martes, 28 de octubre de 2014

El peor amante del mundo


Mi amante me recogía en su coche a la salida del trabajo. Tenía los ojos pequeños y negros como canicas. Con esos ojos me recordaba a una hiena. Era alto, más bien largo, de hombros escurridos y labios casi inexistentes. Cuando besaba su lengua parecía una tuerca enroscándose a la fuerza.

No fui diligente al elegir a mi amante. Realmente no lo he sido para muchas cosas en mi vida, para esta tampoco lo fui. Puede que simplemente él me eligiera a mí y yo me dejara llevar. Nunca había tenido un amante y no creo que vuelva a tenerlo. Por eso me fastidia más mi falta de diligencia.

Él tenía diez años más que yo, que por entonces no llegaba a los treinta. Ahora que ha pasado el tiempo puede que haya llegado a comprender algunas cosas de él, de cómo se relacionaba conmigo, de lo que me contaba.

Nos veíamos con frecuencia pactada. En algún lugar seguro, discreto. Recuerdo que una vez mi amante, después de recogerme puntual como siempre, condujo hasta el final de una calle oscura, en un polígono, y un poco nervioso me pidió que se la chupara. Casi me lo rogó. Sabía cuál era nuestro trato. Creo que trataba de forzarlo, tentar los límites, como los niños. Eso fue al principio.

No sé si él tenía otras amantes, no supe con certeza si yo era la única. Por un lado me parece improbable, dado su gusto por las mujeres. Pero luego me vienen los recuerdos de muchos encuentros fallidos y no veo cómo podía tener a más, complacer a más, no sólo por la escasez de momentos propicios, sino por su propia impericia. Cuando fallaba se tumbaba con un gruñido, tras susurrarme alguna excusa al oído, como si eso fuera a cambiar las cosas. Otra vez como un niño pequeño. No sé si habrá solucionado sus problemas. Cuando fallaba, yo le ofrecía un cigarro y abría el minibar. Me sentía irritada. Defraudada. Como si el ridículo fuera algo que se contagiara, que se extendiera como una mancha a quien estuviera cerca. Le reprochaba en silencio su avaricia. ¿Cómo se podía exponer a esto? Su mujer sería más comprensiva.

Puede parecer extraño, pero casi siempre hablaba de su mujer. Tenían dos hijas pequeñas. Yo procuraba pensar en otras cosas mientras un sabor agrio me iba subiendo por la garganta y anulaba por completo mi presencia sexual. Tenía que taparme, ir al baño, hacer cualquier cosa que quitara de en medio mi cuerpo desnudo, inapropiado, traicionado por la trivialidad. A veces yo también hablaba. De nadie en concreto. Nunca mencionaba a mi marido. Comía los cacahuetes y bebía ginebra. Y él volvía a hablar y me miraba con esos ojos de canica, girando, chocando con un chasquido seco.

Ahora suelo pasar por la calle donde está el hotel que frecuentábamos. Miro hacia las ventanas, que no se podían abrir más que una rendija. No he olvidado aún el estampado de la colcha. Algunas veces no llegábamos a abrirla. Mi amante me tumbaba sobre ella y me lo hacía rápido, muy excitado, escarbando en mi sujetador, toda su energía infiel acumulada en sus labios de navaja. A mí también me excitaba, llegaba al orgasmo con facilidad, un orgasmo individual, lacerante. La calle tiene mucho tráfico, no hay árboles.

Un día simplemente le dije que ya no nos encontraríamos más. No me costó. Fue una resolución natural, fisiológica. Él se resistió un poco. Me sorprendieron algunas de sus palabras, creo que hasta llegó a decir que me amaba. Me vino a buscar un par de días más al trabajo y lo dejó estar. No hubo una tercera vez que tuviera que pasar de largo, su cara estrecha y decepcionada tras el cristal.





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