Estoy al borde de mi capacidad de
esfuerzo. Pedaleo al sol, bordeando la parcela vallada. Hace rato que
perdí de vista su rueda trasera. Está tan en forma. Los edificios
son de color tierra gastada, cansada. Ventanas en blanco. Parecen
abandonados pero recuerdo haber visto dos centinelas al rebasar la entrada y también varios coches ocupados. Centinelas. Qué palabra se me ha
ocurrido para colocar precisamente aquí. Más allá se oyen los
tiros. Rítmicamente se suceden y yo empiezo a pensar que no me
gustaría acabar convertida en la noticia siniestra de un telediario de verano. ¿Cómo podría ser? Mujer muerta en terrible accidente, cruzando el campo de
tiro le alcanza una bala perdida y cae abatida en medio de la tierra
polvorienta. ¿Podría incluir
alguna cláusula en mi testamento para evitar que utilizaran mi mala suerte? Lo hablaré con él cuando
le alcance. Se burlará de mí. Me esfuerzo para seguir hasta
las casas que aparecerán tras una curva. Eso me ha dicho, que iban a
aparecer, pero no aparecen. Sólo polvo bajo el sol y la valla que no
se acaba y el eco rítmico de los tiros. Soldados invisibles me
amenazan tras el espejismo iridiscente del sol, del líquido de esta
luz que todo lo inunda, esta mañana. Incluso mis ingles y mi espalda
y mis muslos. Mis sienes. Palpito al ritmo de los tiros. ¿Por qué
me ha traído hasta aquí? Cómo me gustaría estar en otro lugar, en
uno que se hallara en medio del gris y frío invierno. Todo esto me
deslumbra y abrasa. Hay cosas que me pierdo, el movimiento
lento e inveterado de una lagartija tomando el sol que ni siquiera se
toma la molestia de huir de mí. La velocidad trémula que imprimen
mis gemelos agotados, esa insignificante velocidad que ni a la
lagartija ahuyenta, me lo impide, habrá lagartijas, y sombras
asomadas a las ventanas. Quisiera arrojarme a la terrosa cuneta a
observar todo esto, dedicarme a fijar los detalles, a tranquilizar mi
esforzado corazón. Más allá, al otro lado de la curva, tras las
casas, él me ha dicho que hay una pequeña zona verde, con árboles y una fuente. Allí nos pararemos a beber y nos sentaremos,
podremos hablar y descansar, no se oirán los tiros ni su eco, sólo
el murmullo de las hojas como un toldo fresco, y habrá humedad de
hierba bajo mi cuerpo. Las ruedas pesan toneladas, ahora subo una
ligera pendiente. Jadeo abiertamente y una bici baja, rápida, un
ciclista mejor preparado, con visera y gafas de sol, hace un gesto de
saludo. Se habrá cruzado con él antes. ¿Habrá pensado que vamos
juntos? Al alcanzar la cima (qué leves son mis cimas) compruebo que me espera una confortable cuesta abajo.
Una casi inapreciable brisa me da en la cara. Un poco más adelante, el
camino se separa de la valla del campo de tiro. Puedo ver ya las
casas. Sólo un esfuerzo más. A lo lejos diviso su figura, parada,
esperándome. Achinando los ojos miro al sol y redoblo el
pedaleo.
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