Escuchó
unos pasos en el rellano. Era muy tarde, las doce, las dos, en
cualquier caso, no era una hora para andar abriendo y cerrando
puertas. Aplicó el ojo a la mirilla. Y la vio por primera vez, de
espaldas.
Desde
entonces vigilaba las ocasiones en que se reunían. Era por las
tardes. Primero entraba ella. Luego llegaba el tropel de muchachos y
muchachas. Ahora que estaba de baja tenía mucho tiempo libre.
El
hombre tenía también una mujer. La mujer-esposa. Parecía muy dulce
y tenía los ojos oscuros y un mentón pronunciado, el cabello
enroscado que se recogía en horquillas de colores. Suponía que era
tímida porque bajaba la mirada y no hablaba demasiado. Le gustaba
cruzarse con ella. No era un sentimiento de compasión el que sentía,
ni deseaba contarle lo que suponía que desconocía.
La
mujer-dulce-esposa trabajaba fuera de la ciudad. Dormía en otro
sitio de lunes a jueves. Él salía por las mañanas y todas las
tardes recibía a una mujer joven. La musa. Se imaginaba que en la
casa tenía lugar un fenómeno creativo. Estaba claro que todos eran
alumnos, menos la primera mujer que llegaba, la musa. A veces la musa
y el hombre hablaban un rato, con la excusa de algo olvidado, se
despedían mientras los demás subían al ascensor. En otras
ocasiones ella no salía hasta más tarde.
Si
escuchaba a través de la pared de su dormitorio podía oír cosas de
su habitación. Aunque dedujo que no se reunían en ese cuarto, sino
en algún otro lugar de la casa. O que lo que hacían era tan
silencioso que no podía ser inmoral.
A
veces no es necesario preguntar nada, basta con ir reuniendo pequeñas
pistas. Resulta que daba clases de pintura, era profesor en la
escuela de bellas artes.
No
se podía decir que le espiara, simplemente tomaba un café en la
bonita cantina de la facultad, rodeada de pinos, un jardín con
fuente y muchos estudiantes modernos. Todavía era joven para no
desentonar. ¿O la confundirían con una de las profesoras? No lo
vio, aunque preguntó a uno de los conserjes. Cerca de su despacho le
llamó la atención, en el tablón de anuncios, una de esas hojas con
números de teléfono para recortar, clases particulares.
-
Eres muy guapa. Te interesa ganar algo de dinero. No hace falta hacer
nada.
-
Tienes que desnudarte entera, dejas la ropa aquí, serán cuarenta y
cinco minutos, es posible que haga algo de frío porque el calor es
malo para las pinturas.
Antes
de empezar él le había explicado la postura que debía mantener.
Esto fue en su despacho, ella vestida, cuando se presentó a la hora
convenida. Se había dejado barba, no demasiado larga. Pensó en cómo
arañaría la piel de la mujer-dulce-esposa y si también dejaría
algún rastro en la musa. Se quitó toda la ropa en un cuartito
preliminar y salió al aula sintiéndose ligera, sin peso, como si
anduviera sobre un lecho fangoso, y la piel se le erizaba por el
cambio de temperatura. En la gran sala, poblada de caballetes,
reconoció a alguno de los alumnos. Había un escenario redondo en
medio, elevado, hacia allí se dirigió y se quedó de pie,
esperándole.
Al
verla por primera vez desnuda, en el centro del aula, él la observó
detenidamente. Pudo sentir cómo su mirada trazaba un triángulo
entre sus pechos y su pubis. Durante esos segundos fueron esos ojos
como un pincel original. Ella aguantó las ganas de cubrirse con las
manos, dejando casi de respirar, y cuando él se volvió a la clase,
se sintió de pronto a oscuras, soltados los hilos que la sostenían,
próxima a desvanecerse. Se le escapó un suspiro, como si hubiera
hecho un gran esfuerzo, e intentó colocarse en la postura prescrita.
Después de este cenit, el pintor ya sólo la miró de lejos y como
si la cualidad de su desnudo hubiera variado. Fueron los alumnos los
que la estudiaron, haciendo especial hincapié en las sombras que
diferentes partes de su cuerpo proyectaban sobre otras. Él hablaba a
veces para todos, a veces individualmente. A ella no, al objeto no.
Se
le había dormido un brazo. El hormigueo le iba a durar hasta la
mañana siguiente.
-
Mañana intentaré que sea una postura más cómoda.
Él
no la iba a pintar.
No
le importó que no le reconociera. Apenas se habían encontrado un
par de veces en el descansillo. Su mujer-dulce-esposa regresó el
jueves a la noche como de costumbre.
El
resto del día echaba de menos la atenta disección. Tras la cuarta
sesión, él le comentó que daba clases particulares a algunos
alumnos y que necesitaría su ayuda.
Hizo
como que llegaba de otro sitio, adelantándose a los jóvenes
aprendices. La llevó al cuarto, había un diván y no le sorprendió.
Se empezaba a soltar los botones cuando llamaron al timbre. Se
imaginó a la musa (ahora la musa destronada) desnuda, en el diván.
También pensó en la mujer-dulce-esposa, aunque probablemente ella
no quisiera ni entrar a esta habitación. ¿La pintaría a ella? El
ambiente era más cálido que en la escuela y la luz, más trémula.
El
posado duró más de una hora, casi podía oler el sudor de su cuerpo
inmóvil. Él le pidió que se quedara y esperó mientras despedía a
sus alumnos.
Se
fue vistiendo, sin ganas, haciendo tiempo. Cuando él volvió se
estaba subiendo la cremallera de la falda. Sintió otra vez esa
mirada, pero la medición ahora saltaba los pliegues de la piel y las
sombras, daba a presentir el gemido y las texturas tibias,
desmenuzaba anticipadora un sabor, el exacto grado de oposición que
le iba a ofrecer esa carne y su temperatura, el rubor posterior. Ella
dejó las manos colgando, todavía no se había puesto los zapatos.
Después,
le pidió que la pintara, aunque sólo fuera un esbozo, cuatro
líneas, algo. Ella eligió la postura, aunque él la varió
ligeramente en el papel.
Llevó
la pintura a enmarcar y la colgó en su habitación. En la pared
parecía más pequeña.
La
miraba sobre su cama. No volvió a espiarle, ni volvió a las
sesiones de la escuela, ni llegó a enterarse de la segura aparición
de la musa sustituta. Se restableció. Volvió al trabajo. Se siguió
encontrando con la mujer-dulce-esposa en la frutería y en el
ascensor.
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