viernes, 23 de febrero de 2018

Moonlight

Habían llegado desde el parque natural, donde pasaron unos días haciendo senderismo, metiéndose en cuevas, él era un apasionado de la espeleología y ella observaba desde una distancia cercana, mojándose los pantalones y poniéndose manos a la obra, siempre un paso por detrás. Se pararon en este lugar que estaba en la frontera de lo económicamente rentable, de lo turísticamente viable. Villarejo de Frías.
Era un hotel que se hallaba en un lugar que antes había sido de paso. Porque antes había sido un hotel. Después se reconvirtió en un club. Y ahora no era nada. Un lugar abandonado que llamaba la atención por el color rosa estridente de la fachada. Antes de parar aquí se habían desviado para visitar lo que quedaba de una iglesia visigoda del siglo VII, apenas un esbozo de lo que había sido, ahora también cumpliendo otra misión sus piedras desnudas, bajo el cielo inclemente y la soledad. La sucesiva sucesión de funciones a lo largo del tiempo.
Cruzaron muchos desvíos a iglesias, restos de ermitas y castillos, la mayoría pequeños y aparentemente abandonados. Era una pena que no estuvieran explotados, que no hubiera aparecido aún algún concejal con visión que se inventara una ruta y pusiera precio a las entradas y empezaran a ocupar las fondas y los restaurantes con turistas venidos de España y de fuera, sobre todo de fuera. Eso no había pasado y puede que fuera mejor que no sucediese porque en este último tramo del viaje se sentían solos, no había nadie, sólo aire castellano corriendo sin cortapisas, atravesando los huecos de la historia, sin apenas detenerse en unos pueblos donde la mixtura entre lo que viene y lo que fue aún no ha quedado clara. Se unían a las ruinas esqueletos de casas a medio acabar, carteles de promociones venideras hace tiempo pasadas de fecha.
Pero el club abandonado aún podría cumplir otra misión, ella se la podía dar siempre que no acabara en un proyecto abortado en el archivo de su PC. Tomó cuidadosamente nota de todo lo que se le ocurría, datos que luego contrastaría en internet. Hizo muchas fotos. Le hubiera gustado recoger algo, una prenda, un fetiche, pero no lo hizo, por aprensión o por respeto. Él gruñía un poco desde fuera porque estaba tardando bastante, se estaría aburriendo, no había querido entrar y ella también lo prefería así, fumaba fuera cerca de la furgoneta. No se tomaba muy en serio su trabajo, porque no era un trabajo serio. Aunque ahora puede que las cosas cambiaran, como en los cuentos cuando aparece un príncipe encantador o un hada generosa, con la beca en Bilboarte. Precisamente sobre puticlubs. No se trataba de un trabajo sociológico, no era trabajadora social, ella era artista, veía símbolos y los traducía, tenía visiones, impartía sensibilidad.
Siempre le habían atraído esos lugares llamativos, en el límite de la carretera, en algún tipo de límite que desconocía. Tenía fotos que había recopilado durante años y una guía de nombres, una elaboración escatológica, a la que había unido datos y relatos, historias humanas y urbanísticas, programas y entrevistas de televisión, ficción y realidad y curiosidades. No pensó que fuera a usarlo, era algo personal y fetichista, pero ahora aparecía la posibilidad de aprovecharlo, un año por delante para desarrollarlo. Con la beca, una beca codiciada por los artistas que empezaban, como ella, o que aún no habían despegado aunque ya llevaran cierto tiempo ejerciendo de camareros o de consortes. Él le había apoyado, le felicitó mucho, le animó, le ayudó a preparar la maleta, le dio besos.
Recorrió lo que quedaba del edificio. Las paredes exteriores se mantenían erguidas, rosa intenso cubierto de grafitis. Fotografió todos los detalles, medio arqueóloga medio criminalista. Reinaba un desorden total de materiales, pero se distinguía perfectamente la barra y la sala, había algún sofá destripado y volcado, unas escaleras que subían, subió con tiento. Llevaba el casco con el foco aunque entraba la luz a raudales por boquetes aquí y allá. Arriba encontró algún colchón, excrementos y desperdicios, botellas. Mensajes en las paredes que se mantenían. Hedor y frío. Después de club debió de ser refugio de animales y vagabundos. Escondrijo de turbias actividades.
¿Y si lo montaba aquí mismo, lo que fuera que iba a montar? Aunque no lo había contemplado en el proyecto presentado no importaba. Una exposición, un montaje en vivo, traerse aquí a putas y ponerlas a recitar, a clientes. Gentes de oenegés, curas o asociaciones antiprostitución. Gente joven que aún no supiera qué es ser puta o putero; esclavas sexuales liberadas de la trata. Si pudiera contactar con algún huésped del hotel originario... O algún vagabundo que hubiera dormido aquí después, alguna pareja del pueblo cercano que hubiera cobijado allí sus lujurias. Pero escuchó en off la voz de él. ¿Quién iba a venir aquí? ¿A este lugar de nadie? Ya había castillos derruidos, iglesias y ermitas. Y a diferencia de estas potenciales riquezas turísticas ella no tenía pasado apenas, aún no había hecho casi nada de provecho. Habría que pedir autorizaciones, este lugar debía de estar embargado, expropiado, próximo a la declaración de ruina.

La última foto la hizo al cartel luminoso sin luz, que se mantenía como un desafío a la gravedad y al buen gusto: MOONLIGHT. Bien pensado, era un nombre bonito.