El primer
hombre del que me enamoré locamente tenía trece años. No podía llamarse hombre
aún, supongo. Yo también tenía trece años. Tenía que recorrer tres plazas, dos
largas calles, una cuesta, unas escaleras, un cruce de semáforos, un parque y
allí, al fondo de una cancha donde jugábamos al fútbol, tras un pequeño
descampado, estaba el edificio donde vivía. Yo me apostaba en la parte de
atrás, donde había localizado su ventana. Estaba iluminada y pasaban sombras y
yo quería creer que le reconocía, reconocía su silueta recortada contra el
fluorescente de la cocina, tan fielmente quería creer como ahora puedo todavía
recordar su cara, su nariz porcina, sus mofletes rosas, su pelo pajizo, no era
nada del otro mundo, un muchacho regordete de trece años al que posiblemente
sobrepasaba en altura e imaginación, pero me apostaba frente a su ventana, allá
arriba en el tercero, bajo el cielo estrellado de verano, en la otra punta del
barrio, a una gran caminata de mi casa, y suspiraba por su amor.
Fue mi primera
pasión y mi primer beso. Deduzco de esto que antes, al principio, no me
gustaban los guapos. Porque ese chico no tenía otra cualidad más allá de inspirar
mi amor.
Y ahora, cada
vez me gustan más los guapos. Conforme apilo décadas sobre esos inocentes trece
años, conforme vislumbro las ventanas iluminadas en la noche solo por
casualidad, al otro lado de la mía.
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