jueves, 30 de agosto de 2018

Animales



Para Cristina, con amor animal

Como animales
Abandonados
Animales con patas
Delgadas, astillas conectadas al núcleo caliente
Del cuerpo desabrido
Medio muerto
  
Como animales
En estampida
Vistos desde un globo aerostático
En el que un pintor hiperrealista se esfuerza por contener el equilibrio
Y la emoción de la vista que
le pega como una coz

Como bandadas de estorninos
Negros
Petróleo de árboles con eco de mareas
Sus heces manchando mi boca que les mira
Embelesada sin ser capaz de cerrarse
Ni articular palabra

Como animales enjaulados
Cubiertos de plumas y excrementos
Como animales estabulados
Como animales colgados de hierros en mataderos

Como animales perdidos en autopistas
que sortean a la muerte desde sus flancos acostillados
hasta que los pitidos de un camión
despiertan su sed de campo abierto
o le destripan

Como animales de zoológico
Como animales en criaderos
Como animales encadenados
Como animales descuartizados
Como animales que pastan
Y duermen de pie bajo la tormenta
Y levantan la cola y muerden las manos que les dan de comer
Y nacen sobre la paja
Y son capaces de andar
A los pocos instantes

lunes, 20 de agosto de 2018

Conversaciones en el autobús



Uno.
Qué poca discreción. Un señor habla de que próximamente se va a jubilar y tiene que destruir sus documentos del ordenador, que al no ser propiedad suya, no puede llevarse de la oficina. Utiliza esa palabra, “destruir”. ¿Quién quisiera destruir? ¿Y por qué? Se me vienen a la mente ilegalidades, delitos, pornografía. Cuentas en B.
Puede que sea médico porque empieza a hablar mal de un directivo del Departamento de Estomatología. No aparece en los seminarios. Así que también puede ser profesor.
Deja escapar nombres como Massachusetts, Clínica Mayo, Virginia. “Mi hija estudia finanzas en Columbia.” Hace calor y me empujan contra la puerta. Los cuentos de Dixon quedan apretados contra mi pecho, y no puedo seguir con la historia de Mac enamorado, que tiene mucho que ver con este autobús, un hombre gritando a una ventana, a la mujer que supuestamente ama y ya no le corresponde.
Oigo otra voz cerca, la conversación en torno un jabón que no deja restos. Qué difícil es escuchar en días como hoy. Menos al médico indiscreto. El médico había estado hablando con un señor muy alto. ¿Será médico él también, o profesor? Los dos me suenan levemente. Hace tiempo que no tomo este autobús porque es el que lleva a mi antiguo barrio. Bajan en la siguiente parada. A mí aún me quedan dos.

Dos.
Dos chicas se encuentran y mi asiento está en medio de ellas, así que hablan a través de mi espacio vital. Yo permanezco leyendo a Quignard, que es un escritor difícil. Hablan de un señor que se ha desmayado. Deduzco que son estudiantes en prácticas del sector sanitario. Me decido por algo inferior a médico. Prejuicio. Vestimenta. Hablan de forma dulce. Se pasan galletas. También hablan sin discreción. El hombre que se ha desmayado era el acompañante de una enferma. Le dolía el pecho y se ha desplomado. Se ha golpeado contra el suelo, o contra una mesa, y se ha puesto a sangrar. Luego a convulsionar. La otra responde, “vaya día”. No hay consideraciones personales. No hay compasión. Siguen hablando de un examen. Hablan con términos médicos. Algunos me parecen inexactos, dicen traqueostomía, pero seguramente soy yo la que se equivoca y está bien dicho así. Recuerdo al médico del otro día, a punto de jubilarse, si no se ha jubilado ya, y ahora estas dos chicas. Treinta años los separan. O incluso más. Deseo que nunca me tengan que atender en un hospital, ninguno de ellos. Deseo que aprendan a ser más discretos. Y compasivos. Y que tengan en cuenta a la gente que estamos escuchando, a su alrededor, intentando leer. Me atasco en una frase de Quignard, página 42, “Del mismo modo que Orfeo…”

lunes, 13 de agosto de 2018

La ventana



El primer hombre del que me enamoré locamente tenía trece años. No podía llamarse hombre aún, supongo. Yo también tenía trece años. Tenía que recorrer tres plazas, dos largas calles, una cuesta, unas escaleras, un cruce de semáforos, un parque y allí, al fondo de una cancha donde jugábamos al fútbol, tras un pequeño descampado, estaba el edificio donde vivía. Yo me apostaba en la parte de atrás, donde había localizado su ventana. Estaba iluminada y pasaban sombras y yo quería creer que le reconocía, reconocía su silueta recortada contra el fluorescente de la cocina, tan fielmente quería creer como ahora puedo todavía recordar su cara, su nariz porcina, sus mofletes rosas, su pelo pajizo, no era nada del otro mundo, un muchacho regordete de trece años al que posiblemente sobrepasaba en altura e imaginación, pero me apostaba frente a su ventana, allá arriba en el tercero, bajo el cielo estrellado de verano, en la otra punta del barrio, a una gran caminata de mi casa, y suspiraba por su amor.
Fue mi primera pasión y mi primer beso. Deduzco de esto que antes, al principio, no me gustaban los guapos. Porque ese chico no tenía otra cualidad más allá de inspirar mi amor.
Y ahora, cada vez me gustan más los guapos. Conforme apilo décadas sobre esos inocentes trece años, conforme vislumbro las ventanas iluminadas en la noche solo por casualidad, al otro lado de la mía.

sábado, 11 de agosto de 2018

Poesía

Me pregunto si la poesía es siempre triste,
O profunda,
O lacerante
Como un tenedor de trinchar
Me lo pregunto mientras me imprimo la ley de subvenciones
Mientras leo a Olds, a Carson, a Louise Gluck, a Blanca Varela
Preocupándome por mis amigos que están viajando por Italia y les suceden cosas y además de ver los monumentos y beber granizados y sacar fotos maravillosas, se chocan, pierden trenes, asisten a suicidios, permanecen insomnes
Así que supongo que hay una parte de tragedia en todas las cosas, tal vez sobre todo en los poemas
Y sobre todo en el amor
Pero el mismo nivel de dureza y de intensidad
Mide el placer
Que fluye intenso de estas palabras, de mi corazón apasionado.