martes, 5 de agosto de 2014

Tarifa



Habíamos estado esperando a la puerta del castillo a que la niña se despertase, sentados en un banco de piedra, a la sombra. Una intensa calma de cobre, como un loto amarillo y universal, desplegaba más y más sus silenciosas hojas sobre el mar.
Muchos turistas subían la cuesta que llevaba a la entrada para bajar al poco, refunfuñando.
Entrada, dos euros.
Nosotros nos reíamos y nos besábamos.
Antes habíamos tomado café en una plaza, más bien una encrucijada de calles, un rincón también protegido del sol, con flores y dos o tres mesas vacías. Sólo una niña paseando a un perro de un lado a otro de la calle y una mujer fregando.
- Cómo olía aquí esta mañana... No saben ustedes...
Y se afanaba con una manguera y un escobón.
- Las vistas son fantásticas, se puede ver África.
Las vistas no eran para tanto. La insuficiente altura de la construcción apenas levantaba la visión sobre el puerto, que desplegaba su actividad con un grito anacrónico de brillos metálicos.
- La niña no paga pero tienen que dejar aquí la silla.
Subimos a una de las torres para contemplar la confluencia de los mares. Tras un leve filtro brumoso, confundiéndose con los azules del cielo y el mar, se vislumbraban los macizos africanos. Si los mirabas durante un rato te parecía que estaban aquí mismo, al alcance de la mano.
- En el cerco de Tarifa, Guzmán lanzó su daga a los sitiadores para que asesinaran a su propio hijo antes que rendir la fortaleza. Todo gran sitio debe contar con una leyenda a su medida, ¿no les parece?
El castillo era un artilugio polivalente en obras, de piedra gris restaurada, transformado por enésima vez desde que Abd-Al-Rahman construyera su alcázar frente a las mismas aguas, no debería de haber cambiado demasiado ese cielo, esas brumas lejanas que ahora nosotros disfrutábamos. Sólo se podía visitar la zona exterior, la barbacana.
- Están reconstruyendo el interior, será un centro de interpretación y gestión de visitantes para la ciudad. Sí se puede visitar la capilla, allí encontrarán también los baños.
Bajamos riéndonos de los turistas que no querían pagar y preguntándonos cuánto de bueno sería el tal Guzmán, que en la puerta dormía su siesta de bronce, petrificado, sin un ápice de culpabilidad que le restara el sueño de siglos. ¿Dónde se habría metido Abd-al-Rahmán? Es posible que allá, al otro lado.
- ¿No crees que es un buen escarmiento, éste, para el fiel Guzmán?
Callejeamos aún un poco antes de seguir nuestro camino. Era excitante pensar que estábamos justo en la punta del continente.
- Mamá, ¿qué es un continente?
Es uno de los placeres recién descubiertos, ser preguntada a cada paso y tener en mi mano la respuesta para todo, como un dios omnipotente que va creando el mundo a pinceladas aleatorias, a veces serias, precisas, y otras completamente imaginarias.
- Es una tierra como esta, pero allí, una gran tierra que está cerca y lejos a la vez. El mundo -extendía mis brazos- está dividido en continentes, islas enormes rodeadas de océanos. Hay cinco – aquí, palma de la mano- o puede que más.
Me miró no demasiado convencida. Creo que le gusta más cuando me las invento.


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