Solo tenía que entrar y
apagar el aire acondicionado. Cuando abrí la puerta el recibidor estaba en
penumbra y escuché ya el runrún del aparato. No me había acordado de
preguntarle si había un mando o un interruptor en la pared. Con las prisas. Me
había llamado desde el aeropuerto para pedirme el favor, justo antes de coger
el avión que le iba a llevar lejos, muy lejos, al mundo de la desconexión
electrónica y los cambios horarios.
No fue el sonido adormecedor
del aire acondicionado lo que primero llamó mi atención. Fue el olor. No sé si
olía a él, porque olía a un él que yo desconocía hasta el momento. El aroma que
yo conservaba en mi memoria olfativa era el olor del amigo que te encuentras en
la cafetería, en el bar o el cine, paseando, en la compra, o en otros lugares en
los que nuestras vidas coincidían, casi siempre en lugares neutrales, en
lugares donde se imponían otros olores ajenos, donde se colaba el mío a través
de mi ropa.
En el piso vacío habitaba el
olor de él formado solo por sus diferentes capas de olor. El olor que guardan
sus sábanas, sus toallas. El olor de la colonia y los productos de higiene que
usa. De lo que come. Del sudor que transpira, su saliva, su semen. De la
respiración que se pega a las cortinas y a los muebles, o se mantiene ahí,
flotando, grave y poderosa. Así llegó a mí en el segundo en que crucé el
umbral. Ese piso no estaba del todo vacío.
Sólo tenía que entrar y
apagar el aparato que él se dejó encendido. No podía tardar más de un minuto, o
menos incluso si conseguía averiguar rápido como apretar el off.
Pero me demoré. No tenía
prisa. Nadie me veía, nadie iba a entrar. No iba a hacer nada malo, al fin y al
cabo. Sólo una pequeña vuelta de reconocimiento. Una mínima incursión en su
intimidad. Solo observar. No pensaba tocar nada.
Esperaba encontrarme algo
bastante más caótico, al fin y al cabo era un piso de soltero. Pero podía
intuirse fácilmente un orden en la disposición de las cosas, de la ropa, de
todo lo que me fui encontrando.
Fui de habitación en
habitación. Al principio solo entraba y miraba. El sillón del que me había
hablado. El armario que vislumbré en una foto que me había mandado. También
había libros. Sus zapatillas de casa, primorosamente cuadradas en una esquina
del cuarto de baño. Me acerqué a las cortinas y miré por la ventana, la vista
inversa que muchas veces había tenido desde la calle, cuando yo iba a mi casa y
miraba a su ventana iluminada y a esas mismas cortinas, a veces su sombra
pasando durante un fugaz segundo.
Al entrar en su dormitorio y
encender la luz me sorprendió mi imagen en un espejo de cuerpo entero. Por un
momento había llegado a pensar que yo también era incorpórea, sólo un fantasma.
Su cama estaba deshecha. Me senté en ella. Abrí el primer cajón de la mesilla.
Me sentía íntimamente emocionada, contenía el aliento como si estuviera
abriendo un corazón o un cráneo. Sonreía al descubrir cosas, pequeños detalles
que me hablaban de él en un lenguaje hasta ahora desconocido.
Tras un momento de duda me
tumbé en la cama. Un breve instante, como si me diera miedo dejar algo de mí
allí. Miré el techo y me imaginé en su mente, lo que él veía en sus ratos de
insomnio.
No abrí ningún cajón más
pero observé su ropa pulcramente ordenada en los armarios que estaban abiertos.
Sentía que paseaba por un
mausoleo. Por un museo donde cada objeto me contaba algo de su poseedor.
En la cocina estaban los
restos de un desayuno. Miré los envases, una infusión que yo también tomo. Abrí
la nevera, muy suavemente, y la cerré sin dar golpe. Así que era así, así era
él de verdad.
Casi olvido apagar el aire
acondicionado. Salí furtivamente, como un ladrón, temiendo encontrarme con
algún vecino en las escaleras.
Me pregunto si él supo que
yo iba a actuar así. Si simplemente no se lo planteó porque no le importa
demasiado, o si le molestará saberlo al leer esto.