado de la tienda, como me gustaría. Debería haberlo sabido cuando Rosa me lo dijo, esto no va a ningún sitio, pero resulta que yo sí que iba a algún lugar, precisamente entré en él como un ratón en un laberinto, bajo la atenta mirada de un científico que era un viejo del pueblo con el que ahora me cruzo todos los días cuando regreso, a las ocho pasadas. Suelo acordarme en esta época, cuando me tomo el café a oscuras y las baldosas me dicen que ya hay que poner la calefacción, de esa tarde de domingo, sería también principios de octubre, cuando por primera vez vi la casa. Me trajo Tomás, un abrazo sobrino, su chaqueta gris olía a humedad, y pensé que era muy pronto para eso, abrió la puerta con su llave y cuando entramos sentí la casa estremecerse como una virgen. Aún cuelga la foto de los niños en el espejo de la cómoda, fue lo primero que hice, eso y salir pitando de esos cuartos oscuros. Me despedí de Tomás y busqué una improbable cabina. Había llovido la noche anterior y el aire parecía lleno de promesas doradas como las hojas en los charcos, fresco, azulado. El viejo seguía ahí, sentado, y me habló. Qué, eres el nieto de la Ángela. Sí. Y qué hay. Voy a vivir aquí una temporada. Qué le iba a contar. Sobre su cabeza colgaban sus ropas secándose, en un balcón, un pantalón recio, calzoncillos, ropa de hombre, ropa práctica de campo. Me hizo una venia con la boina y me vi autorizado a seguir el camino a ninguna parte. Rosa hablando: estoy harta de vientos acomodaticios. Rosa destruyendo el hogar, Rosa como una diosa aniquiladora, engulléndose a mis hijos. Y yo sin darme cuenta. Ahora voy entendiendo, algunas señales, ahora interpreto como lo hice esa primera tarde, paseando sin prisa por volver a la casa que ahora es mi casa. El pueblo estaba vacío, llegué hasta la salida que he tomado hace un rato, y volví. Me senté con el viejo. Acabé contándole todo. Bueno, bueno, chico. Calma. Aquí estarás bien. Posó unos dedos extraños en mi pantalón vaquero. Estaban calientes. Me siento con él muchas tardes. Me cuenta cosas del campo, de su vida, como si fuera una película. Yo procuro no contarle demasiados detalles aunque supongo que se los imagina a su manera. Deberías dejar de pensar tanto, eso me suele decir. Dejar de pensar. Estoy entrando en la ciudad. Ahora me parece mucho más grande, más llena, a veces me agobia. Esta tarde he quedado con Rosa, para hablar de los chicos. Se enfadará cuando le pida otra vez que volvamos. El aire está fresco, es denso, húmedo. Lleno de algo indeterminado.

miércoles, 19 de marzo de 2014

El tiempo



El tiempo es una alimaña ávida de carroña. Es una urraca que atrapa todo lo que brilla y lo esconde en su agujero. La alimaña nos enreda con sus risas bobaliconas, y sabemos que vamos a acabar devorados, somos carne pútrida, verde, robada, desperdiciada.
El tiempo es tiempo perdido, basura inútil.

El tiempo es esa goma negra con la que jugaba de pequeña, que se enredaba, que iba subiendo desde los tobillos hasta el cuello, y nosotras la saltábamos, desde los saltitos hasta los grandes saltos con las manos en el suelo, buscando apoyo, y su roce es áspero en la piel al compás de las canciones que ya no recuerdo.
El tiempo es elástico.

El tiempo es triste y generoso porque se pierde y se resbala entre los dedos y entra en los resquicios del teclado y se pierde en la inmensidad de las letras que son el único consuelo (porque son un conjuro y en el breve espacio de una biblioteca duerme el tiempo del mundo).
El tiempo existe y no existe

Tal vez sólo se trate de sobrevivir.

Sobrevivir: descontar los segundos sin saber cuándo dejarán de contar; Silencio; ¿esos segundos se pararán como un reloj de pulsera que se queda sin pilas o como un reloj de arena que se rompe en mil pedazos?. Se pararán como el reloj de la torre abatida en la guerra por misiles (los segundos del segundero del Big Ben).
Sobrevivir: aguantar un día más. En ocasiones, una hora más.
Y contar es ir descontando. Descontar: cuando mi bolsa de cuentas se va quedando vacía (si la muevo, las oigo titilar, oigo la fricción entre ellas, que se pelean por un espacio cada vez más amplio). Mi bolsa es de terciopelo verde que se pierde en los matices de sus dobleces y tiene una cinta de oro que la cierra por el borde. En ella, las bolas irisadas que son mi vida.

Mortalidad: una mañana amaneces mortal, y la energía fuerte que fluye por tus venas se vuelve densa, y mi sangre se hizo densa, podía verla ahí, latiendo, míseramente mortal.
Sobrevivir: mantener las cuentas de cristal atrapadas en el terciopelo verde los días necesarios. Los días justos. Ir perdiéndolas poco a poco. Caen haciendo música, unas se quedan atrapadas bajo el sofá, otras salen de la casa, se rompen o ruedan o simplemente, al día siguiente no están. Han desaparecido.Y cuando sólo queda una, duermo y me despierta el tintineo imposible.

Mortalidad: una fina película cubre tu cuerpo (puede ser: surcos, venas, piel desarraigada, manos convertidas en las garras de un águila lejana).
Melancolía: esa fina y húmeda película ha empezado a cubrir también tu alma. También llamada tristeza.

Dulce, no. Dulce muerte. Dulce despedida. No.
Amargo (me gusta lo amargo. La cerveza. El café. Los pomelos. Tu boca. El amor. El sexo. La vida después de vestirte la fina película de la melancolía). Muerte (o vida) acidular.

Metrónomo: descubrir un metrónomo pendulando en tu interior. Marcando un ritmo preciso. Grave. Adagio. Vivace. Presto, prestíssimo. Inexorable. Tic, tac, tic, tac.


martes, 11 de marzo de 2014

11m


El humo se levantó ante sus ojos. Un muchacho yacía a su lado, su pierna contra la ventana, sin cristal, o había cristal, el humo salía por el techo abierto. El silencio reinaba de forma incoherente, ya que sólo podía observar bocas desmesuradamente abiertas, deshaciéndose en gritos. No sentía dolor, calor ni frío, su cazadora estaba sucia de repente aunque recordaba haberse puesto la ropa limpia esa mañana. La esperaban a las ocho y media en una oficina del centro, hace dos días había logrado una entrevista. Tendría que poder llegar a la puerta del vagón, al alcance de la mano de donde se encontraba, de pie, mirando al muchacho y la ventana. Entonces alguien tiró de ella hacia la puerta, o la empujaron, flotó hasta el andén, porque saltar no saltó, o sí. Miró su reloj, dios mío, son ya casi las ocho, tengo que darme prisa, todavía me queda un buen rato caminando. Aunque antes debería limpiarme la cazadora, qué poco cuidado, estas manchas no van a salir y en el baño de la estación no habrá jabón, qué digo jabón, no encontraré siquiera papel. Qué extraño, qué silencio. ¿Por dónde salgo? Se tropieza con alguien, dejadme pasar, llego tarde, qué faena, no voy a llegar a tiempo. Odia las aglomeraciones, si hubiera podido sacarse el carnet de conducir preferiría los atascos antes que coincidir con decenas, centenas de personas en el tren, en la estación, el metro, odia los vagones abarrotados, la irrespetuosa mezcla de olores y sonidos. Aquel chico, el de la pierna contra la ventana, había estado escuchando su discman desde que se montó una parada después de la suya. Le puso nerviosa el volumen del chunda chunda, atronando su cerebro, así no podrá ni pensar. Ella sí podía, era lo que le mantenía despierta después de una hora de viaje. Volvió a mirar su cazadora y la mancha. Se había extendido. Era de color marrón. ¿Sería aceite? No recordaba haberse apoyado en nada. En el chico, en la ventana, tal vez. Todavía no había llegado a la puerta. Andaba contra corriente, no avanzaba rápido. Por favor, por favor, no quiero llegar tarde. No se dan cuenta, qué importante es para mí llegar a esa entrevista, tanto tiempo sin trabajar, mi madre se ha despertado esta mañana para desearme buena suerte. Se sentía cansada de luchar contra los brazos, contra los bolsos, contra el muro que la entorpecía. No entendía por qué no encontraba la entrada a la estación, sólo debiera haberle costado unos segundos cruzar el andén y llegar a la calle, qué hacía ahí esa pared, detrás unos edificios, ¿estaba realmente en la estación? ¿el tren había parado antes? No conseguía llegar a ningún sitio. Alguien la agarró con fuerza. Una mujer. Rubia. Llevaba un buzo de color rojo. Sí, definitivamente el color de su mancha. El color de los edificios al otro lado. El color de la camilla donde la tumbaron, aunque eso ella no llegó a distinguirlo. Una mascarilla cubrió su cara justo en el segundo en que miró hacia arriba y vio el cielo sobre su cabeza, sobre todos ellos. Una nube subía, negra, y más allá, antes de cerrar los ojos, el azul intenso de una mañana cristalina. 

sábado, 8 de marzo de 2014

El oro



Mira el móvil, míralo aquí que hay mejor luz, míralo bien, obsérvalo aquí, mira cómo brilla su carcasa, su pantalla que es tan grande como un pequeño televisor, cógelo, sabes mi contraseña, mira los mensajes, mira el mensaje que le he enviado, léelo, léelo pero no te preocupes, quiero que lo sepas como lo sabes todo de mí, como casi mi conciencia eres, deja un momento de vigilar a la niña, no te ocupes por un instante de los casi imperceptibles aleteos que te pellizcan por dentro, míralo, o mejor deja que yo me ocupe de todo, vuelve a la cama, descansa y ocúpate sólo de la niña, mira, está quejándose, murmura con su balbuceo que es un soniquete adormecedor, quédate en la cama con la luz de la mesilla encendida, o mejor en la mecedora a su lado, acariciando su mejilla y tu vientre alternativamente, yo me quedaré aquí en el sillón, frente a la mesa, frente a este móvil que ha vibrado y que ahora manoseo un poco, como si aún pudiera teclear las letras, construir esas palabras, redefinir las frases que compusieron mi amenaza, no amenaza, mi advertencia, el café se ha quedado frío como el tacto de la pantalla tan grande, tan llena de megapíxeles que todo parece desmesurado dentro de él, y ahora pienso, me reafirmo, casi rezo, si vinimos vinimos para quedarnos, si aquí entré en la empresa y me casé y formé esta nueva familia, como un tronco nuevo que crece, como un esqueje que florece y tiene vida, tendré que aguantar aquí, Londres, Nueva York, no son ahora el camino, ahora no, lo fueron, allí me formé, allí me envió mi padre como debía hacerlo, para construir, para afirmar, para conocer y ser conocido, probablemente esos caminos volverán, pero ahora tengo que ocuparme de estos árboles que están ya creciendo, que fueron allí plantados pero que crecen aquí, y miro por las amplias y transparentes cristaleras y veo que pronto va a amanecer y puedo ver también más allá del jardín la sombra de humo del nuevo día y los perfiles de los edificios lejanos, donde mañana, hoy, entraré con mis zapatos brillantes y mi móvil vibrante con su carcasa tan brillante y tan negra, porque es lo que tengo que hacer ahora y cuando he escrito el mensaje, y cuando reciba la respuesta, y cuando se inicie el juego entre él y yo, el patriarca y el elegido, el lobo y el cachorro, un juego como un set en un partido de tenis en la caja mágica, haré siempre lo que tengo que hacer, porque es lo que ahora y siempre está señalado para nuestra estirpe, y por qué y desde cuándo forman ellos, formo yo, forma Valvanuz, parte de esta estirpe es algo que ya está asumido, que está olvidado y cubierto por una capa sobre otra de abono, un abono rico y prolífico que descansa bajo la alfombra que permite que mis pies estén calientes, que está bajo ella y bajo la capa de cemento que cimienta mi casa, bajo toda la capa de césped de mi jardín.
Está en el mensaje que le he mandado y que está escrito y bien escrito. Él lo leerá desde un despacho parecido a este, o lo leerá en una oficina en un piso alto, o lo leerá tumbado en su cama revuelta, no dará crédito a lo que lee, maldecirá y puede que arroje el aparato contra la pared, o lo leerá mientras se está tomando una copa y puede que se ría, y lo enseñe a alguien que mirará con unos ojos asombrados, mira, dirá él también, o lo guardará o lo publicará o lo imprimirá y llevará a un juez, o estará también creando las palabras, letra a letra, que me darán respuesta, o estará consultando o difundiendo o trajinando o reenviándoselo a mi padre, diciéndole, mira, mira, mira, ¿es esto labor tuya?
Pero no. Ahora es el tiempo del cachorro. Soy el cachorro. Lo decían ellos, mi padre y él, cuando eran otros tiempos, lo dice ahora la prensa que tanto dice, me lo dijo él solo, con los ojos enrojecidos, como los míos ahora, sólo que los míos están así por la falta de sueño, y los suyos por los whiskies que se había servido con mi padre en la fiesta, celebrábamos algo, no lo recuerdo, celebrábamos mucho en aquella época, una elección, un nombramiento, alguna victoria, estábamos en nuestro ático, en el que por entonces él campaba a sus anchas porque también era como suyo, como yo iba a su finca de Extremadura como si fuera mía, con mi novia Olivia, esa chica que estudiaba marketing y te la presenté en una fiesta, esa chica que subía sus faldas plisadas para enseñarme sus largas piernas, ella también miembro de nuestra misma raza, ahora seguro que está acariciando su vientre o su móvil con pantalla de megapíxeles o las dos cosas, creo que recibí la invitación de su boda, ahora estará en Nueva York o los Hamptons o en Ginebra o en Turín, olvidando y recordando que estuvo conmigo en la finca de Extremadura, por donde yo campaba a mis anchas como también lo hacía en su casa de la Moraleja, y él en el ático donde esa noche con los ojos enrojecidos me habló de las estirpes que nacen de hombres fuertes que continúan con los grandes proyectos de la civilización, los veía a él y a mi padre, cerca la cabeza de uno y del otro, y mis hermanos jugaban entonces con piezas de lego y con escalextrics, y yo les miraba a uno y a otro, a mi padre y a él, y él me lo dijo, qué cosas me dijo, me lo contó todo ese día, cosas que deseaba oir desde hacía tiempo, que ya sabía, que mi padre no me dijo, que me dijo él, y desde su aliento a whisky y sus ojos enrojecidos supieron a confesión.
He dicho que iba a amanecer pero faltan muchas horas todavía, es noche cerrada y el resplandor sobre la línea del horizonte de los edificios es sólo la luz artificial que ampara por la noche a los que duermen, a ellos, algunos no podemos dormir hoy, otros no podrán mañana, mi teléfono vuelve a vibrar. Sé que no te importa que mencione a Olivia y menos en estos momentos, sabes todo de mí, no me avergüenza que lo sepas porque nada he de esconder, todo es tan claro y transparente como estos cristales de nuestra casa, esos sobre los que lucen las cortinas que escogiste hace poco tiempo, hace poco tiempo que vivimos aquí, pero es como si siempre hubiera vivido aquí, como si hubiera estado ya predestinado desde los días de mi cuna, aunque en más de una ocasión he hojeado el álbum familiar y me veo ahí, aprendiendo a andar en Valladolid, en un parque cualquiera, con un horrendo abrigo verde, y mi madre lleva un corte de pelo parecido al de Lady Di y un vestido con un lazo horrible sobre su gran tripa, la gran tripa donde todos nos cocemos, donde ahora estás cociendo tú a nuestro hijo, a nuestro hijo, mientras la otra duerme en su cuna y emite esos ruidos que me sacan de mi ensimismamiento en estos ratos cuando trabajo en casa, aunque son raros, generalmente no estoy aquí, estoy lejos, allí donde las efigies ahora no acaban de despertar, donde ocupo el lugar que me legaron y lo ocupo anchamente, con propiedad, con sensación de propiedad, y llamo y veo y oigo y leo mi nombre en la puerta, señor A, señor A, ese soy yo ahora aunque sea el segundo, o precisamente por serlo, esas palabras en la fiesta así lo confirmaron, así lo sentenciaron, forma parte de este proyecto, todo se ha cocido en vientres similares, vientres rebosantes del líquido amniótico del whisky y las cabezas pegadas unas a otras, de referencias caleidoscópicas que se multiplican como él, como yo, como tantos que somos el mismo y uno diferente cada uno, pero todos nos intentamos distinguir y por eso le escribí el mensaje, cuando hablé con mi padre y a pesar de su fortaleza, entendí que era mi turno, no me quedó más remedio, París, Nueva York, Shanghai, un camino para llegar aquí y luego volver a salir pero siempre acabar aquí, donde los árboles finalmente echan raíces, donde Valvanuz y el pequeño que está en camino y los que todavía anidarán en tu vientre seguirán brillando como esa pelusa de luz que se esconde persistente y juguetona tras esa ciudad que vislumbro a lo lejos a través de los cristales transparentes.
Cuento los minutos, las horas, para su respuesta, nadie sabe nada más que tú.
Cómo me tranquiliza hablarte, saber que estás al otro lado de esa pared y que podría llamarte y hablarte y me escucharías, es como introducirme de nuevo entre las piernas de Olivia, esas robustas piernas y es que también me dejaban entrar, se entreabrían y yo entraba, que es como la posibilidad de ahora mismo de llamarte en mitad de la noche y verte aparecer con la bata y la cara somnolienta y el vientre abultado y yo entonces me tranquilizo, pensando en todas vosotras, Valvanuz, mamá, tú Olivia, es incorrecto y machista pensar así, no lo diré pero lo digo, las mujeres son las que mantienen el mundo con sus piernas abiertas, sus lenguas y oídos abiertos, sus bocas, sus vientres, esta apertura es la que deja pasar el aire necesario para que yo ahora no me ahogue.
Me atormentan esas palabras suyas, esas palabras que sellaron nuestra unión hasta ahora, que crearon un vínculo más allá de la sangre, esas palabras que fueron sinceras y me hablaron como a un hijo que no era pero que podía haber sido. Yo lo intuía todo, ya en los pasillos de la Moncloa. Pero él me las dio, me las ofreció, ofrenda o castigo. Esas palabras me hablaban de facturas, de pagos a plazos, de pisos con parquelita, de domingos de bolsa de agua caliente y sopa de ajo y yogures del Dia, de lametazos en el culo de muchos, de horas de espera en antesalas de despacho, de regalos de ida y vuelta, de ganas de aguantarse el vómito. Pero cuando me lo contó todo, muy cerca de mi oreja, entonces ya teníamos un sitio, él y nosotros, teníamos un sitio que había que seguir ocupando, yo no lo sabía, pero lo intuía, lo intuía y él me lo reveló y desde entonces fui su cómplice y su hijo aunque no lo fuera.
Podría haberle mandado a mi padre una copia del mensaje, hacérselo llegar, que lo supiera. Pero no sabe nada, aunque pudiera pensarse que todo se gestó en su cabeza, que yo sólo soy el brazo ejecutor, que en su mente se coció una trama como mi heredero ahora en tu vientre y que lo sabe sin saberlo, y me alienta desde su paternidad como el otro me alentó entonces desde su apadrinamiento, pero no es así, aunque si pulso este contacto sonará el timbre entre esas otras paredes, su hogar, el que fue mío, y me contestará, las placas electrónicas filtrarán su voz, que rebotará en estas paredes y contra esta cristalera, comprensión o asombro. Me miro reflejado en el cristal del gran ventanal, el que da al jardín anochecido, con gotas de la helada, a la piscina, y tras los setos, la maqueta de la ciudad al otro lado, me veo reflejado y no veo mi cara, mis rasgos ojerosos, serios, los rasgos de un hombre, de alguien que da un paso al frente, lo veo a él, las facciones son suyas, suyas mis preocupaciones, compartimos el mismo porvenir, y si me separo, si he actuado por mi cuenta, si soy otro ahora, uno que no es él, es para volver a unirme, como una goma que se estira, son los mismos ojos, mi camino es una continuación del suyo, pero sin las estrecheces del nacedero, ahora es un cauce ancho y estable, señor, digno de su nombre, nadie lo confundirá y por eso, la responsabilidad es mayor, junior, junior me dicen.
El cachorro me dicen, pero vienen otros, aquí están ya.
Ni fincas de Extremadura, ni bautismo, nada podrá con el firme paso de mi deber, y ese mensaje lo demuestra, no debo temer la respuesta, no le debo nada, no le debemos nada, no hay sentimientos, ya no hay, fuera del círculo, ni dentro diría mi hermana, aunque puede que los haya, vaya que sí, pero no hay lealtades que valgan cuando se rompen las disciplinas y se deshonran los favores, los ententes, él fue el primero que abandonó el barco, a veces me siento un niñato, me miro al espejo, el reflejo en el cristal, me veo convertido en ese casi todavía adolescente con un cubata en la mano, escuchándole en aquella fiesta, mi primer cubata en familia, un bautismo junto a otro. Así fueron sus palabras, mirando por encima de mi hombro a mi padre, su compañero, su aliado, que presidia los corrillos, y él se apartó de ellos para contármelo, para descubrírmelo, para hacerme también partícipe del festín, hay que mantener ocupado el sitio, aunque él ya no esté, consejeros, presidentes, asesores, el lugar preciso, el precio, la mañana que no llega pero siempre llega y ahí es donde habrá que estar.
Me responderá. Decepción. Rendición. ¿Qué más opciones le quedan? Defenderse. Defender su lugar, su trono perdido. No debo temer. Qué voy a temer. Ahora a él le llegará Suiza. Le llegará Washington. Londres. Ya anidamos allí. Ya tenemos allí semilla plantada y bien abonada. A pesar de ser junior. Soy el cachorro. El heredero. Pequeño junior nonato. Te pondré mi nombre.
Se ha iniciado una cuenta atrás irrevocable. O no. ¿Qué temo? ¿Por qué no llega el sueño? ¿Es parte de la trama? ¿Es miedo lo que me enfría el café? ¿Es angustia, es temor, o sólo es la responsabilidad?¿En serio puede alguien creer que arderemos en el infierno? ¿Cuáles son nuestras fechorías?
Ahora hay hombres que guardan en el cajón pistolas cargadas como cajas fuertes que aseguran su tesoro, su oro. Y a partir de hoy, a partir de estas palabras que han conformado mi mensaje, delicadamente escogidas como quien comienza una historia, como quien sienta las bases para que luego se desarrolle una gran historia, como quien escribe esa primera frase en la que se recoge toda la esencia de lo que viene después, a partir de ese mensaje que envié al hombre de confianza, al consorte, al padrino, al amigo, al enemigo, yo soy también uno de esos hombres, y si entreabro este cajón de aquí, aquí mismo, al lado de mi pierna, al lado de la raya de mi pijama, veré también brillar el acero del cañón, y podré acariciar la empuñadura como lo hago con el móvil, ahí está, ahí está. Pienso en estancias como ésta donde se escuchó, rebotó, el eco del disparo, donde se encajaron las balas en huesos ya perdidos, podridos, donde restalló el eco de la única bala, la única salvación posible, una huida hacia adelante, restañando la herida, la sangre seca, muerta, salvando el oro. No será esa su solución. O sí. Solo, abandonado, traicionado, sólo que no hay abandono, no hay traición, en estancias como ésta, en noches como ésta, sin visos de transigir, de convertirse en una fresca aurora.
Mírame aquí. Mañana tengo tantas cosas que hacer y el sueño no llega. Será el café. No, se quedó aquí, frío, como la madrugada. Oscuro y perdido. El fin de semana viajo a Ginebra. Varias reuniones que se alargarán hasta casi Nochebuena. Tengo que ocuparme de él. De mi ídolo de barro. Ocupándome de un hombre para honrar a otro. Se lo debo. Mido tan solo dos centímetros más que mi padre, a veces me pregunto si puede haber algún error de cálculo en esto. ¿Qué reconocimiento médico lo sentenció? Se puede observar en las fotografías. No, es inapreciable. Imperceptible.

Debo descansar. No debo preocuparme, oigo tu voz, me tientas la frente como a un niño, acercas a mí tu cuerpo caliente, me tiras suavemente de la mano, vuelve a la cama, es todavía de noche, aún faltan varias horas para que despunte el día. A las seis vendrán y me prepararán el desayuno. Es lo primero que hacen cuando llegan. ¿Qué hora es? Me restriego los ojos y estás de vuelta en nuestra cama, con la luz encendida, una luz tenue de medianoche. Valvanuz ronronea en sueños, su luz está también encendida, la mía también y la apago para observar cómo la luz de fuera, la real, va creándose de la nada, allí, detrás de los setos, detrás de la urbanización, por encima de la línea gris que parte la visión más allá. Me restriego los ojos, estos ojos enrojecidos. Creo ver por fin el rayo, el resplandor anunciador, premonitor. Vibra, el móvil.