Habían
decidido en el último momento aprovechar los días festivos. El
destino, un parque natural en la desembocadura de un gran río,
parecía adecuado, templado, tranquilo. Podrían hacer actividades al
aire libre. Aunque no era un lugar que ella hubiera elegido.
Salieron
tarde y se hizo de noche mucho antes de poder llegar. Así que
hicieron un alto en el camino. Desde la ventana del hostal, unas
pocas habitaciones encima de un bar casi de carretera, se veía la
chimenea de la central nuclear. Eso le contó él. Ella no quiso
asomarse, se recogió como un gusano en la cama. Me gusta, dijo él.
Cómo va a gustarle, pensaba ella. Pero él le habló durante un
tiempo demasiado largo sobre la fascinación que ejercía sobre sus
sentidos. Incluso le sacó una foto. A ella no le parecía algo
mágico ni fotografiable, sino algo maligno, caliente, de una
catastrofidad expectante. Como una proliferación de células
buscando la metástasis.
Dedicaron
la auténtica primera mañana de vacaciones a buscar un lugar para
alojarse, lo que en sí ella consideró un despilfarro de tiempo.
Comieron
algo ligero en la terraza de una cafetería donde también alquilaban
bicicletas. Él había cargado en la mochila sus prismáticos. El
ambiente era fresco pero agradable, aunque se notaba que había
llovido y todo estaba cubierto por una capa de humedad que daba al
paisaje una densidad gris y gelatinosa. Las bicicletas estaban
oxidadas y los frenos no funcionaban correctamente, el sillín se le
clavaba entre las piernas. Se había caído nada más montarse, una
caída ridícula enredada en sus propias piernas, un hombre corrió a
ayudarla, era mayor que ella pero aún así le atendió con la
amabilidad reservada a la senilidad o a la incapacidad. Se sacudió
el barro y le dirigió una mirada oscura. Su marido se dirigía ya al
camino.
Se
pararon en todos los miradores. Unos eran de cemento, feos y planos,
de escaleras bastas y resbaladizas. Otros de madera, un poco mejores.
En general declinaba el ofrecimiento de los prismáticos. En una de
las ocasiones un ave inició el vuelo muy cerca de ellos, a ras del
agua, dejando un rastro en la superficie como una línea recta. Pensó
en qué sería lo que iba marcando el agua, si una pata o alguna
pluma aún sumergida o simplemente su propio impulso.
Recordaba
los nombres y algunas características de los pájaros sobre los que
él le había aleccionado, pero tan vagamente que era incapaz de
distinguirlos. Se limitó a absorber toda la humedad del paisaje, la
pátina brillante que les envolvía junto con los escasos paseantes,
bajo la sensación entre cómoda y angustiosa de escafandra del cielo
gris. Sudaba y se enfríaba alternativamente. Agradecía poder
observar en relativo silencio los canales que iban apareciendo, la
vegetación, las barracas. Estaban lejos de la desembocadura.
Cenaron
un arroz negro en uno de los restaurantes que cuajaban la calle
principal del pueblo. Era un pueblo antiestético, de casas
disformes, muchas de ellas cerradas en esa época del año. Ella
salía a fumar de vez en cuando y escuchaba la conversación de los
que también habían salido, era de noche hacía mucho y a lo lejos
se veía la línea de costa al otro lado de la bahía, mucho más
iluminada, parpadeando en morse mensajes de esperanza.
Se
abrazó a su marido en la cama demasiado estrecha y no quiso moverse
aunque acabaron besándose y tocándose en un apareamiento un poco
forzado. Después ella se quedó tumbada boca arriba escuchándole
respirar, dormido, otra vez sin querer moverse, no demasiado cansada,
habituándose a los sonidos de una habitación extraña.
Al
día siguiente, el último, tomaron una excursión en barco. Por fin
pudo ver las aguas enormes abriéndose en el mar, aunque no se podía
distinguir cuando una cosa dejaba de ser lo que había sido para
convertirse en otra. Ya no estaba tan nublado y el aire parecía más
frío, les azotaba la cara, le despeinaba, él hizo muchas
fotografías, ella se limitó a sentarse y escuchar al guía, un
hombre obeso pero joven, con una larga trenza que le daba aspecto de
pescador de otras aguas. Los cormoranes, negros como cuervos
desubicados, se secaban al sol.
El
día que se marcharon amaneció espléndido. Un cielo azul vibrante
sobre sus cabezas recortaba unas montañas que no habían visto hasta
entonces, ocultas en la niebla. Parecían tan cercanas que podrían
haberse acercado a ellas para dar un paseo, aunque se levantaban a
cientos de kilómetros. Abandonaron el parque natural por una
carretera llena de curvas, y en una de las travesías que cruzaron
pasaron junto a lo que parecía un autoestopista y resultó ser un
demente que andaba por el arcén completamente desnudo. Se sonrieron
sin saber decidir si era motivo de risa o una
inquietante señal.