lunes, 9 de julio de 2018

Matadero


Me miraba con unos ojos llenos de desesperación, redondos, inmensos, irrealmente grandes, tanto que de pronto todo él era ojos, unos ojos redondos y negros, llenos de desesperación. Unos ojos de caballo, sin pestañas, sin pupilas.
El caballo miraba sin ver, porque esos ojos estaban volcados en su interior, en un viaje en la noche, en un campo perdido, en unos olores extraños que no reconocía, ¿dónde había quedado la tranquilidad de la paja, el establo de dimensiones conocidas, el piar de los pájaros, la mano que le enjaezaba, la vara que le empujaba y ahora recorría su lomo produciéndole un escalofrío, como si fuese la piel de un tambor tibio y vivo, latiendo de miedo y horror, escapándose por unos ojos llenos de desesperación?.
Dos ojos como dos embudos en los que se estuviera formando el vórtice de una tormenta.
Y yo mirando esos ojos, tragada por ellos, preguntándome por ese caballo oscuro e inmóvil, que me miraba o puede que ni siquiera me viera desde esos ojos oscuros y volátiles llenos de desesperación, desde dos agujeros negros por los que en cualquier momento fuera a succionar el universo, yo mirando esas llamas oscuras y sólo deseando que no fuera de carne, que ese caballo tuviera otro destino, que fuera un caballo para correr, para bailar, para apaciguar a alguien con la suavidad de sus crines.

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