lunes, 20 de agosto de 2018

Conversaciones en el autobús



Uno.
Qué poca discreción. Un señor habla de que próximamente se va a jubilar y tiene que destruir sus documentos del ordenador, que al no ser propiedad suya, no puede llevarse de la oficina. Utiliza esa palabra, “destruir”. ¿Quién quisiera destruir? ¿Y por qué? Se me vienen a la mente ilegalidades, delitos, pornografía. Cuentas en B.
Puede que sea médico porque empieza a hablar mal de un directivo del Departamento de Estomatología. No aparece en los seminarios. Así que también puede ser profesor.
Deja escapar nombres como Massachusetts, Clínica Mayo, Virginia. “Mi hija estudia finanzas en Columbia.” Hace calor y me empujan contra la puerta. Los cuentos de Dixon quedan apretados contra mi pecho, y no puedo seguir con la historia de Mac enamorado, que tiene mucho que ver con este autobús, un hombre gritando a una ventana, a la mujer que supuestamente ama y ya no le corresponde.
Oigo otra voz cerca, la conversación en torno un jabón que no deja restos. Qué difícil es escuchar en días como hoy. Menos al médico indiscreto. El médico había estado hablando con un señor muy alto. ¿Será médico él también, o profesor? Los dos me suenan levemente. Hace tiempo que no tomo este autobús porque es el que lleva a mi antiguo barrio. Bajan en la siguiente parada. A mí aún me quedan dos.

Dos.
Dos chicas se encuentran y mi asiento está en medio de ellas, así que hablan a través de mi espacio vital. Yo permanezco leyendo a Quignard, que es un escritor difícil. Hablan de un señor que se ha desmayado. Deduzco que son estudiantes en prácticas del sector sanitario. Me decido por algo inferior a médico. Prejuicio. Vestimenta. Hablan de forma dulce. Se pasan galletas. También hablan sin discreción. El hombre que se ha desmayado era el acompañante de una enferma. Le dolía el pecho y se ha desplomado. Se ha golpeado contra el suelo, o contra una mesa, y se ha puesto a sangrar. Luego a convulsionar. La otra responde, “vaya día”. No hay consideraciones personales. No hay compasión. Siguen hablando de un examen. Hablan con términos médicos. Algunos me parecen inexactos, dicen traqueostomía, pero seguramente soy yo la que se equivoca y está bien dicho así. Recuerdo al médico del otro día, a punto de jubilarse, si no se ha jubilado ya, y ahora estas dos chicas. Treinta años los separan. O incluso más. Deseo que nunca me tengan que atender en un hospital, ninguno de ellos. Deseo que aprendan a ser más discretos. Y compasivos. Y que tengan en cuenta a la gente que estamos escuchando, a su alrededor, intentando leer. Me atasco en una frase de Quignard, página 42, “Del mismo modo que Orfeo…”

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