Le llamaba el gran Gatsby.
Hacía mucho que me había leído el libro cuando empecé a llamarle así y no
recordaba los detalles de la historia de Fitzgerald, sólo la arrolladora
personalidad de su protagonista. Tras romper con él la volví a leer y me
sorprendió mucho haberlos relacionado.
Fui su novia durante varios
años. Los mejores años de mi vida, la plenitud de mi juventud.
Nos conocimos un verano
haciendo el interrail. Me fijé en sus rasgos no exageradamente bellos pero sí
atractivos, potenciados por su sonrisa, esa manera franca y directa de
dirigirse a uno. Mi gran Gatsby era un ser social, carismático. Hablaba a todo
el mundo con una familiaridad inocente, abierta, radiante, que te hacía querer
más de él, siempre estabas queriendo más de él, al menos superficialmente.
Había en su persona una parte física muy importante y por eso al estar cerca de
él no podías evitar tocarle, él mismo solía buscar el contacto. Una noche, en
un albergue, creo que era Italia, simplemente se metió en mi litera. Sus manos
estaban calientes cuando me abrazó. Puede parecer precipitado, casi no nos
conocíamos, pero no lo fue en absoluto.
Ayudaba a su padre en un
taller de coches. Ahora creo que en realidad no tenía ni idea de transmisiones
ni aceites ni motores, pero aprendía por sí mismo de cualquier cosa y llegaba a
hacerlo aceptablemente bien. No es que no fuera inteligente a un nivel teórico,
le interesaban asuntos importantes, y se podía hablar con él de muchos temas.
Viajamos mucho, le encantaba
irse lejos. Muchas veces íbamos con gente, pero las ocasiones que fuimos solos
fueron los mejores momentos junto a él. Aún así tenía dudas sobre nuestro amor.
Por un lado me sentía protegida, como una niña que se deja guiar, pero por otro
sabía que él buscaba un saldo positivo en su imaginaria cuenta, el color
imposible de un sueño que la realidad palidecía, y eso me daba el poder, me
hacía ser la más fuerte, la más realista al menos. A veces me pongo el vídeo
que montó de uno de nuestros viajes y doy al stop en un primer plano suyo para
contemplar su espléndida sonrisa. Una sonrisa eléctrica, capaz de
electrocutarte. Yo no aparezco en ese plano, sólo mi sombra.
Cuando estábamos en casa,
cada uno en la nuestra porque no la compartimos hasta casi el final, no nos
veíamos demasiado. Él siempre tenía algún proyecto entre manos, frecuentaba a
mucha gente. Pero cuando estaba con él
me sentía bien, y era algo extraordinario ver juntos una película o dormir en
su cama demasiado estrecha. En la intimidad era tranquilo, pacífico, casi
lento. Su forma de hacer el amor siempre me sorprendía porque hubiera esperado
más iniciativa, más vigor. Aunque no tenía por qué quejarme del resultado.
Alguien, un día, me advirtió
que el gran Gatsby podía llegar a cansarme. Me habló de su inestabilidad
oculta, del corrimiento de tierras al que tenías que someterte cuando estabas
en el mismo pedazo de suelo que él habitaba. No le creí.
Y luego le dejé marchar.
Muchos me lo recriminaron. Cuando observo la imagen congelada de su sonrisa les
doy la razón. Si hubiésemos podido vivir siempre así, in itínere, de camino
hacia algún lugar desconocido, tal vez no me hubiera importado lo demás.
No sé si me arrepiento o no,
pero ayer le dije a mi marido que tenía que haberme casado con el gran Gatsby y
no con él. No se sorprendió, como si no le hiciera daño, tal vez porque sabe
que no es verdad, que este tipo de cosas se dicen siempre sin ser verdad, por
el mero hecho de herir o autoconvencerse.