Mi amante me recogía en
su coche a la salida del trabajo. Tenía los ojos pequeños y negros
como canicas. Con esos ojos me recordaba a una hiena. Era
alto, más bien largo, de hombros escurridos y labios casi
inexistentes. Cuando besaba su lengua parecía una tuerca
enroscándose a la fuerza.
No fui diligente al
elegir a mi amante. Realmente no lo he sido para muchas cosas en mi
vida, para esta tampoco lo fui. Puede que simplemente él me eligiera
a mí y yo me dejara llevar. Nunca había tenido un amante y no creo
que vuelva a tenerlo. Por eso me fastidia más mi falta de
diligencia.
Él tenía diez años más
que yo, que por entonces no llegaba a los treinta. Ahora que ha
pasado el tiempo puede que haya llegado a comprender algunas cosas de
él, de cómo se relacionaba conmigo, de lo que me contaba.
Nos veíamos con
frecuencia pactada. En algún lugar seguro, discreto. Recuerdo que
una vez mi amante, después de recogerme puntual como siempre,
condujo hasta el final de una calle oscura, en un polígono, y un
poco nervioso me pidió que se la chupara. Casi me lo rogó. Sabía
cuál era nuestro trato. Creo que trataba de forzarlo, tentar los
límites, como los niños. Eso fue al principio.
No sé si él tenía
otras amantes, no supe con certeza si yo era la única. Por un lado
me parece improbable, dado su gusto por las mujeres. Pero luego me
vienen los recuerdos de muchos encuentros fallidos y no veo cómo
podía tener a más, complacer a más, no sólo por la escasez de
momentos propicios, sino por su propia impericia. Cuando fallaba se
tumbaba con un gruñido, tras susurrarme alguna excusa al oído, como
si eso fuera a cambiar las cosas. Otra vez como un niño pequeño. No
sé si habrá solucionado sus problemas. Cuando fallaba, yo le
ofrecía un cigarro y abría el minibar. Me sentía irritada.
Defraudada. Como si el ridículo fuera algo que se contagiara, que se
extendiera como una mancha a quien estuviera cerca. Le reprochaba en
silencio su avaricia. ¿Cómo se podía exponer a esto? Su mujer
sería más comprensiva.
Puede parecer extraño,
pero casi siempre hablaba de su mujer. Tenían dos hijas pequeñas.
Yo procuraba pensar en otras cosas mientras un sabor agrio me iba
subiendo por la garganta y anulaba por completo mi presencia sexual.
Tenía que taparme, ir al baño, hacer cualquier cosa que quitara de
en medio mi cuerpo desnudo, inapropiado, traicionado por la trivialidad. A veces yo también hablaba. De nadie en
concreto. Nunca mencionaba a mi marido. Comía los cacahuetes y bebía
ginebra. Y él volvía a hablar y me miraba con esos ojos de canica,
girando, chocando con un chasquido seco.
Ahora suelo pasar por la
calle donde está el hotel que frecuentábamos. Miro hacia las
ventanas, que no se podían abrir más que una rendija.
No he olvidado aún el estampado de la colcha. Algunas veces no llegábamos
a abrirla. Mi amante me tumbaba sobre ella y me lo hacía rápido, muy excitado,
escarbando en mi sujetador, toda su energía infiel acumulada en sus
labios de navaja. A mí también me excitaba, llegaba al orgasmo con
facilidad, un orgasmo individual, lacerante. La calle tiene mucho
tráfico, no hay árboles.
Un día simplemente le
dije que ya no nos encontraríamos más. No me costó. Fue una
resolución natural, fisiológica. Él se resistió un poco. Me
sorprendieron algunas de sus palabras, creo que hasta llegó a decir que me
amaba. Me vino a buscar un par de días más al trabajo y lo dejó
estar. No hubo una tercera vez que tuviera que pasar de largo, su
cara estrecha y decepcionada tras el cristal.
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