Abrí el corazón de mi ex marido
para ver qué había dentro.
Quería encontrar algo mío allí,
una manía, una forma de hablar, aunque fuera un pelo.
Lo que encontré fue un pelo de
nuestro perro, que murió hace un año. Supongo que habrá barrido todo bien,
habrá pasado el aspirador o incluso se habrá comprado una roomba, ha comenzado
una nueva etapa y me alegro. Aunque un pelo mío no sería para tanto.
Soy una mujer de ciencias. Una
geóloga. Por eso sé que estamos formados por distintas capas que se nos van
añadiendo, que se compactan y mutan, formando cordilleras y simas, cuevas y
valles. Llenas de sedimentos y de objetos de otros tiempos que podemos estudiar si logramos llegar a ellos, que nos ayudan a entender nuestra
evolución, nuestro pasado, incluso qué nos cabe esperar del futuro, qué
corrimientos nos pueden hundir o partir.
Mi carrera como geóloga comenzó el
día que me corté con un cuchillo y, tras la sangre, con bastante dificultad y un
punzante dolor, brotó de la herida un erizo petrificado. Logré reconocer en él
mi niñez, y aunque esperé, no salió nada más. Poco después me operaron de
apendicitis, y los médicos tuvieron que cortar una capa adicional de músculo y
vísceras. Según el informe del cirujano, se trataba de un estrato añadido por alguien de
forma poco profesional; me disculpé por haberle hecho trabajar de más, y él,
amablemente, respondió que no pasaba nada, que estaba acostumbrado, que nos
pasa a todos, que a veces faltan órganos y otras veces sobran.
Pero estos métodos son demasiado agresivos.
Abrir corazones. Cortar carne con un bisturí. Así que me planteé la posibilidad de estudiar las capas geológicas de las personas al tacto; supuse que mientras algunas
se encuentran muy en el fondo (como los grafitos de mi puño y letra en los
huesos de mi hermana) otros estratos se encuentran mucho más afuera. Son estos
sedimentos superficiales, aún no compactos, los que me interesan, ya que
muestran algo que está cambiándolo todo, pero aún no, lo incipiente, lo incierto, algo que puede ser o no ser, lo que aún es maleable.
Me dedico a palpar a todo aquel que
conozco. Toco frentes, aprieto antebrazos, introduzco mis dedos en bocas
previamente aseptizadas, y entre los huecos fibrosos de las costillas. He
probado con las manos, con la lengua, con los pies, con el vello de mi cara.
Intento sacar conclusiones al acariciar esas capas apenas perceptibles. Las fotografío, las comparo, las
observo durante horas. Intento actuar sobre ellas, como si fuera un Dios o el mismo destino. A veces creo dar con algo.
Luego me llevo la mano al cuello y siento que en el hueco de mi garganta se está formando una bola del tamaño de una canica e intento imaginar cómo será el otro geólogo, no yo, sino la persona que la descubra, entre el polvo de huesos y madera, o mediante una tecnología aún no inventada, y me figuro qué es lo que podrá averiguar y aprender de esa bola de mi garganta, mientras me la toco y siento que mis manos son las suyas y que la presión que ejerzo en la piel ya me ha transformado..
Luego me llevo la mano al cuello y siento que en el hueco de mi garganta se está formando una bola del tamaño de una canica e intento imaginar cómo será el otro geólogo, no yo, sino la persona que la descubra, entre el polvo de huesos y madera, o mediante una tecnología aún no inventada, y me figuro qué es lo que podrá averiguar y aprender de esa bola de mi garganta, mientras me la toco y siento que mis manos son las suyas y que la presión que ejerzo en la piel ya me ha transformado..