lunes, 28 de abril de 2014

Turismo


No sé si me gusta Nueva York porque sale en todas mis películas favoritas o las prefiero porque están ambientadas allí, pero el día que desde lejos vi por primera vez el brumoso perfil de la mítica isla, mucho antes de llegar, desojándome en ese autobús atestado de honeymooners, comprendí que estaba realmente enamorado y que como los verdaderos enamorados no podía ya discernir. En la zona cero, como una especie de premonición del futuro de nuestro matrimonio, Alicia y yo nos hicimos la promesa de regresar cuando los planes de reconstrucción cuajaran. Uno de los edificios más altos del mundo, parecía demasiado y así lo fue, tuve que esperar casi diez años. Me costó mucho convencer a Alicia. Empecé por su marido y fue bastante incómodo porque en todo momento pensó que se trataba de un absurdo intento de tirarme a su mujer. ¿Para qué? Lo había hecho mil veces ya. Me pareció más diplomático presentarle a Claudia, mi novia de entonces (largas piernas, escote ocho mil). A Claudia le parecía bien que cumpliera una promesa aunque implicara viajar siete días a solas con mi primera mujer, Claudia no daba importancia a esas cosas, era religiosa y entendía las supersticiones. El marido de Alicia dijo "bueno" en nuestra tercera conversación y Alicia dijo "vamos a ver si se puede organizar". Salimos un uno de septiembre de Barajas, T4. No nos acostamos (del todo) pero sí recorrimos toda la avenida de Broadway en zapatillas de deporte como una peregrinación.

Me reencontré con el álbum de ese segundo viaje la noche en que Larry trajo una botella de Vega Sicilia para cenar. Larry es el único amigo extranjero que conservo. Tuve muchos pero los fui perdiendo como perdí todos los pelos de mi cabeza, uno a uno y sin darme cuenta. Larry y yo tenemos en común que hace tiempo que hemos olvidado esas cosas que antes no podíamos dejar de pensar (me tendría que extender demasiado aquí, cuando además es obvio y si no, esperen un poco). Esa noche le enseñé el álbum descubierto y él aclaró por qué el Vega Sicilia, que nos miraba casi con personalidad propia, como un comensal más, como si pensara que no nos atreveríamos a profanarlo (sí lo hicimos, con fruición) venía muy a cuento. Había recibido una llamada de Estados Unidos, de una tal Susan F. Dawson, abogada. Parece ser que un tío suyo había fallecido sin más herederos que él, y ahora Larry era propietario de un rancho en Oklahoma y de más de un millón de dólares. Ni siquiera sabría colocar Oklahoma en el mapa, le dije, abrumado. Larry me miró sin decir nada.

Después de que Larry regresara a Estados Unidos me sentí terriblemente solo.

Conocí a Mireia en un viaje a Egipto. Lo contraté por consejo de mi psicólogo, que me dio la tarjeta de una agencia que organizaba actividades para singles, supongo que con alguna participación suya, y decidí que era un buen momento para volver a oriente, aunque fuera poco oriente. No salió del todo mal. Conocí a potenciales amigos, nos pasamos con las fotos, sufrimos el calor y el buque, que era horrible y la comida peor (francamente me quedé corto con los fortasecs y las precauciones), pero Mireia y yo nos hicimos ojitos desde el primer día y aunque nada carnal sucedió allí, nos dimos nuestros teléfonos en la azotea del hotel de El Cairo y los usamos nada más llegar ella a Barcelona y yo a Pamplona.

Mireia y yo nos citamos dos veces, en Barcelona. En el primer viaje nos besamos sobre la postal de la ciudad en la terraza de mosaico del Park Güell. Durante nuestro segundo encuentro fuimos a la Sagrada Familia. Hasta dentro de veinte años no está previsto que finalicen sus obras, figuradas por Gaudí sólo en un diez por ciento. Vaya decepción. La prudencia me llevó a abstenerme esta vez de promesas. Por la noche cenamos en el puerto, paseamos agarraditos de la mano y (por fin) hicimos el amor en su apartamento. 

Mireia tiene cinco años más que yo y me está enseñando catalán. 

Hemos invitado a Alicia y a Claudia a nuestra boda civil y espero con ilusión que Larry venga desde Oklahoma. Todavía no hemos decidido a dónde ir de viaje de novios. El mundo es tan grande.

miércoles, 23 de abril de 2014

Espuma



Hacía tiempo que no se tomaba un rato para ella sola. No puso música, quería escuchar el silencio de su mente en blanco, quería dejar de pensar o pensar en nada, o dejar que su mente se fuera vaciando al mismo ritmo que se llenaba de agua la bañera. La luz de primera hora de la tarde caía sobre la mitad del cuarto de baño, dejando zonas en confortable sombra. Se introdujo en el espacio todavía vacío y se tumbó, sintiendo el tacto helado de la porcelana en la espalda. Se escuchaba el eco de las voces desde el exterior, su marido y sus hijos jugando en el jardín. La espuma empezaba a formarse, un pequeño montículo en sus pies. Sentía una placidez distraída y decidió comenzar el vaciamiento mental a través de la observación de su cuerpo. Primera idea: no soy joven ya. No, así no. Debía hacer un esfuerzo más. Mirar por sus ojos como si otros ojos fueran, unos ojos nuevos, unos ojos vírgenes de ella. Unos ojos extraños lo bautizarían, lo bendecirían, eliminarían esa pátina de uso. Esa era una de las posibilidades. La otra no quería plantearla, unos ojos haciéndola sentir más desnuda que desnuda, más examinándola que observándola. Para ellos, esos ojos nuevos, esa cicatriz en forma de flecha apuntando a su pubis. Tocó con la punta de los dedos sus muslos, alzando un poco las rodillas, cerrando los ojos, los únicos reales. El agua iba subiendo lentamente, pronto empezaría a flotar. Mientras se tocaba, el pensamiento le llevó a los hombres que de una forma u otra habían conocido esas profundidades. Se inventó el juego de contarlos. Un número como otro cualquiera. Impar. Luego el juego le llevó a recordar algo de cada uno. Se sorprendió al no poder invocar nada sexual de uno de ellos. ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para olvidar ese tipo de cosas? Lo volvió a intentar. Recordó su cara, sus manos morenas que la habrían tocado donde ella tocaba ahora. Nada. Abrió los ojos. El agua había llegado a un límite razonable. Estaba muy caliente. Cerró el grifo. Había una gran montaña de espuma en sus piernas, que iba navegando con parsimonia hacia las zonas superiores. Observó sus pezones, dos gemelas islas desiertas. La placidez volvió a inundarla, sumergió la cabeza y la mantuvo unos instantes bajo el agua. La dimensión subacuática le ayudó a distorsionar sus pensamientos hasta disolverlos nuevamente y hacer un segundo intento hacia la nada. No es que le importase divagar, perderse en lo que fuera que le sugería ese momento de desnudez húmeda y solitaria. La inmersión le llevó a recordar a otro de esos hombres. Había tenido encuentros extraños, fetichistas, incluso prohibidos, pero en ninguno se había sentido tan ajena a lo que estaba sucediendo, como si ya mientras transcurría fuera parte del recuerdo que ahora recordaba. Fue en la universidad, salía con ese chico desde hacía meses y unas veces se acostaban en la casa de los padres de él y otras en un coche viejo y pequeño que aparcaban en un camino a las afueras del campus. Fue en la casa. Él le arrastró a la habitación de sus padres. Ella se resistió y él le intentó convencer con estúpidos argumentos como que la cama era más grande y más cómoda. Ella sólo podía ver el joyero de la madre, el cuadro con una anunciación sobre el cabecero de madera. Él se excitó muchísimo, le bajó las bragas y no quiso quitarle la falda, lo hicieron rápido, intensamente. Rompieron al poco tiempo. No había vuelto a pensar en esa tarde, el sol golpeando las persianas bajadas, el armario un poco abierto con la ropa de la madre, él y su madre tenían una relación difícil. Ahora ella era la madre y todo era distinto. Sus hijos iban a crecer pronto. No, ese hilo no lo iba a seguir. Echó de menos entonces el aparato al fondo del cajón de su mesilla. Un regalo o sugerencia de sus amigas. Era sumergible. Pero de ninguna manera iba a interrumpir la sesión saliendo del agua. Se conformaría con lo que había. La vuelta a algún tipo de pasado (o futuro, que viene a ser lo mismo), a unos ojos nuevos, unas manos hábiles, un orgasmo plácido y mojado. El agua todavía estaba caliente, no había prisa. Sólo fuera del agua los dedos de los pies y la mitad de la cabeza, dejaba que el agua se metiera en su boca, los labios entreabiertos, para luego ir escupiéndola, dejándola salir, lentamente. Sin pensar en nada más. Escuchó un ruido en el pasillo al otro lado de la puerta, pero si alguien entraba, la cubría una nívea capa de espuma.







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domingo, 13 de abril de 2014

Infame poesía












Comprender
si lees mis palabras
y entiendes
sus mil significados.

Comprender
las grietas de la calle
que sorteaba siendo niña
como intuyendo su misterio
y el mensaje que en ellas aguardaba

(porque ahora
las interpreto
es mi oficio, es lo único
que sé hacer).

Seguramente esté inventando
como invento tu personaje
y le veo hablando
mis palabras, las mías (no las tuyas)
porque esto es algo que sirve
para sentir y no decir
y no hablar
y no tocar (esto menos que nada)
es un sentimiento en sí mismo
que nace y muere para ser un objeto
de decoración
un embellecedor
un porque sí
un tal vez
un y si te hubiera conocido antes.

Porque este amor nonato
que se expande y me hace llorar
que es un feto infectado que aunque sin posibilidades de nacer
lucha por sobrevivir
me hace
hacer poemas (infames)
cuando yo prefiero la prosa.

Y este amor imposible
que explota en su redondez, en su plenitud fracasada
me inunda de lágrimas
de juventud
(como si no tuviera ya demasiados
y esa hoja no estuviera ya escrita
y tachada
y no se hubiera ya volteado
y ya no hubiera más que un post data
un epílogo
donde no hay acción
no hay trama
sólo una despedida
antes de llegar).

¿Y fue sexo? ¡No!
¿Y fue real? No
¿Y fue ... qué fue? ¿Qué realmente es? ¿Es la tormenta o la brisa, eres tú o soy yo, acaso un nosotros deconstruído?
Hoy sí, hoy voy a dejar las grietas enrevesadas y cocinaré o haré croché, voy a ocuparme las manos y la cabeza con una tarea femenina pequeño burguesa (igual hasta uso la thermomix) y dejaré de inventar,
dejaré de pensar en ti, en tu voz en tus labios tu ojos tus piernas (desnudas sobre las mías o entre ellas), desocuparé el extemporáneo deseo de que ocupes todo lo que es físico en mí (y también lo que no lo es), de que me aplastes y me destruyas y me aniquiles y me hagas olvidarme de ti, de mí, y de esta infame poesía
en una plácida siesta de
punto final
.


miércoles, 2 de abril de 2014

El viaje decadente


La sombra del pelo, muy oscuro, lacio, proyectándose sobre su cuello, le hacía parecer mayor o más cansada o quizá era cuestión de la ineficiente luz de ese bar minúsculo, el peor que habíamos encontrado en el paseo sin un alma ni buena ni mala.
Íbamos buscando el lugar más decadente, en una competición por hallar el rincón menos turístico de los destinos turísticos. Viaje decadente para una relación decadente.
Era noviembre. Huíamos sin saber de qué huíamos. Buscábamos una salida en un callejón sin salida, sabiendo que era un viaje con retorno, que pronto se iba a truncar, si no estaba ya truncado antes de iniciarse. Fue una última aventura, cuando ya no era tiempo para aventuras.
- Te vas a quitar el anillo.
- No. Me he acostumbrado a él. - El anillo relucía como el mar hojalatado. A veces mucho y a veces nada, completamente opaco.
- ¿Te molesta?
- No. Supongo que no importa.
A veces notaba el metal frío arrastrando por el filo de mi espalda.
- Quiero hacer un mapa de tus cicatrices.
Me recostaba y observaba, descubría, cada cicatriz, cada remiendo de piel. No quería saber su historia, dónde se las hizo, ni por qué habían perdurado en su piel.
Miraba mucho su cuerpo, casi fotografiándolo.
- Voy a inventar algo para cada una de ellas.
- Será algo nuestro, entonces.
Los hoteles olían. Sobre todo a humedad. A polvo. A mantas recogidas en altillos.
Las largas sesiones nos dejaban los labios hinchados. Ella los tenía abultados de por sí, y el pelo negro, como su sexo y los pezones.
El mar también era negro bajo el gris del anochecer. Seguíamos esquivando conscientemente los lugares atractivos. Nos escondíamos en la habitación hasta las cinco, para salir a encontrar cualquier cafetería vacía, cuando ya era casi de noche. Ella se ponía una falda negra estampada con flores de colores. Ella apenas hablaba con nadie, yo pedía al camarero y a veces le daba palique. Ella se mordía el labio. Se los pintaba de rojo, no creo que lo hiciera ni cuando era joven. Fumaba, bebía, nerviosa. La bolsa del supermercado entre sus piernas, con un menú de supervivencia y condones.
Recuerdo a uno de los camareros. Era delgado y tenía unos ojos verdes de gato y un tatuaje carcelario en el brazo, que le llegaba hasta la muñeca. Le miraba mucho a ella y nos invitó a una ronda que se convirtió en otra y en otra y en una última en un bar de copas cuando cerró, un bar igualmente vacío con seis o siete personas, todos tan perdidos como nosotros.
En nuestra alcoholizada mente el experimento se perfiló en su perfección. O puede que sólo en la mía. Ella se mordía el labio.

El camarero se corrió agarrándole las tetas con fuerza, mientras yo me masturbaba porque fui incapaz de participar de otra manera, casi tapándome con la cortina, la observaba enfebrecido, cómo se movía y cómo el expresidiario le chupaba el vientre, donde yo antes había besado su ombligo y había depositado allí una gota de saliva. Cuando acabó se echó en la cama y resoplando dijo que se iría, y ella no dijo nada más que me voy a duchar, cuando salió ya no estaba el tercer hombre y la abracé y la llevé a la cama y antes de dormirnos ella me preguntó si quería hacer el amor, si tenía ganas de acabar, de tener un orgasmo, que ella no lo había tenido.
Nos ocultábamos nuestra verdadera vida, aunque la vida verdadera era la del uno en el otro. Los hoteles se sucedían, todos vaciados de turistas, se barajaban con las cafeterías donde otros camareros nos recibían molestos porque no era tiempo de andar por los paseos marítimos, aunque fueran los más alejados del circuito de los jubilados de otoño. Hacía cada día más frío y cada día era más corto. Evitábamos también a los abuelos con sandalias de goma y calcetines. Observábamos de lejos a los niños que iban al colegio y a sus madres que fumaban en el parque, ciegas al mar y a la playa.
Una noche, ya de las últimas, a pesar del frío nos metimos en el agua, sin ropa, y le pregunté si era feliz.
- Sí -me respondió ella inmediatamente - soy feliz.
Probablemente no existía otra respuesta. Sabíamos que ya no nos volveríamos a hablar así.

Nos costó despedirnos. Al llegar a mi casa me tumbé en el sofá y cerré los ojos. Me vi yendo al trabajo al día siguiente. Fui intentando olvidar su número de teléfono. Igual ahora ella se lo cambiaba. No deseaba saber si había conseguido volver. Me la imaginé deteniéndose ante la puerta, escuchando una voz masculina que no había olvidado, el lloriqueo de un niño. Metiendo la llave sin que le temblara el pulso.