viernes, 21 de febrero de 2020

44

Llega febrero e ignoro todo sobre el nacimiento de mis perros. Los perros no tienen partidas de nacimiento. Les echo tres o cuatro años pero no sé nada de sus padres ni sus madres, si fueron cachorros raquíticos, si alguien guarda sus cordones umbilicales. Al contrario, como si esto fuera un dato relevante, sé que yo nací un domingo a las 20 horas.
Mi padre escribió una entrada en su diario el día de mi nacimiento Ana María, un bebé precioso, una niña. Estaba ya en casa cuando lo hizo, de madrugada, al volver del hospital después de haberme conocido, escribió esa frase y algunos datos más, como la hora exacta en que vine al mundo y mi peso, se sirvió una copa y brindó. Vino a recogernos en su 127, que se averió. Salimos de la maternidad con aires democráticos; fui un feto sin derecho de reunión, pero el día que salí a la calle por primera vez, principios de marzo del 76, día templado en Pamplona, me encontré con una manifestación autorizada y un taller mecánico. Qué manifestaban y qué pasó después no lo sé con exactitud. Mi padre no siguió escribiendo el diario y sus páginas permanecen mudas. Ese marzo cumplió veintinueve años. 
En esas páginas amarillentas he encontrado una clave secreta para salvarme de mi edad reordenando el vacío y ocupando los huecos con material de derribo. 
Cruzo de nuevo todos los umbrales que crucé después del primero, sin miedo a cometer fraude ni perjurio. Mis manos son las mismas 44 años después, las mismas que escarbaron la tierra extranjera donde derramé el semen de mi juventud, las que trenzaron flores de azahar y palparon cuerpos que ahora son polvo y son huesos en la oscuridad del panteón. 

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