miércoles, 3 de agosto de 2016

Turborotonda


Me gusta conducir. Me doy cuenta que cada vez me relaja más. Cuando estoy al volante soy amable y considerada, cedo el paso, estoy atenta a las necesidades de los demás vehículos, conduzco facilitando la fluidez, la concordia. Y es que conducir es terapéutico, te une a la humanidad, te da poderes mágicos, te convierte en dios, un dios benevolente, un dios afable y bonachón, un buda motorizado.
Siento que mejoro el mundo cuando conduzco. Se hace un mundo mejor, cuando yo conduzco.
Menos cuando enfilo el carril de desahogo. Creo que tiene un nombre técnico, pero yo lo llamo así porque me parece mucho más apropiado.
Este carril tiene sus propias normas. Sus normas y su semáforo. Un semáforo todo para él. Los dos carriles adyacentes tienen un gran semáforo en rojo arriba. Pero este semáforo propio del carril de desahogo tiene una atractiva flecha verde que te abre el camino cuando otros lo tienen cerrado. Es una señal privilegiada. Augura cosas buenas. Es casi una bendición.
Pero hay gente que no es capaz de aprovechar esa oportunidad. Algo que es beneficioso para ti y que además significa cumplir escrupulosamente las normas. Algo que no hace mal a nadie.
Pero ellos se quedan. Algunos parecen dudar. Otros simplemente se quedan parados, completamente quietos.
Pienso en esa gente. Esa gente que tal vez piensa que no es posible que tengan tanta suerte, que el semáforo se les abra sólo a ellos, que han sido tan listos de elegir el carril correcto. O puede que piensen que se trata de una trampa, que si avanzan serán fotografiados y multados, o acabar siguiendo una dirección equivocada.
No hay mayor simpleza y bendición que esa flecha verde que tuerce a la derecha.
Y yo les pito. Sin piedad.