lunes, 13 de agosto de 2018

La ventana



El primer hombre del que me enamoré locamente tenía trece años. No podía llamarse hombre aún, supongo. Yo también tenía trece años. Tenía que recorrer tres plazas, dos largas calles, una cuesta, unas escaleras, un cruce de semáforos, un parque y allí, al fondo de una cancha donde jugábamos al fútbol, tras un pequeño descampado, estaba el edificio donde vivía. Yo me apostaba en la parte de atrás, donde había localizado su ventana. Estaba iluminada y pasaban sombras y yo quería creer que le reconocía, reconocía su silueta recortada contra el fluorescente de la cocina, tan fielmente quería creer como ahora puedo todavía recordar su cara, su nariz porcina, sus mofletes rosas, su pelo pajizo, no era nada del otro mundo, un muchacho regordete de trece años al que posiblemente sobrepasaba en altura e imaginación, pero me apostaba frente a su ventana, allá arriba en el tercero, bajo el cielo estrellado de verano, en la otra punta del barrio, a una gran caminata de mi casa, y suspiraba por su amor.
Fue mi primera pasión y mi primer beso. Deduzco de esto que antes, al principio, no me gustaban los guapos. Porque ese chico no tenía otra cualidad más allá de inspirar mi amor.
Y ahora, cada vez me gustan más los guapos. Conforme apilo décadas sobre esos inocentes trece años, conforme vislumbro las ventanas iluminadas en la noche solo por casualidad, al otro lado de la mía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario