viernes, 8 de enero de 2016

Avistamiento de aves


Habían decidido en el último momento aprovechar los días festivos. El destino, un parque natural en la desembocadura de un gran río, parecía adecuado, templado, tranquilo. Podrían hacer actividades al aire libre. Aunque no era un lugar que ella hubiera elegido.
Salieron tarde y se hizo de noche mucho antes de poder llegar. Así que hicieron un alto en el camino. Desde la ventana del hostal, unas pocas habitaciones encima de un bar casi de carretera, se veía la chimenea de la central nuclear. Eso le contó él. Ella no quiso asomarse, se recogió como un gusano en la cama. Me gusta, dijo él. Cómo va a gustarle, pensaba ella. Pero él le habló durante un tiempo demasiado largo sobre la fascinación que ejercía sobre sus sentidos. Incluso le sacó una foto. A ella no le parecía algo mágico ni fotografiable, sino algo maligno, caliente, de una catastrofidad expectante. Como una proliferación de células buscando la metástasis.
Dedicaron la auténtica primera mañana de vacaciones a buscar un lugar para alojarse, lo que en sí ella consideró un despilfarro de tiempo.
Comieron algo ligero en la terraza de una cafetería donde también alquilaban bicicletas. Él había cargado en la mochila sus prismáticos. El ambiente era fresco pero agradable, aunque se notaba que había llovido y todo estaba cubierto por una capa de humedad que daba al paisaje una densidad gris y gelatinosa. Las bicicletas estaban oxidadas y los frenos no funcionaban correctamente, el sillín se le clavaba entre las piernas. Se había caído nada más montarse, una caída ridícula enredada en sus propias piernas, un hombre corrió a ayudarla, era mayor que ella pero aún así le atendió con la amabilidad reservada a la senilidad o a la incapacidad. Se sacudió el barro y le dirigió una mirada oscura. Su marido se dirigía ya al camino.
Se pararon en todos los miradores. Unos eran de cemento, feos y planos, de escaleras bastas y resbaladizas. Otros de madera, un poco mejores. En general declinaba el ofrecimiento de los prismáticos. En una de las ocasiones un ave inició el vuelo muy cerca de ellos, a ras del agua, dejando un rastro en la superficie como una línea recta. Pensó en qué sería lo que iba marcando el agua, si una pata o alguna pluma aún sumergida o simplemente su propio impulso.
Recordaba los nombres y algunas características de los pájaros sobre los que él le había aleccionado, pero tan vagamente que era incapaz de distinguirlos. Se limitó a absorber toda la humedad del paisaje, la pátina brillante que les envolvía junto con los escasos paseantes, bajo la sensación entre cómoda y angustiosa de escafandra del cielo gris. Sudaba y se enfríaba alternativamente. Agradecía poder observar en relativo silencio los canales que iban apareciendo, la vegetación, las barracas. Estaban lejos de la desembocadura.
Cenaron un arroz negro en uno de los restaurantes que cuajaban la calle principal del pueblo. Era un pueblo antiestético, de casas disformes, muchas de ellas cerradas en esa época del año. Ella salía a fumar de vez en cuando y escuchaba la conversación de los que también habían salido, era de noche hacía mucho y a lo lejos se veía la línea de costa al otro lado de la bahía, mucho más iluminada, parpadeando en morse mensajes de esperanza.
Se abrazó a su marido en la cama demasiado estrecha y no quiso moverse aunque acabaron besándose y tocándose en un apareamiento un poco forzado. Después ella se quedó tumbada boca arriba escuchándole respirar, dormido, otra vez sin querer moverse, no demasiado cansada, habituándose a los sonidos de una habitación extraña.
Al día siguiente, el último, tomaron una excursión en barco. Por fin pudo ver las aguas enormes abriéndose en el mar, aunque no se podía distinguir cuando una cosa dejaba de ser lo que había sido para convertirse en otra. Ya no estaba tan nublado y el aire parecía más frío, les azotaba la cara, le despeinaba, él hizo muchas fotografías, ella se limitó a sentarse y escuchar al guía, un hombre obeso pero joven, con una larga trenza que le daba aspecto de pescador de otras aguas. Los cormoranes, negros como cuervos desubicados, se secaban al sol.
El día que se marcharon amaneció espléndido. Un cielo azul vibrante sobre sus cabezas recortaba unas montañas que no habían visto hasta entonces, ocultas en la niebla. Parecían tan cercanas que podrían haberse acercado a ellas para dar un paseo, aunque se levantaban a cientos de kilómetros. Abandonaron el parque natural por una carretera llena de curvas, y en una de las travesías que cruzaron pasaron junto a lo que parecía un autoestopista y resultó ser un demente que andaba por el arcén completamente desnudo. Se sonrieron sin saber decidir si era motivo de risa o una inquietante señal.