Cuando mi
madre murió reuní todos sus tapetes de ganchillo para hacerme una manta. No
quise ninguna joya ni otro objeto de valor, se los repartieron entre mis
hermanos y mis cuñadas. Mis hermanos vendieron la casa, y yo solo quise el
ajuar.
Me costó reunir
todas las labores de mi madre. Hubo cierta época en que tejió mucho. Algunos
tapetes estaban en casa. Encontré otros en cajas polvorientas, en el trastero,
o en el armario, bajo las toallas y las sábanas bordadas. Metí sus ganchillos
metálicos, algunos ya oxidados, en una bolsita de terciopelo azul.
Recuerdo a mi
madre siempre ocupada en algo. Solo en los últimos tiempos permaneció ociosa,
un poco desorientada, tal vez recriminándonos en silencio nuestra
supervivencia.
Mi madre se
pintaba las uñas de color rosa y las cuidaba tanto como cuidaba sus plantas, la
plata, a nosotros. Mis uñas nunca pasan de la yema y con frecuencia me las
muerdo. Pero recuerdo las manos de mi madre tejiendo, cocinando, peinándonos a las
chicas con gruesas trenzas, haciéndonos cosquillas en los pies. Sosteniendo
nuestras frentes cuando vomitábamos. Hay una foto en que se pueden ver muy bien
sus manos blancas de uñas primorosas. Estamos mi madre, mi padre y yo, aún no
habían nacido mis hermanos, sólo estábamos los tres. Mi madre lleva el pelo muy
cardado, a la manera de los setenta, y me sujeta por el pecho con sus manos
preciosas, el rosa nacarado de las uñas destaca sobre mi peto marrón. Mi padre
nos abraza a las dos. Detrás se recortan las montañas, desde donde parece
provenir el viento que nos revuelve el pelo.
Lavé a mano y
ordené todas las sábanas, la mantelería y las labores de ganchillo. Estas
últimas las puse a parte para confeccionar la manta. Tardé mucho en encontrar
el encaje perfecto de los trozos. La mayoría eran blancos, de hilo fino,
planchados a lo largo de años y años, lo que les había dado una forma plana y
brillante como el interior de las conchas. Compré un hilo de seda para coserlos
y una aguja nueva. Admití cierta discordancia, y una forma ligeramente irregular.
Al fin y al cabo está hecha de retazos sin relación entre sí, no se
planificó para quedar cosido, cada trozo fue concebido en su singularidad, cada
uno para un fin o simplemente como un entretenimiento. La coloqué sobre mi cama
y me tumbé sobre ella, arrugándola, la doblé sobre sí misma para taparme, cerré
los ojos y aspiré el olor a jabón que desprendía, cierta aspereza de tela
antigua, la sal de mis lágrimas por echarla de menos ya para siempre.