Mientras trabajo por las
mañanas dejo mi coche en un parking cerca de mi oficina. Tengo un
bono mensual. Dejo el coche muy temprano, cuando los espacios están
casi vacíos. Sólo al final de mi jornada me cruzo con los que usan
las plazas por fracciones. Como yo tengo una tarjeta electrónica con
mi nombre, cuando salgo del ascensor enfilo directamente hacia mi
coche. Cada cierto tiempo, alguien me sigue. Me ha visto apretar el
botón correcto, torcer por el pasillo sin dudar. Ve en mis pasos la
decisión de quien sabe a donde se dirige. Pero ellos tienen que
validar el tiket. Yo aparco mi coche en el extremo opuesto a las
cajas. Sé que se equivocan pero nunca me he decidido a corregirles.
Veo cómo caminan tras de mí, a una distancia prudencial, y cómo se
sorprenden al escuchar el pitido de apertura de mi coche. Yo me meto
casi como si me fueran a robar. Cuando arranco y enfilo la salida
esas personas siguen ahí, de pie, mirándome asombrados,
defraudados. Alguno hace un ademán interrogante. Les veo por el
retrovisor volviéndose, buscando alguna señal, un cartel que les
oriente. Su indefensión e incompetencia me avergüenza, me irrita.
Me gustaría bajar la ventanilla y gritarles, como si me hubieran
mostrado sin pudor una parte deshonrosa de sí mismos, como si fueran
personas indignas. Conduzco delante de ellos sin informarles, sin
ayudarles, habiendo desaprovechado la oportunidad de ser amable,
odiándoles a ellos y a mí misma.