Cuando llegaron las máscaras empezamos a besarnos con nosotros mismos como nunca lo habíamos hecho.
Nos
besábamos a nosotros mismos por la mañana y por la tarde, bajando la basura y
cogiendo las cacas del perro, en el baño del trabajo, en el ascensor, en las
escaleras y en el bar y en el pasillo, en la tienda mientras nos probábamos un
jersey, en el supermercado, y mientras nos hacían una revisión ginecológica.
Y los olores cobraron otra
dimensión, los nuestros y los de otros, traspasaban la barrera azul o negra
o blanca, y nos llegaban desvirtuados, impreso en ellos el plástico, el
poliestireno, la saliva, la pasta de dientes, las minúsculas hebras de restos
podridos escondidos en la catedral húmeda de la boca. Dientes, lengua, aliento.
Me autobeso por la mañana cuando
la acritud de los sueños incuba humedad en la cúpula de mi máscara recién
estrenada, me autobeso en el autobús ahogándome en vapores de café, casi puedo
sentir cómo crecen, cómo me recorren la barbilla y los labios y la lengua, esos
seres diminutos que, sin duda, han nacido en ese ambiente propicio y me
parasitan y me comen y me producirán un incómodo acné.
Me autobeso cuando acabo la jornada y acumulo en mi boca y en el espacio que la cubre un olor avaro, una náusea autofagocitada,
el peso de los informes y los expedientes y las rutinas como vahos infernales
con los que no me queda más remedio que convivir. (Excepto los sorbos de cerveza
y los trozos de pincho de tortilla, y el rato que me la quito a escondidas, y
cuando me estrecho con mis contactos estrechos, aprendiendo palabras nuevas y nuevas
costumbres y nuevos autoengaños como besos robados).
Hasta que llego a mi casa a la
noche para separarme de mí misma, y como un dragón echo el fuego de mi
interior, libre, peligroso, cargado de negros presagios, al aire privado de mi piso,
y la arrojo a la hoguera de la basura o del cubo de la colada, como un sicario
que mata al testigo que podría declarar contra quien le ha contratado.
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