Me gusta conducir. Me doy cuenta que cada
vez me relaja más. Cuando estoy al volante soy amable y considerada, cedo el
paso, estoy atenta a las necesidades de los demás vehículos, conduzco
facilitando la fluidez, la concordia. Y es que conducir es terapéutico, te une
a la humanidad, te da poderes mágicos, te convierte en dios, un dios
benevolente, un dios afable y bonachón, un buda motorizado.
Siento que mejoro el mundo cuando
conduzco. Se hace un mundo mejor, cuando yo conduzco.
Menos cuando enfilo el carril de
desahogo. Creo que tiene un nombre técnico, pero yo lo llamo así porque me
parece mucho más apropiado.
Este carril tiene sus propias normas. Sus
normas y su semáforo. Un semáforo todo para él. Los dos carriles adyacentes
tienen un gran semáforo en rojo arriba. Pero este semáforo propio del carril de
desahogo tiene una atractiva flecha verde que te abre el camino cuando otros lo
tienen cerrado. Es una señal privilegiada. Augura cosas buenas. Es casi una
bendición.
Pero hay gente que no es capaz de
aprovechar esa oportunidad. Algo que es beneficioso para ti y que además
significa cumplir escrupulosamente las normas. Algo que no hace mal a nadie.
Pero ellos se quedan. Algunos parecen
dudar. Otros simplemente se quedan parados, completamente quietos.
Pienso en esa gente. Esa gente que tal
vez piensa que no es posible que tengan tanta suerte, que el semáforo se les
abra sólo a ellos, que han sido tan listos de elegir el carril correcto. O
puede que piensen que se trata de una trampa, que si avanzan serán
fotografiados y multados, o acabar siguiendo una dirección equivocada.
No hay mayor simpleza y bendición que esa
flecha verde que tuerce a la derecha.
Y yo
les pito. Sin piedad.