Me los
encontraba paseando, cuando iba a tirar la basura o mientras esperaba el
autobús.
Era un hombre
encapuchado y siempre me hacía pensar que los hombres encapuchados ocultan
algo además de su cabeza. El perro le seguía, unas veces a distancia, otras a
escasos pasos; si se retrasaba mucho, el hombre le esperaba, pero no en una
actitud de espera, sino simplemente parado, sin mirar atrás ni a ningún otro
sitio, como si estuviera en pausa dentro de una película.
Hacían deporte,
suponía yo.
El perro no llevaba
correa ni arnés. Era un perro de los que suelen llevarlos, y también de los que
suelen llevar abriguitos en invierno. Por eso me
sorprendían más las costumbres de su dueño.
Correteaban
ambos en una carrera extraña, acompañados el uno por el otro.
Alberto me
había contado que la boda sería en el campo. La idea había sido suya, ya que
pensaba que era lo que más le podía gustar a ella.
A ella. Me
resultaba extraño escuchar de sus labios esta palabra refiriéndose a Begoña. No
porque no hubiéramos hablado de ella muchas veces. Habíamos hablado mucho de
Begoña. Habíamos hablado de ella tomando una cerveza. Mientras fumábamos fuera
de un restaurante. En el coche. Algunas noches en que nos habíamos despertado
casi a la vez.
Yo estaba
invitada, y también Ángel. Prefiero ir sola. Había pensado que podría
librarme. No sólo de ir, sino de que ocurriera realmente. Y mi egoismo hacía
que se me saltasen las lágrimas.
Les miraba
porque yo tuve un perro como el pequeño perro jadeante. Le había puesto
abriguitos en invierno, en los días de auténtico frío, y también una correa
de colorines. No le había llevado a correr por las mañanas, realmente nunca le había
hecho correr porque era consciente de que estas razas de perros tienen una
constitución defectuosa y en cualquier momento, por un excesivo esfuerzo,
pueden colapsarse, ahogarse y morir.
Me convencí
diciéndome que Alberto estaría muy guapo con traje de novio. Que puede que no
siempre sea necesario que las cosas sean como nos las imaginamos.
La boda fue
preciosa. Fui sola y me senté con el grupo de amigos de siempre, algunos con
sus maridos o mujeres. Había mesas con manteles de hilo al aire libre,
guirnaldas de flores, luces de colores, velas gigantes de flamencos, música en
directo.
Llegó el momento
en que me encontré bailando con Alberto. Lo había esperado y todo se produjo
como siguiendo un misterioso pero fiable guión. Ya había anochecido y yo, tras
varias copas, me encontraba felizmente sentenciada. Alberto apoyaba firmemente
su mano en mi zona lumbar, donde se apretaba más el vestido, una mano cuyo
calor traspasaba la tela y casi quemaba. Sonreía y estaba más guapo que nunca. Enhorabuena,
susurré. Y en ese momento lo sentí de forma sincera, bajo esa bella carpa,
“invitada bailando con el novio”, con la fiesta prometida hasta el
amanecer. Me acerqué su mano, la otra, la que atrapaba la mía, a mi boca, y la
besé.
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