lunes, 30 de marzo de 2015

Ana Blandiana y el profesor


 
La puerta del ascensor se abrió y entraron. Los ojos y la piel clara de la mujer contrastaban con el pelo moreno de la niña. Se bajaron en la planta baja, su perfume permaneció en el ascensor.
 
Unas semanas después me pareció verla en el parque, a través de los corrillos de padres. Ni una de las veces que la miré, a cierta distancia, ella me estaba mirando. Nos encontramos en el balancín y me preguntó si era su vecino. Me sonrojé. Si le hablaba tartamudearía sin remedio. Intento controlarlo, me pasa desde siempre. Sostenía un bocadillo con la punta de los dedos, demasiado finos, traslúcidos. Me dijo que venían de Rumanía. Habían llegado hacía poco. Ese trimestre leíamos en el instituto Proyectos de Pasado, de Ana Blandiana. Le hablé de la coincidencia y me miró sin entender. Ella como uno de los fantasmas que transitan esos cuentos. O como un ángel. Supuse que no había oído hablar del libro ni siquiera de Ana Blandiana. Empecé a tartamudear hasta que una llamada del móvil me salvó.
 
Días después yo bajaba la basura en pijama y zapatillas y ella estaba fumando un cigarro a la vuelta de la esquina, entre el portal y los contenedores. A la luz de la farola su rostro parecía demacrado. No me miró y pensé que no me había reconocido. Bajo el chaquetón podía ser que ella también vistiera ropa ridícula, un pijama o algo peor. Las manos me olían a basura cuando me vi en el espejo del ascensor, un rostro gris y asustado.
 
Desde esa noche no pude dejar de pensar en ella. No la había vuelto a ver pero averigüé su nombre. Irina Moldovan. Su hija debía de ser mestiza. Se habría divorciado de algún español o igual ni siquiera esto era cierto y la piel de la niña procedía de alguna región por mí desconocida. Se pueden ignorar muchas cosas. Algo en su rostro prematuramente ajado me hizo compadecerme de ella. Hacía mucho tiempo que intentaba buscar algo original, oponer algo de resistencia a un rumbo monocorde. Cometí la imprudencia de dejarle el libro en su buzón, con una nota.

Cuando me abrió la puerta todo estaba en penumbra. Asomé medio cuerpo, sin intención de entrar del todo. Ella se había llevado a mi hija al fondo del pasillo. Cuando ya me estaba dando la vuelta para huir me llegó su voz que me llamaba desde otro lugar. Acudí como un preso al cadalso. Estaba de espaldas y observé su cuerpo delgado, el mismo que fumaba en la oscuridad, a la intemperie, me la imaginé sin ropa debajo del chaquetón. Entonces se volvió y señaló la mesa. No lo he leído, dijo. Eso es lo que pretendías, no, que lo leyera. Léeme tú algún párrafo, así lo hacéis, en clase. Puede que el sarcasmo aún no esté globalizado, que aún haya matices nacionales en los tartamudeos, en las pasiones. Sus ojos eran demasiado pequeños para su rostro, redondo, opaco. Debería haberme ido. O haberme negado cuando mi mujer me dejó el encargo de bajarle a mi hija. De alguna forma ellas sí se habían encontrado y se habían entendido. A menos de un par de metros, sus labios apretados en un rictus serio, reconcentrado.
 
Dejó el libro en el felpudo. Un objeto de culpabilidad que uno trata de perder u olvidar. Yo lo dejé en su casa, forzando una continuación, la obligada formalidad de su devolución. Lo tiré al suelo y le di un empujoncito para que quedara oculto en un rincón. ¿Fue realmente eso lo que hice? Ella podría habérselo quedado. Fue una suerte que lo encontrara yo, tirado, y no mi mujer. Aunque podía tener una explicación sencilla, incluso sincera. Dentro no había ninguna nota de vuelta. No fue lo que esperaba, aunque tampoco podía saber qué había esperado, tal vez algún tipo de contacto carnal, a pesar de la poca atracción, de lo irrelevante de nuestros encuentros. Recogí el libro, forrado, grueso, con un extraño formato rectangular, una pequeña obra maestra rumana.


Después de este absurdo episodio Irina Moldovan y yo mantuvimos una relación cordial, de vecinos. Anodina.