Me miraba con
unos ojos llenos de desesperación, redondos, inmensos, irrealmente
grandes, tanto que de pronto todo él era ojos, unos ojos redondos y
negros, llenos de desesperación. Unos ojos de caballo, sin pestañas,
sin pupilas.
El caballo
miraba sin ver, porque esos ojos estaban volcados en su interior, en
un viaje en la noche, en un campo perdido, en unos olores extraños
que no reconocía, ¿dónde había quedado la tranquilidad de la
paja, el establo de dimensiones conocidas, el piar de los pájaros,
la mano que le enjaezaba, la vara que le empujaba y ahora recorría
su lomo produciéndole un escalofrío, como si fuese la piel de un
tambor tibio y vivo, latiendo de miedo y horror, escapándose por
unos ojos llenos de desesperación?.
Dos ojos como
dos embudos en los que se estuviera formando el vórtice de una
tormenta.
Y yo mirando
esos ojos, tragada por ellos, preguntándome por ese caballo oscuro e
inmóvil, que me miraba o puede que ni siquiera me viera desde esos
ojos oscuros y volátiles llenos de desesperación, desde dos
agujeros negros por los que en cualquier momento fuera a succionar el
universo, yo mirando esas llamas oscuras y sólo deseando que no
fuera de carne, que ese caballo tuviera otro destino, que fuera un
caballo para correr, para bailar, para apaciguar a alguien con la
suavidad de sus crines.