martes, 27 de mayo de 2014

La musa


Escuchó unos pasos en el rellano. Era muy tarde, las doce, las dos, en cualquier caso, no era una hora para andar abriendo y cerrando puertas. Aplicó el ojo a la mirilla. Y la vio por primera vez, de espaldas.

Desde entonces vigilaba las ocasiones en que se reunían. Era por las tardes. Primero entraba ella. Luego llegaba el tropel de muchachos y muchachas. Ahora que estaba de baja tenía mucho tiempo libre.

El hombre tenía también una mujer. La mujer-esposa. Parecía muy dulce y tenía los ojos oscuros y un mentón pronunciado, el cabello enroscado que se recogía en horquillas de colores. Suponía que era tímida porque bajaba la mirada y no hablaba demasiado. Le gustaba cruzarse con ella. No era un sentimiento de compasión el que sentía, ni deseaba contarle lo que suponía que desconocía.

La mujer-dulce-esposa trabajaba fuera de la ciudad. Dormía en otro sitio de lunes a jueves. Él salía por las mañanas y todas las tardes recibía a una mujer joven. La musa. Se imaginaba que en la casa tenía lugar un fenómeno creativo. Estaba claro que todos eran alumnos, menos la primera mujer que llegaba, la musa. A veces la musa y el hombre hablaban un rato, con la excusa de algo olvidado, se despedían mientras los demás subían al ascensor. En otras ocasiones ella no salía hasta más tarde.

Si escuchaba a través de la pared de su dormitorio podía oír cosas de su habitación. Aunque dedujo que no se reunían en ese cuarto, sino en algún otro lugar de la casa. O que lo que hacían era tan silencioso que no podía ser inmoral.

A veces no es necesario preguntar nada, basta con ir reuniendo pequeñas pistas. Resulta que daba clases de pintura, era profesor en la escuela de bellas artes.

No se podía decir que le espiara, simplemente tomaba un café en la bonita cantina de la facultad, rodeada de pinos, un jardín con fuente y muchos estudiantes modernos. Todavía era joven para no desentonar. ¿O la confundirían con una de las profesoras? No lo vio, aunque preguntó a uno de los conserjes. Cerca de su despacho le llamó la atención, en el tablón de anuncios, una de esas hojas con números de teléfono para recortar, clases particulares.
- Eres muy guapa. Te interesa ganar algo de dinero. No hace falta hacer nada.

- Tienes que desnudarte entera, dejas la ropa aquí, serán cuarenta y cinco minutos, es posible que haga algo de frío porque el calor es malo para las pinturas.
Antes de empezar él le había explicado la postura que debía mantener. Esto fue en su despacho, ella vestida, cuando se presentó a la hora convenida. Se había dejado barba, no demasiado larga. Pensó en cómo arañaría la piel de la mujer-dulce-esposa y si también dejaría algún rastro en la musa. Se quitó toda la ropa en un cuartito preliminar y salió al aula sintiéndose ligera, sin peso, como si anduviera sobre un lecho fangoso, y la piel se le erizaba por el cambio de temperatura. En la gran sala, poblada de caballetes, reconoció a alguno de los alumnos. Había un escenario redondo en medio, elevado, hacia allí se dirigió y se quedó de pie, esperándole.

Al verla por primera vez desnuda, en el centro del aula, él la observó detenidamente. Pudo sentir cómo su mirada trazaba un triángulo entre sus pechos y su pubis. Durante esos segundos fueron esos ojos como un pincel original. Ella aguantó las ganas de cubrirse con las manos, dejando casi de respirar, y cuando él se volvió a la clase, se sintió de pronto a oscuras, soltados los hilos que la sostenían, próxima a desvanecerse. Se le escapó un suspiro, como si hubiera hecho un gran esfuerzo, e intentó colocarse en la postura prescrita. Después de este cenit, el pintor ya sólo la miró de lejos y como si la cualidad de su desnudo hubiera variado. Fueron los alumnos los que la estudiaron, haciendo especial hincapié en las sombras que diferentes partes de su cuerpo proyectaban sobre otras. Él hablaba a veces para todos, a veces individualmente. A ella no, al objeto no.

Se le había dormido un brazo. El hormigueo le iba a durar hasta la mañana siguiente.
- Mañana intentaré que sea una postura más cómoda.
Él no la iba a pintar.

No le importó que no le reconociera. Apenas se habían encontrado un par de veces en el descansillo. Su mujer-dulce-esposa regresó el jueves a la noche como de costumbre.

El resto del día echaba de menos la atenta disección. Tras la cuarta sesión, él le comentó que daba clases particulares a algunos alumnos y que necesitaría su ayuda.

Hizo como que llegaba de otro sitio, adelantándose a los jóvenes aprendices. La llevó al cuarto, había un diván y no le sorprendió. Se empezaba a soltar los botones cuando llamaron al timbre. Se imaginó a la musa (ahora la musa destronada) desnuda, en el diván. También pensó en la mujer-dulce-esposa, aunque probablemente ella no quisiera ni entrar a esta habitación. ¿La pintaría a ella? El ambiente era más cálido que en la escuela y la luz, más trémula.

El posado duró más de una hora, casi podía oler el sudor de su cuerpo inmóvil. Él le pidió que se quedara y esperó mientras despedía a sus alumnos.

Se fue vistiendo, sin ganas, haciendo tiempo. Cuando él volvió se estaba subiendo la cremallera de la falda. Sintió otra vez esa mirada, pero la medición ahora saltaba los pliegues de la piel y las sombras, daba a presentir el gemido y las texturas tibias, desmenuzaba anticipadora un sabor, el exacto grado de oposición que le iba a ofrecer esa carne y su temperatura, el rubor posterior. Ella dejó las manos colgando, todavía no se había puesto los zapatos.

Después, le pidió que la pintara, aunque sólo fuera un esbozo, cuatro líneas, algo. Ella eligió la postura, aunque él la varió ligeramente en el papel.

Llevó la pintura a enmarcar y la colgó en su habitación. En la pared parecía más pequeña.

La miraba sobre su cama. No volvió a espiarle, ni volvió a las sesiones de la escuela, ni llegó a enterarse de la segura aparición de la musa sustituta. Se restableció. Volvió al trabajo. Se siguió encontrando con la mujer-dulce-esposa en la frutería y en el ascensor.




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