A pesar de la
situación, no pudo evitar sentirse apresada por la belleza del lugar en ese
momento. Una gruesa capa de nieve impoluta lo cubría todo, con ese efecto de
silencio que produce la nieve. Siempre había creído que la cuestión de la nieve
no tenía que ver con su blancura, sino con el silencio.
Iba dejando
sus huellas en su caminar a trompicones. Era evidente que nadie sube hasta esta
pequeña montaña en días como éste, de noche precoz, muy fríos. Parte de la
nieve parecía helada y al meter la pierna, que se hundía casi hasta la rodilla,
se podía escuchar un crujido.
Gritaba y no
había eco, gritaba el nombre de la perra, silbaba también, pero no podía dejar de
pensar, mirando la luna llena que era como una guinda en un pastel, en el chico
que le enseñó a silbar así, veinte años antes, y que fue quien también le
enseñó a interpretar las fases de la luna.
Le había
llamado su marido dos horas antes. Había perdido a la perra. Una perra
nerviosa, miedosa, una perra que amaban y que ahora estaba perdida de noche en
el bosque.
Esa noche iba
a helar. Ya estaba helando y aún no eran las ocho. La ciudad se veía
esplendorosa allí abajo, a través de los huecos que dejaban las sombras oscuras de
los árboles.
La carretera
estaba cubierta de nieve, y apenas se veían rodadas. Subía con cierta
dificultad, sin dejar de llamarla. No deberían haberla dejado suelta. No
deberían haberse movido del primer lugar donde la habían dejado de ver. No
deberían haberse separado. Pero eso ya no servía ahora. Así que se paró un
momento y dejó que el silencio y el frío la reconfortaran.
No llegó a
pensar que no la iban a encontrar. Intentaba visualizar un bulto de pelo
cálido, un aliento contra el hielo, unas patas fuertes, elásticas, capaces de
correr a mucha velocidad, de enroscarse sobre su cama, un corazón vital y de
alguna forma puro, una pureza salvaje a la que se asomaba cuando le acariciaba
el hocico o hundía la nariz en su lomo suave y aromático. Alguien capaz de
sobrevivir.
Paró un coche
que bajaba muy despacio. Se puso en medio de la carretera para hacerse más
visible, agitando los brazos, colocándose en la luz de los focos.
Habéis
visto un perro?
Lo tenían
ellas, dos chicas que salieron del coche y abrieron el maletero.
Sólo entonces
le saltaron unas lágrimas y se liberó del miedo que sin duda había sufrido en
algún lugar recóndito de su cuerpo, un miedo inevitable a perder.
No estaba
segura de si su perra también lo había sentido. Si como ella había tenido que
esforzarse por evitar el asombro de la belleza y la magia del bosque
anochecido, silencioso, nevado, las vistas de la ciudad lejana que se observa
mejor de lejos. No sabía si ella también había sentido una inquietante llamada
íntima, como si fuera más urgente tumbarse y respirar el frío y el olor a musgo
y a hielo.
Bajaron unidas
por la correa hasta encontrar a los demás que buscaban.