Escuchaba el piar de los
pájaros, angustiados por algo indeterminado o sólo hambrientos. El
nido debía de estar en la rejilla sobre su plaza de garaje. No dijo
nada, pero él acabó por averiguarlo.
- Se están cagando en el
coche, habrá que dar parte.
Ella supo inmediatamente
que los retirarían sin miramientos.
Esa noche bajó en bata
las escaleras, sintió frío porque olvidó ponerse las zapatillas.
Le asombró que no estuviera oscuro del todo, que las luces de
emergencia bastasen para orientarse. Al principio dudó y tuvo miedo.
Se oían rumores de pasos o de maquinaria lejana, algún crujido, una
tos. No parecían los ruidos de una casa, era como estar en un
bosque. No había nadie. En el despertador dejó las dos y veintidós.
Había calculado que el nido estaría en el cuarto de los contadores.
No quiso encender la luz, entró despacio. Se enganchó el cinturón
de la bata con algo y ya no escuchaba sus pasos sino el propio
interior de su cuerpo latiendo, jadeando. Allí estaba el nido. Al
agacharse sintió un rebullir de alas. Cogió el bulto liviano y
áspero y salió a la calle. Bajo la farola contempló al polluelo.
No había más, uno solo. Tenía una piel casi transparente, de color
malva, y un pico oscuro y retorcido. Era muy feo y pareció calmarse
cuando lo metió bajo la bata.
Le despertó la ducha. Se
hizo la dormida mientras Miguel se vestía, temiéndose que de pronto
le preguntase dónde había ido por la noche, a hurtadillas y
descalza. Cuando oyó cerrarse la puerta de la calle corrió al cesto
de la ropa sucia. Puso el nido sobre la mesa de la cocina. Parecía
dormido. Lo sostuvo en la palma, la cerró hasta que el tibio cuerpo
ofreció resistencia, mínima. Su madre habría vuelto ya a darle de
comer. Bajó rápidamente, todavía en pijama. Con la luz podía
verse el garaje allí abajo. Había alguna pluma.
Esperó un día.
Merodeaba cerca para ver si regresaban. Se dio cuenta de que no iban
a volver. De alguna forma lo habían sabido. Buscarían otro sitio.
Pondrían otro huevo en un nuevo nido. Este ya no les valía.
- Han vuelto los pájaros.
Los ojos de ella se
redondearon en una angustia definitiva.
- Pero, ¿por qué?
- ¿Por qué? Escucha. Se
oyen. Pronto empezarán a cagarse de nuevo... ¿Darás tú el parte?
No llegó a
responder, asintió, un gesto.
Pensó
en su maleta en el trastero, vacía, llena de aire. Pensó en la
carne envasada al vacío que guardaban en la nevera. Dejó de pensar
y corrió adelantándose a Miguel, taponando el vómito con la mano.
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