martes, 19 de agosto de 2014

Lagartija de verano


Estoy al borde de mi capacidad de esfuerzo. Pedaleo al sol, bordeando la parcela vallada. Hace rato que perdí de vista su rueda trasera. Está tan en forma. Los edificios son de color tierra gastada, cansada. Ventanas en blanco. Parecen abandonados pero recuerdo haber visto dos centinelas al rebasar la entrada y también varios coches ocupados. Centinelas. Qué palabra se me ha ocurrido para colocar precisamente aquí. Más allá se oyen los tiros. Rítmicamente se suceden y yo empiezo a pensar que no me gustaría acabar convertida en la noticia siniestra de un telediario de verano. ¿Cómo podría ser? Mujer muerta en terrible accidente, cruzando el campo de tiro le alcanza una bala perdida y cae abatida en medio de la tierra polvorienta. ¿Podría incluir alguna cláusula en mi testamento para evitar que utilizaran mi mala suerte? Lo hablaré con él cuando le alcance. Se burlará de mí. Me esfuerzo para seguir hasta las casas que aparecerán tras una curva. Eso me ha dicho, que iban a aparecer, pero no aparecen. Sólo polvo bajo el sol y la valla que no se acaba y el eco rítmico de los tiros. Soldados invisibles me amenazan tras el espejismo iridiscente del sol, del líquido de esta luz que todo lo inunda, esta mañana. Incluso mis ingles y mi espalda y mis muslos. Mis sienes. Palpito al ritmo de los tiros. ¿Por qué me ha traído hasta aquí? Cómo me gustaría estar en otro lugar, en uno que se hallara en medio del gris y frío invierno. Todo esto me deslumbra y abrasa. Hay cosas que me pierdo, el movimiento lento e inveterado de una lagartija tomando el sol que ni siquiera se toma la molestia de huir de mí. La velocidad trémula que imprimen mis gemelos agotados, esa insignificante velocidad que ni a la lagartija ahuyenta, me lo impide, habrá lagartijas, y sombras asomadas a las ventanas. Quisiera arrojarme a la terrosa cuneta a observar todo esto, dedicarme a fijar los detalles, a tranquilizar mi esforzado corazón. Más allá, al otro lado de la curva, tras las casas, él me ha dicho que hay una pequeña zona verde, con árboles y una fuente. Allí nos pararemos a beber y nos sentaremos, podremos hablar y descansar, no se oirán los tiros ni su eco, sólo el murmullo de las hojas como un toldo fresco, y habrá humedad de hierba bajo mi cuerpo. Las ruedas pesan toneladas, ahora subo una ligera pendiente. Jadeo abiertamente y una bici baja, rápida, un ciclista mejor preparado, con visera y gafas de sol, hace un gesto de saludo. Se habrá cruzado con él antes. ¿Habrá pensado que vamos juntos? Al alcanzar la cima (qué leves son mis cimas) compruebo que me espera una confortable cuesta abajo. Una casi inapreciable brisa me da en la cara. Un poco más adelante, el camino se separa de la valla del campo de tiro. Puedo ver ya las casas. Sólo un esfuerzo más. A lo lejos diviso su figura, parada, esperándome. Achinando los ojos miro al sol y redoblo el pedaleo.




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martes, 5 de agosto de 2014

Tarifa



Habíamos estado esperando a la puerta del castillo a que la niña se despertase, sentados en un banco de piedra, a la sombra. Una intensa calma de cobre, como un loto amarillo y universal, desplegaba más y más sus silenciosas hojas sobre el mar.
Muchos turistas subían la cuesta que llevaba a la entrada para bajar al poco, refunfuñando.
Entrada, dos euros.
Nosotros nos reíamos y nos besábamos.
Antes habíamos tomado café en una plaza, más bien una encrucijada de calles, un rincón también protegido del sol, con flores y dos o tres mesas vacías. Sólo una niña paseando a un perro de un lado a otro de la calle y una mujer fregando.
- Cómo olía aquí esta mañana... No saben ustedes...
Y se afanaba con una manguera y un escobón.
- Las vistas son fantásticas, se puede ver África.
Las vistas no eran para tanto. La insuficiente altura de la construcción apenas levantaba la visión sobre el puerto, que desplegaba su actividad con un grito anacrónico de brillos metálicos.
- La niña no paga pero tienen que dejar aquí la silla.
Subimos a una de las torres para contemplar la confluencia de los mares. Tras un leve filtro brumoso, confundiéndose con los azules del cielo y el mar, se vislumbraban los macizos africanos. Si los mirabas durante un rato te parecía que estaban aquí mismo, al alcance de la mano.
- En el cerco de Tarifa, Guzmán lanzó su daga a los sitiadores para que asesinaran a su propio hijo antes que rendir la fortaleza. Todo gran sitio debe contar con una leyenda a su medida, ¿no les parece?
El castillo era un artilugio polivalente en obras, de piedra gris restaurada, transformado por enésima vez desde que Abd-Al-Rahman construyera su alcázar frente a las mismas aguas, no debería de haber cambiado demasiado ese cielo, esas brumas lejanas que ahora nosotros disfrutábamos. Sólo se podía visitar la zona exterior, la barbacana.
- Están reconstruyendo el interior, será un centro de interpretación y gestión de visitantes para la ciudad. Sí se puede visitar la capilla, allí encontrarán también los baños.
Bajamos riéndonos de los turistas que no querían pagar y preguntándonos cuánto de bueno sería el tal Guzmán, que en la puerta dormía su siesta de bronce, petrificado, sin un ápice de culpabilidad que le restara el sueño de siglos. ¿Dónde se habría metido Abd-al-Rahmán? Es posible que allá, al otro lado.
- ¿No crees que es un buen escarmiento, éste, para el fiel Guzmán?
Callejeamos aún un poco antes de seguir nuestro camino. Era excitante pensar que estábamos justo en la punta del continente.
- Mamá, ¿qué es un continente?
Es uno de los placeres recién descubiertos, ser preguntada a cada paso y tener en mi mano la respuesta para todo, como un dios omnipotente que va creando el mundo a pinceladas aleatorias, a veces serias, precisas, y otras completamente imaginarias.
- Es una tierra como esta, pero allí, una gran tierra que está cerca y lejos a la vez. El mundo -extendía mis brazos- está dividido en continentes, islas enormes rodeadas de océanos. Hay cinco – aquí, palma de la mano- o puede que más.
Me miró no demasiado convencida. Creo que le gusta más cuando me las invento.