Habíamos estado esperando a
la puerta del castillo a que la niña se despertase, sentados en un
banco de piedra, a la sombra. Una intensa calma de cobre, como un
loto amarillo y universal, desplegaba más y más sus silenciosas
hojas sobre el mar.
Muchos turistas subían la
cuesta que llevaba a la entrada para bajar al poco, refunfuñando.
Entrada, dos euros.
Nosotros nos reíamos y nos
besábamos.
Antes habíamos tomado café
en una plaza, más bien una encrucijada de calles, un rincón también
protegido del sol, con flores y dos o tres mesas vacías. Sólo una
niña paseando a un perro de un lado a otro de la calle y una mujer
fregando.
- Cómo olía aquí esta
mañana... No saben ustedes...
Y se afanaba con una
manguera y un escobón.
- Las vistas son
fantásticas, se puede ver África.
Las vistas no eran para
tanto. La insuficiente altura de la construcción apenas levantaba la
visión sobre el puerto, que desplegaba su actividad con un grito
anacrónico de brillos metálicos.
- La niña no paga pero
tienen que dejar aquí la silla.
Subimos a una de las torres
para contemplar la confluencia de los mares. Tras un leve filtro
brumoso, confundiéndose con los azules del cielo y el mar, se
vislumbraban los macizos africanos. Si los mirabas durante un rato te
parecía que estaban aquí mismo, al alcance de la mano.
- En el cerco de Tarifa,
Guzmán lanzó su daga a los sitiadores para que asesinaran a su
propio hijo antes que rendir la fortaleza. Todo gran sitio debe
contar con una leyenda a su medida, ¿no les parece?
El castillo era un artilugio
polivalente en obras, de piedra gris restaurada, transformado por
enésima vez desde que Abd-Al-Rahman construyera su alcázar frente a
las mismas aguas, no debería de haber cambiado demasiado ese cielo,
esas brumas lejanas que ahora nosotros disfrutábamos. Sólo se podía
visitar la zona exterior, la barbacana.
- Están reconstruyendo el
interior, será un centro de interpretación y gestión de visitantes
para la ciudad. Sí se puede visitar la capilla, allí encontrarán
también los baños.
Bajamos riéndonos de los
turistas que no querían pagar y preguntándonos cuánto de bueno
sería el tal Guzmán, que en la puerta dormía su siesta de bronce,
petrificado, sin un ápice de culpabilidad que le restara el sueño
de siglos. ¿Dónde se habría metido Abd-al-Rahmán? Es posible que
allá, al otro lado.
- ¿No crees que es un buen
escarmiento, éste, para el fiel Guzmán?
Callejeamos aún un poco
antes de seguir nuestro camino. Era excitante pensar que estábamos
justo en la punta del continente.
- Mamá, ¿qué es un
continente?
Es uno de los placeres
recién descubiertos, ser preguntada a cada paso y tener en mi mano
la respuesta para todo, como un dios omnipotente que va creando el
mundo a pinceladas aleatorias, a veces serias, precisas, y otras
completamente imaginarias.
- Es una tierra como esta,
pero allí, una gran tierra que está cerca y lejos a la vez. El
mundo -extendía mis brazos- está dividido en continentes, islas
enormes rodeadas de océanos. Hay cinco – aquí, palma de la mano-
o puede que más.
Me miró no demasiado
convencida. Creo que le gusta más cuando me las invento.
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