¿Qué es lo que más
recordaría del viaje? Es curioso. La
imagen que permanece es la del camarero trajeado de aquel pub del South
Bank. Sus ojos azules, su barba bien
recortada, sus manos de pianista al tirar las cervezas.
El día languidecía y el sol
se ponía sobre el Globe Theater que nunca pisó Shakespeare. Hacía calor, una
brisa que llegaba del río con los últimos reflejos. La cerveza también estaba
tibia. Habían ido a Londres para celebrar la cuarentena. Así dicho, suena a
enfermedad. Y puede que lo sea. La enfermedad de las puertas cerradas. De las
libretas que antes estaban en blanco y ahora en ellas se apretuja letra y
recortes de periódico, entradas de conciertos, certificados médicos y
administrativos.
El alcohol le soltó la
lengua: Y si hablamos de nuestra amistad, sugirió, y sonó como si dijera
amistad en mayúsculas. El grupo se compactó como un monstruo de feria,
una especie de músicos de Bremen, y rio a coro con una sola voz. Después se
animaron a hablar del pasado, les escuchó anécdotas que nunca había escuchado,
o tal vez las había olvidado. En el fondo les quería, era un cariño tibio y
amargo como la cerveza.
Por la noche aprovechó para
observarlas desnudas. Las carnes blancas despojadas, las marcas de las medias y
del sujetador. Sintió algo de vergüenza y se encerró en el baño para
desvestirse.
Y empezó a pensar en ese
camarero. Era delgado, calvo, les dio conversación en un inglés formal,
demasiado bajo, ellas se acodaban cada vez más cerca para no perder sus
palabras. El pub era oscuro a pesar de la hora y el camarero llevaba un traje
de 007.
Sus amigas se habían
dormido, estaban tumbadas en silencio. Intentó escuchar algo, un ronquido. Sólo
algún crujido y su propia respiración.
Miró por la ventana, algo
mareada. No tenía sueño. Sin pensarlo dos veces se metió en el baño y recogió
la ropa que había dejado tirada en el suelo, se vistió y salió lo más sigilosa
que pudo. Empezó a caminar hacia el pub. Esperaría al camarero. Se iría con él
a un apartamento de la Old Compton Street, con ventanas sucias de guillotina y
moqueta. Le quitaría el traje y descubriría un cuerpo lleno de tatuajes. Harían
el amor sin condón. Se dejaría hacer barbaridades, le pediría que se las
hiciera. Lo necesitaba, necesitaba que la mordiesen, que la pegasen, que la
sodomizasen. Por alguna extraña razón ese delicado inglés parecía la persona adecuada.
¿Qué hubieran pensado
ellas? El pub estaba cerrado.
Al otro lado de la calle
del hotel estaba Hyde Park. Se sentó en un banco. Había empezado a llover.
Volvió la náusea y vomitó tras un arbol. Se revolvieron las ardillas y se tumbó
en el césped mojado mirando a un cielo sin estrellas. Hacía mucho tiempo que no
hacía eso. Sintió la humedad penetrando en su cuerpo, fría y reconstituyente,
arriba solo las sombras de los árboles y las nubes. Se quedó allí, llorando, un
rato demasiado largo.
Tuvo que dar un portazo
porque la puerta no encajaba bien. Alicia se dio la vuelta y pudo ver su cuerpo
bajo la manta, y estuvo tentada de meterse en su cama y acariciar su cadera
recrecida, el pelo negro que caía sobre su cara y su hombro.
Es posible que ya fuera tarde
para todo eso. En el reloj del móvil marcaban las tres y cuarenta y siete.
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