miércoles, 3 de agosto de 2016

Turborotonda


Me gusta conducir. Me doy cuenta que cada vez me relaja más. Cuando estoy al volante soy amable y considerada, cedo el paso, estoy atenta a las necesidades de los demás vehículos, conduzco facilitando la fluidez, la concordia. Y es que conducir es terapéutico, te une a la humanidad, te da poderes mágicos, te convierte en dios, un dios benevolente, un dios afable y bonachón, un buda motorizado.
Siento que mejoro el mundo cuando conduzco. Se hace un mundo mejor, cuando yo conduzco.
Menos cuando enfilo el carril de desahogo. Creo que tiene un nombre técnico, pero yo lo llamo así porque me parece mucho más apropiado.
Este carril tiene sus propias normas. Sus normas y su semáforo. Un semáforo todo para él. Los dos carriles adyacentes tienen un gran semáforo en rojo arriba. Pero este semáforo propio del carril de desahogo tiene una atractiva flecha verde que te abre el camino cuando otros lo tienen cerrado. Es una señal privilegiada. Augura cosas buenas. Es casi una bendición.
Pero hay gente que no es capaz de aprovechar esa oportunidad. Algo que es beneficioso para ti y que además significa cumplir escrupulosamente las normas. Algo que no hace mal a nadie.
Pero ellos se quedan. Algunos parecen dudar. Otros simplemente se quedan parados, completamente quietos.
Pienso en esa gente. Esa gente que tal vez piensa que no es posible que tengan tanta suerte, que el semáforo se les abra sólo a ellos, que han sido tan listos de elegir el carril correcto. O puede que piensen que se trata de una trampa, que si avanzan serán fotografiados y multados, o acabar siguiendo una dirección equivocada.
No hay mayor simpleza y bendición que esa flecha verde que tuerce a la derecha.
Y yo les pito. Sin piedad.

martes, 21 de junio de 2016

Londres 2015


¿Qué es lo que más recordaría del viaje?  Es curioso. La imagen que permanece es la del camarero trajeado de aquel pub del South Bank.  Sus ojos azules, su barba bien recortada, sus manos de pianista al tirar las cervezas.
El día languidecía y el sol se ponía sobre el Globe Theater que nunca pisó Shakespeare. Hacía calor, una brisa que llegaba del río con los últimos reflejos. La cerveza también estaba tibia. Habían ido a Londres para celebrar la cuarentena. Así dicho, suena a enfermedad. Y puede que lo sea. La enfermedad de las puertas cerradas. De las libretas que antes estaban en blanco y ahora en ellas se apretuja letra y recortes de periódico, entradas de conciertos, certificados médicos y administrativos.
El alcohol le soltó la lengua: Y si hablamos de nuestra amistad, sugirió, y sonó como si dijera amistad en mayúsculas. El grupo se compactó como un monstruo de feria, una especie de músicos de Bremen, y rio a coro con una sola voz. Después se animaron a hablar del pasado, les escuchó anécdotas que nunca había escuchado, o tal vez las había olvidado. En el fondo les quería, era un cariño tibio y amargo como la cerveza.
Por la noche aprovechó para observarlas desnudas. Las carnes blancas despojadas, las marcas de las medias y del sujetador. Sintió algo de vergüenza y se encerró en el baño para desvestirse.
Y empezó a pensar en ese camarero. Era delgado, calvo, les dio conversación en un inglés formal, demasiado bajo, ellas se acodaban cada vez más cerca para no perder sus palabras. El pub era oscuro a pesar de la hora y el camarero llevaba un traje de 007.
Sus amigas se habían dormido, estaban tumbadas en silencio. Intentó escuchar algo, un ronquido. Sólo algún crujido y su propia respiración.
Miró por la ventana, algo mareada. No tenía sueño. Sin pensarlo dos veces se metió en el baño y recogió la ropa que había dejado tirada en el suelo, se vistió y salió lo más sigilosa que pudo. Empezó a caminar hacia el pub. Esperaría al camarero. Se iría con él a un apartamento de la Old Compton Street, con ventanas sucias de guillotina y moqueta. Le quitaría el traje y descubriría un cuerpo lleno de tatuajes. Harían el amor sin condón. Se dejaría hacer barbaridades, le pediría que se las hiciera. Lo necesitaba, necesitaba que la mordiesen, que la pegasen, que la sodomizasen. Por alguna extraña razón ese delicado inglés parecía la persona adecuada. 
¿Qué hubieran pensado ellas? El pub estaba cerrado.
Al otro lado de la calle del hotel estaba Hyde Park. Se sentó en un banco. Había empezado a llover. Volvió la náusea y vomitó tras un arbol. Se revolvieron las ardillas y se tumbó en el césped mojado mirando a un cielo sin estrellas. Hacía mucho tiempo que no hacía eso. Sintió la humedad penetrando en su cuerpo, fría y reconstituyente, arriba solo las sombras de los árboles y las nubes. Se quedó allí, llorando, un rato demasiado largo.
Tuvo que dar un portazo porque la puerta no encajaba bien. Alicia se dio la vuelta y pudo ver su cuerpo bajo la manta, y estuvo tentada de meterse en su cama y acariciar su cadera recrecida, el pelo negro que caía sobre su cara y su hombro.
Es posible que ya fuera tarde para todo eso. En el reloj del móvil marcaban las tres y cuarenta y siete. 

martes, 31 de mayo de 2016

El gran Gatsby

Le llamaba el gran Gatsby. Hacía mucho que me había leído el libro cuando empecé a llamarle así y no recordaba los detalles de la historia de Fitzgerald, sólo la arrolladora personalidad de su protagonista. Tras romper con él la volví a leer y me sorprendió mucho haberlos relacionado.
Fui su novia durante varios años. Los mejores años de mi vida, la plenitud de mi juventud.
Nos conocimos un verano haciendo el interrail. Me fijé en sus rasgos no exageradamente bellos pero sí atractivos, potenciados por su sonrisa, esa manera franca y directa de dirigirse a uno. Mi gran Gatsby era un ser social, carismático. Hablaba a todo el mundo con una familiaridad inocente, abierta, radiante, que te hacía querer más de él, siempre estabas queriendo más de él, al menos superficialmente. Había en su persona una parte física muy importante y por eso al estar cerca de él no podías evitar tocarle, él mismo solía buscar el contacto. Una noche, en un albergue, creo que era Italia, simplemente se metió en mi litera. Sus manos estaban calientes cuando me abrazó. Puede parecer precipitado, casi no nos conocíamos, pero no lo fue en absoluto.
Ayudaba a su padre en un taller de coches. Ahora creo que en realidad no tenía ni idea de transmisiones ni aceites ni motores, pero aprendía por sí mismo de cualquier cosa y llegaba a hacerlo aceptablemente bien. No es que no fuera inteligente a un nivel teórico, le interesaban asuntos importantes, y se podía hablar con él de muchos temas.
Viajamos mucho, le encantaba irse lejos. Muchas veces íbamos con gente, pero las ocasiones que fuimos solos fueron los mejores momentos junto a él. Aún así tenía dudas sobre nuestro amor. Por un lado me sentía protegida, como una niña que se deja guiar, pero por otro sabía que él buscaba un saldo positivo en su imaginaria cuenta, el color imposible de un sueño que la realidad palidecía, y eso me daba el poder, me hacía ser la más fuerte, la más realista al menos. A veces me pongo el vídeo que montó de uno de nuestros viajes y doy al stop en un primer plano suyo para contemplar su espléndida sonrisa. Una sonrisa eléctrica, capaz de electrocutarte. Yo no aparezco en ese plano, sólo mi sombra.
Cuando estábamos en casa, cada uno en la nuestra porque no la compartimos hasta casi el final, no nos veíamos demasiado. Él siempre tenía algún proyecto entre manos, frecuentaba a mucha gente.  Pero cuando estaba con él me sentía bien, y era algo extraordinario ver juntos una película o dormir en su cama demasiado estrecha. En la intimidad era tranquilo, pacífico, casi lento. Su forma de hacer el amor siempre me sorprendía porque hubiera esperado más iniciativa, más vigor. Aunque no tenía por qué quejarme del resultado.
Alguien, un día, me advirtió que el gran Gatsby podía llegar a cansarme. Me habló de su inestabilidad oculta, del corrimiento de tierras al que tenías que someterte cuando estabas en el mismo pedazo de suelo que él habitaba. No le creí.
Y luego le dejé marchar. Muchos me lo recriminaron. Cuando observo la imagen congelada de su sonrisa les doy la razón. Si hubiésemos podido vivir siempre así, in itínere, de camino hacia algún lugar desconocido, tal vez no me hubiera importado lo demás.
No sé si me arrepiento o no, pero ayer le dije a mi marido que tenía que haberme casado con el gran Gatsby y no con él. No se sorprendió, como si no le hiciera daño, tal vez porque sabe que no es verdad, que este tipo de cosas se dicen siempre sin ser verdad, por el mero hecho de herir o autoconvencerse.

miércoles, 27 de abril de 2016

Por la noche

Esta noche mi hija me ha llamado desde su cuarto. La he encontrado acurrucada en su cama, rodeada de sus peluches, con ojos abiertos y respiración agitada. Tengo miedo mamá. Me ha dicho. Miedo a qué. Le he preguntado yo. A los monstruos que hay ahí. Señalaba a un lugar indeterminado de su cuarto. Siempre que hace eso, porque no es la primera vez, me giro hacia donde ella señala y veo algo, una sombra, una presencia, el espacio engrosado que asusta a mi hija. Le he acariciado y besado, le he contado que no hay monstruos, que no existen, y en el caso de que alguno exista ella está protegida por mi presencia y la de su padre en el cuarto de al lado, que nuestro perro duerme cerca de la puerta para que nadie pueda entrar. Me ha mirado escuchando mis palabras, fiándose de mi discurso nocturno como de un credo, he sentido la fé de mi hija en sus ojos fijos en mis labios que se movían pronunciando una letanía. Le he dado agua. Le he preguntado si quiere que deje su puerta abierta, sí, me ha dicho.
Entonces he caminado para alejarme de su cama, cruzando el umbral oscuro del recibidor, pasando de largo el espacio engrosado del terror infantil, sin mirar al monstruo, que estaba agazapado en un lugar entre la puerta y el armario, me he vuelto a meter en mi cama, que estaba caliente porque yo duermo acompañada, a salvo, y he vuelto a caer en un sueño tranquilo. 

martes, 26 de abril de 2016

Gatos atropellados

Ya llevo cuatro gatos la última semana. Digo gato aunque es imposible identificar el animal concreto de que se trata. Digo animal por su tamaño. Podría tratarse en realidad de un bebé. Pero se intuye piel cubierta de pelo y cierta consistencia inhumana.
No sé qué animales son. Sólo sé de la sangre, de carne aplastada y apelmazada contra el asfalto. Me sorprende la capacidad del ojo para retener una visión de segundos para luego recordarla vívidamente. Es como si mi cerebro pudiera rebobinar, pasarlo a cámara lenta. Me recreo en ello a la tarde, a la noche, en los momentos de angustia.

Me preocupa la visión de los gatos despanzurrados porque uno ve lo que quiere ver. 

jueves, 14 de abril de 2016

Descanso



Helena removía el café sin parar y tenía un tic, un pestañeo insistente cuando abordaba el meollo de la cuestión. Me hablaba de muchas cosas, íntimas, mientras sentadas al fondo del bar nos tomábamos un descanso. No me creía ni la mitad de las anécdotas que hilaba una tras otra. La mayoría con un matiz violento de alguna u otra manera. Por ejemplo, tenía un vecino que la acosaba. Llamaba a su puerta pidiéndole un huevo o un limón y se hacía el encontradizo en el rellano.

- Puede que sea una coincidencia. – le decía yo.

Tampoco la conocía para tanto. De vuelta en la oficina nunca me hacía demasiado caso. Yo intentaba escabullirme a la hora del descanso, pero me agarraba del brazo con confianza. Necesitaba que me hiciera un favor y no me convenía llevarle la contraria.

Un día me contó que le habían atracado. Parecía que fuese a llorar cuando relataba el episodio. Su rostro se embellecía al temblar y yo la envidié, también por su capacidad para inventarse una vida interesante. No sé por qué no me creía que en realidad sí la tuviera.

Después nos quedamos un momento sin conversación. Alargó una mano y la puso sobre la mía. Me sentí extrañamente incómoda pero por una vez su cercanía me pareció auténtica. Entonces dijo que estaba agobiada porque hacía mucho tiempo que no tenía pareja.

- Y ya sabes cómo se pone una cuando pasa mucho tiempo sola.

No sé, no estoy sola, hubiera querido decir. Pero no era verdad y a mí no me salían las historias tan bien como a Helena.

- Pero me gusta alguien. – me dijo.

¿Quién podía gustarle? En realidad no sabía nada de ella. De pronto me sentí culpable, como si fuera por una falta mía que no nos hubiésemos hecho amigas. Así que le conté que en los baños de ese bar, hace mucho tiempo, me besó una mujer. Entonces era un bar de copas, la barra era más ancha, la zona de paso mucho más estrecha, había luces estridentes y no servían café. Esa mujer era mi amiga. Esperábamos en la fila a que el baño se desocupara, puede que pintándonos los labios, y entonces se acercó a mí y me dio un beso en la boca. Podía haber sido simplemente un beso, pero yo entreabrí los labios y pasó a ser algo más cálido y excitante. Perdí la noción del tiempo durante ese beso. No hubo más, ni esa noche ni nunca después. Tampoco volvimos a hablar de ello. Nuestras vidas cambiaron, perdimos el contacto. ¿Había conocido este bar?. Helena estaba absorta. No sé si me escuchaba.

- A veces pienso en ella. 

No sé por qué se lo conté. No era algo reciente, ni tampoco estaba segura de que hubiera sucedido así. Helena removió lo que quedaba de su café, que estaría ya frío, y pareció dudar si bebérselo o no. 

-¿Vamos? – dijo.

Me sentí un poco ridícula mientras me ponía el abrigo y veía cómo se me adelantaba, su larga melena rizada, sus movimientos femeninos y seguros.

jueves, 7 de abril de 2016

Burdeos

Me desperté y lo primero que vi fue un pájaro en la esquina del edificio. El edificio de enfrente era un cubo de cristal que reflejaba nuestra fachada y el cielo. El pájaro estaba justo en el vértice izquierdo, el más cercano a la luz del amanecer.
Era todo lo que yo podía ver tumbada en la cama. No quería moverme y al parecer el pájaro tampoco. No sé qué clase de pájaro era, no parecía una paloma, ni tampoco una gaviota. ¿Un ave rapaz en medio de la ciudad? Él dormía a mi otro lado. No oía su respiración, pero sentía su presencia, algo que ocupaba la habitación y la enorme cama, yo que estoy muchas veces sola reconozco el cambio en la humedad, en la densidad del aire, que ocurre cuando estás acompañada.
Aún no le conocía tanto como para haber olvidado la sensación de no conocerle. Podía recordar qué era no saber cosas sobre él y solo suponerlas o imaginarlas. Ahora conocía algunos detalles e ignoraba muchos otros. Por ejemplo, si había hecho el amor con muchas mujeres. Y en qué le parecía yo diferente, si lo era, de todas las demás. Era una absurda teoría mía que las mujeres a las que han llegado mis ex amantes después de mí son mujeres perfectamente razonables. Mujeres dulces y generosas, buenas por naturaleza, que les han dado hijos a los que son incapaces de pegar, mujeres equilibradas que no montan números ni rompen puertas. Por qué mis amantes han pasado de mí a esas mujeres nunca lo he entendido, prefiero pensar que se conforman con una mujer más convencional, aunque no estoy segura. Cuando veía a la mujer de mi último amante, con sus dos hijos, en el parque cercano a mi casa, me venían a al cabeza las discusiones, las peleas, el aborto, los portazos y arañazos, los gritos descontrolados, que causaron daños colaterales, daños permanentes.
Con él aún no había pasado nada. Tampoco conocía a sus anteriores amantes. ¿Desde qué tipo de mujer se podía llegar a mí?
Me volví para mirarle. Su cara cerca de la mía, su barba oscura, la piel tersa de su frente convirtiéndose en un cráneo esquilado, como una bola de cristal llena de acontecimientos futuros, felices.
El día anterior, al llegar a la habitación, él me había tumbado sobre la cama y me había desnudado. No le dije nada y le dejé hacer, por miedo a molestarle o a que pensara que no me apetecía, porque sí me apetecía, aunque hubiera preferido deshacer la maleta, curiosear la habitación, antes. Me sigue sorprendiendo la forma súbita que tiene concentrarse en mí. Y aún así no resulta brusco sino todo lo contrario. La primera vez que hicimos el amor fue tan tierno que me emocioné, aunque hacía mucho que estaba sola y pudo ser por eso. No me hizo sentirme ridícula por llorar.
Era profesor. Lo había conocido en un bar donde se reúne la gente para hablar en francés. Por eso habíamos decidido venir aquí. Daba clases en un instituto. Francés, latín. Era más joven que yo, no demasiado pero lo suficiente para que me molestara. Le gustaba leer biografías y ensayos aburridísimos, vestía de manera despreocupada aunque sin llegar a ser desaliñado, fumaba, vivía solo, seguro que a veces no le apetecía ducharse o prepararse una comida saludable. Yo me preguntaba si su timidez de algunos momentos manifestaba cierta vulnerabilidad. Estaba enamorada de él.
Volví a mirar hacia la ventana, deseando que el pájaro no hubiera volado. Ahora se movía, picando algo o simplemente buscando equilibrio.
Él alargó un brazo y lo pasó por mi cintura. Su mano sobre mi cuerpo, una mano morena, una mano de dedos delicados pero fuertes, que aún olerían a mí. No quería que nos despertásemos, quería seguir observando el pájaro, pensando en silencio, sintiendo el lejano murmullo del tráfico ahí abajo, pero él se movía ya, apretándose contra mí, respirando sobre mi nuca.
- Mira, hay un pájaro ahí...
Cuando señalé a la ventana, el pájaro ya no estaba.

martes, 8 de marzo de 2016

El coche de mi padre

Tenía que llegar el momento, tarde o temprano, en el que tuviera que desprenderme del coche de mi padre.
Le fallan los circuitos de refrigeración. Hay que cambiar las ruedas. Los frenos tampoco están bien. En la lista que me presentó mi marido hace unos días había otros problemas que no pude retener. Pero no sonaban nada bien, en cualquier caso.
Ocupa un espacio extraño el coche de mi padre, con su matrícula bisbiseante, mudó de hábitat como un pájaro extraviado en el camino al sur.
Es un coche gris plateado del año 2000. Ya ha tenido una vida útil. Hace mucho que no recuerdo a mi padre conduciéndolo, aunque lo condujo durante años y en él me llevó como hija a muchos lugares, a vacaciones con el resto de la familia, a mí sola a algún sitio en el que había quedado con el entonces novio u otra cita lejos de nuestra casa. Cuando le pedía el favor de llevarme él se quejaba, aunque siempre acababa accediendo.
Pero ya sólo me puedo recordar a mí conduciéndolo. Rascando la escarcha las madrugadas de hielo. El olor de mi perro y los orines y vómitos ocasionales de mi hija han quedado impregnados en su tapicería.
Ya no huele a tabaco. En el cenicero, donde en su día ardieron las cenizas de sus cigarros, sólo hay facturas de gasolina y tickets de la zona azul.
Todavía hay arañazos que no sé dónde se produjeron. Yo he sumado algún otro, aunque no demasiados.
No merece la pena arreglarlo. Es un coche viejo. Podremos vivir sin él. Nos apañaremos. Tendré que coger más veces el autobús. O ir andando o en bici. Perderemos alguna comodidad y algo de tiempo. Pero nos acabaremos acostumbrando.
Cuando conduzco, escuchando la radio CD que añadí una vez que mi padre enfermó y el coche pasó a mis manos, acaricio el cuero del volante, que ya tiene mis huellas sobrepuestas a las suyas, tal y como en mi cuerpo sigue él existiendo, su adeene enhebrado en mis células. Lo acaricio y creía que no me iba a dar pena llevarlo al desguace. Lo llevará mi marido, yo no me ocupo de esas cosas.
Luego lo desmontarán, lo achatarrarán, desaparecerá y todos tendremos que seguir nuestra vida en su ausencia.

domingo, 21 de febrero de 2016

Desorientados

Mientras trabajo por las mañanas dejo mi coche en un parking cerca de mi oficina. Tengo un bono mensual. Dejo el coche muy temprano, cuando los espacios están casi vacíos. Sólo al final de mi jornada me cruzo con los que usan las plazas por fracciones. Como yo tengo una tarjeta electrónica con mi nombre, cuando salgo del ascensor enfilo directamente hacia mi coche. Cada cierto tiempo, alguien me sigue. Me ha visto apretar el botón correcto, torcer por el pasillo sin dudar. Ve en mis pasos la decisión de quien sabe a donde se dirige. Pero ellos tienen que validar el tiket. Yo aparco mi coche en el extremo opuesto a las cajas. Sé que se equivocan pero nunca me he decidido a corregirles. Veo cómo caminan tras de mí, a una distancia prudencial, y cómo se sorprenden al escuchar el pitido de apertura de mi coche. Yo me meto casi como si me fueran a robar. Cuando arranco y enfilo la salida esas personas siguen ahí, de pie, mirándome asombrados, defraudados. Alguno hace un ademán interrogante. Les veo por el retrovisor volviéndose, buscando alguna señal, un cartel que les oriente. Su indefensión e incompetencia me avergüenza, me irrita. Me gustaría bajar la ventanilla y gritarles, como si me hubieran mostrado sin pudor una parte deshonrosa de sí mismos, como si fueran personas indignas. Conduzco delante de ellos sin informarles, sin ayudarles, habiendo desaprovechado la oportunidad de ser amable, odiándoles a ellos y a mí misma.

viernes, 8 de enero de 2016

Avistamiento de aves


Habían decidido en el último momento aprovechar los días festivos. El destino, un parque natural en la desembocadura de un gran río, parecía adecuado, templado, tranquilo. Podrían hacer actividades al aire libre. Aunque no era un lugar que ella hubiera elegido.
Salieron tarde y se hizo de noche mucho antes de poder llegar. Así que hicieron un alto en el camino. Desde la ventana del hostal, unas pocas habitaciones encima de un bar casi de carretera, se veía la chimenea de la central nuclear. Eso le contó él. Ella no quiso asomarse, se recogió como un gusano en la cama. Me gusta, dijo él. Cómo va a gustarle, pensaba ella. Pero él le habló durante un tiempo demasiado largo sobre la fascinación que ejercía sobre sus sentidos. Incluso le sacó una foto. A ella no le parecía algo mágico ni fotografiable, sino algo maligno, caliente, de una catastrofidad expectante. Como una proliferación de células buscando la metástasis.
Dedicaron la auténtica primera mañana de vacaciones a buscar un lugar para alojarse, lo que en sí ella consideró un despilfarro de tiempo.
Comieron algo ligero en la terraza de una cafetería donde también alquilaban bicicletas. Él había cargado en la mochila sus prismáticos. El ambiente era fresco pero agradable, aunque se notaba que había llovido y todo estaba cubierto por una capa de humedad que daba al paisaje una densidad gris y gelatinosa. Las bicicletas estaban oxidadas y los frenos no funcionaban correctamente, el sillín se le clavaba entre las piernas. Se había caído nada más montarse, una caída ridícula enredada en sus propias piernas, un hombre corrió a ayudarla, era mayor que ella pero aún así le atendió con la amabilidad reservada a la senilidad o a la incapacidad. Se sacudió el barro y le dirigió una mirada oscura. Su marido se dirigía ya al camino.
Se pararon en todos los miradores. Unos eran de cemento, feos y planos, de escaleras bastas y resbaladizas. Otros de madera, un poco mejores. En general declinaba el ofrecimiento de los prismáticos. En una de las ocasiones un ave inició el vuelo muy cerca de ellos, a ras del agua, dejando un rastro en la superficie como una línea recta. Pensó en qué sería lo que iba marcando el agua, si una pata o alguna pluma aún sumergida o simplemente su propio impulso.
Recordaba los nombres y algunas características de los pájaros sobre los que él le había aleccionado, pero tan vagamente que era incapaz de distinguirlos. Se limitó a absorber toda la humedad del paisaje, la pátina brillante que les envolvía junto con los escasos paseantes, bajo la sensación entre cómoda y angustiosa de escafandra del cielo gris. Sudaba y se enfríaba alternativamente. Agradecía poder observar en relativo silencio los canales que iban apareciendo, la vegetación, las barracas. Estaban lejos de la desembocadura.
Cenaron un arroz negro en uno de los restaurantes que cuajaban la calle principal del pueblo. Era un pueblo antiestético, de casas disformes, muchas de ellas cerradas en esa época del año. Ella salía a fumar de vez en cuando y escuchaba la conversación de los que también habían salido, era de noche hacía mucho y a lo lejos se veía la línea de costa al otro lado de la bahía, mucho más iluminada, parpadeando en morse mensajes de esperanza.
Se abrazó a su marido en la cama demasiado estrecha y no quiso moverse aunque acabaron besándose y tocándose en un apareamiento un poco forzado. Después ella se quedó tumbada boca arriba escuchándole respirar, dormido, otra vez sin querer moverse, no demasiado cansada, habituándose a los sonidos de una habitación extraña.
Al día siguiente, el último, tomaron una excursión en barco. Por fin pudo ver las aguas enormes abriéndose en el mar, aunque no se podía distinguir cuando una cosa dejaba de ser lo que había sido para convertirse en otra. Ya no estaba tan nublado y el aire parecía más frío, les azotaba la cara, le despeinaba, él hizo muchas fotografías, ella se limitó a sentarse y escuchar al guía, un hombre obeso pero joven, con una larga trenza que le daba aspecto de pescador de otras aguas. Los cormoranes, negros como cuervos desubicados, se secaban al sol.
El día que se marcharon amaneció espléndido. Un cielo azul vibrante sobre sus cabezas recortaba unas montañas que no habían visto hasta entonces, ocultas en la niebla. Parecían tan cercanas que podrían haberse acercado a ellas para dar un paseo, aunque se levantaban a cientos de kilómetros. Abandonaron el parque natural por una carretera llena de curvas, y en una de las travesías que cruzaron pasaron junto a lo que parecía un autoestopista y resultó ser un demente que andaba por el arcén completamente desnudo. Se sonrieron sin saber decidir si era motivo de risa o una inquietante señal.