La
puerta del ascensor se abrió y entraron. Los ojos y la piel clara de
la mujer contrastaban con el pelo moreno de la niña. Se bajaron en
la planta baja, su perfume permaneció en el ascensor.
Unas
semanas después me pareció verla en el parque, a través de los
corrillos de padres. Ni una de las veces que la miré, a cierta
distancia, ella me estaba mirando. Nos encontramos en el balancín y
me preguntó si era su vecino. Me sonrojé. Si le hablaba
tartamudearía sin remedio. Intento controlarlo, me pasa desde
siempre. Sostenía un bocadillo con la punta de los dedos, demasiado
finos, traslúcidos. Me dijo que venían de Rumanía. Habían llegado
hacía poco. Ese trimestre leíamos en el instituto Proyectos de
Pasado, de Ana Blandiana. Le hablé de la coincidencia y me miró sin
entender. Ella como uno de los fantasmas que transitan esos cuentos.
O como un ángel. Supuse que no había oído hablar del libro ni
siquiera de Ana Blandiana. Empecé a tartamudear hasta que una
llamada del móvil me salvó.
Días
después yo bajaba la basura en pijama y zapatillas y ella estaba
fumando un cigarro a la vuelta de la esquina, entre el portal y los
contenedores. A la luz de la farola su rostro parecía demacrado. No
me miró y pensé que no me había reconocido. Bajo el chaquetón
podía ser que ella también vistiera ropa ridícula, un pijama o
algo peor. Las manos me olían a basura cuando me vi en el espejo del
ascensor, un rostro gris y asustado.
Desde
esa noche no pude dejar de pensar en ella. No la había vuelto a ver
pero averigüé su nombre. Irina Moldovan. Su hija debía de ser
mestiza. Se habría divorciado de algún español o igual ni siquiera
esto era cierto y la piel de la niña procedía de alguna región por
mí desconocida. Se pueden ignorar muchas cosas. Algo en su rostro
prematuramente ajado me hizo compadecerme de ella. Hacía mucho
tiempo que intentaba buscar algo original, oponer algo de resistencia
a un rumbo monocorde. Cometí la imprudencia de dejarle el libro en
su buzón, con una nota.
Cuando
me abrió la puerta todo estaba en penumbra. Asomé medio cuerpo, sin
intención de entrar del todo. Ella se había llevado a mi hija al
fondo del pasillo. Cuando ya me estaba dando la vuelta para huir me
llegó su voz que me llamaba desde otro lugar. Acudí como un preso
al cadalso. Estaba de espaldas y observé su cuerpo delgado, el mismo
que fumaba en la oscuridad, a la intemperie, me la imaginé sin ropa
debajo del chaquetón. Entonces se volvió y señaló la mesa. No lo
he leído, dijo. Eso es lo que pretendías, no, que lo leyera. Léeme
tú algún párrafo, así lo hacéis, en clase. Puede que el sarcasmo
aún no esté globalizado, que aún haya matices nacionales en los
tartamudeos, en las pasiones. Sus ojos eran demasiado pequeños para
su rostro, redondo, opaco. Debería haberme ido. O haberme negado
cuando mi mujer me dejó el encargo de bajarle a mi hija. De alguna
forma ellas sí se habían encontrado y se habían entendido. A menos
de un par de metros, sus labios apretados en un rictus serio,
reconcentrado.
Dejó
el libro
en el felpudo. Un
objeto de culpabilidad que uno trata de perder u olvidar. Yo lo
dejé
en su casa, forzando
una continuación, la obligada formalidad de su devolución. Lo
tiré
al suelo y
le di un empujoncito para que quedara oculto en un rincón. ¿Fue
realmente eso lo que hice? Ella
podría habérselo quedado. Fue una
suerte que lo encontrara yo,
tirado,
y no mi mujer.
Aunque podía tener una explicación sencilla, incluso sincera.
Dentro no había ninguna nota de vuelta. No fue lo que esperaba,
aunque tampoco podía saber qué había esperado, tal vez algún tipo
de contacto carnal, a pesar de la poca atracción, de lo irrelevante
de nuestros encuentros. Recogí
el libro, forrado, grueso, con
un extraño formato rectangular,
una
pequeña
obra maestra rumana.
Después
de este
absurdo episodio
Irina
Moldovan y yo mantuvimos
una relación cordial,
de vecinos.
Anodina.
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