miércoles, 23 de abril de 2014

Espuma



Hacía tiempo que no se tomaba un rato para ella sola. No puso música, quería escuchar el silencio de su mente en blanco, quería dejar de pensar o pensar en nada, o dejar que su mente se fuera vaciando al mismo ritmo que se llenaba de agua la bañera. La luz de primera hora de la tarde caía sobre la mitad del cuarto de baño, dejando zonas en confortable sombra. Se introdujo en el espacio todavía vacío y se tumbó, sintiendo el tacto helado de la porcelana en la espalda. Se escuchaba el eco de las voces desde el exterior, su marido y sus hijos jugando en el jardín. La espuma empezaba a formarse, un pequeño montículo en sus pies. Sentía una placidez distraída y decidió comenzar el vaciamiento mental a través de la observación de su cuerpo. Primera idea: no soy joven ya. No, así no. Debía hacer un esfuerzo más. Mirar por sus ojos como si otros ojos fueran, unos ojos nuevos, unos ojos vírgenes de ella. Unos ojos extraños lo bautizarían, lo bendecirían, eliminarían esa pátina de uso. Esa era una de las posibilidades. La otra no quería plantearla, unos ojos haciéndola sentir más desnuda que desnuda, más examinándola que observándola. Para ellos, esos ojos nuevos, esa cicatriz en forma de flecha apuntando a su pubis. Tocó con la punta de los dedos sus muslos, alzando un poco las rodillas, cerrando los ojos, los únicos reales. El agua iba subiendo lentamente, pronto empezaría a flotar. Mientras se tocaba, el pensamiento le llevó a los hombres que de una forma u otra habían conocido esas profundidades. Se inventó el juego de contarlos. Un número como otro cualquiera. Impar. Luego el juego le llevó a recordar algo de cada uno. Se sorprendió al no poder invocar nada sexual de uno de ellos. ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para olvidar ese tipo de cosas? Lo volvió a intentar. Recordó su cara, sus manos morenas que la habrían tocado donde ella tocaba ahora. Nada. Abrió los ojos. El agua había llegado a un límite razonable. Estaba muy caliente. Cerró el grifo. Había una gran montaña de espuma en sus piernas, que iba navegando con parsimonia hacia las zonas superiores. Observó sus pezones, dos gemelas islas desiertas. La placidez volvió a inundarla, sumergió la cabeza y la mantuvo unos instantes bajo el agua. La dimensión subacuática le ayudó a distorsionar sus pensamientos hasta disolverlos nuevamente y hacer un segundo intento hacia la nada. No es que le importase divagar, perderse en lo que fuera que le sugería ese momento de desnudez húmeda y solitaria. La inmersión le llevó a recordar a otro de esos hombres. Había tenido encuentros extraños, fetichistas, incluso prohibidos, pero en ninguno se había sentido tan ajena a lo que estaba sucediendo, como si ya mientras transcurría fuera parte del recuerdo que ahora recordaba. Fue en la universidad, salía con ese chico desde hacía meses y unas veces se acostaban en la casa de los padres de él y otras en un coche viejo y pequeño que aparcaban en un camino a las afueras del campus. Fue en la casa. Él le arrastró a la habitación de sus padres. Ella se resistió y él le intentó convencer con estúpidos argumentos como que la cama era más grande y más cómoda. Ella sólo podía ver el joyero de la madre, el cuadro con una anunciación sobre el cabecero de madera. Él se excitó muchísimo, le bajó las bragas y no quiso quitarle la falda, lo hicieron rápido, intensamente. Rompieron al poco tiempo. No había vuelto a pensar en esa tarde, el sol golpeando las persianas bajadas, el armario un poco abierto con la ropa de la madre, él y su madre tenían una relación difícil. Ahora ella era la madre y todo era distinto. Sus hijos iban a crecer pronto. No, ese hilo no lo iba a seguir. Echó de menos entonces el aparato al fondo del cajón de su mesilla. Un regalo o sugerencia de sus amigas. Era sumergible. Pero de ninguna manera iba a interrumpir la sesión saliendo del agua. Se conformaría con lo que había. La vuelta a algún tipo de pasado (o futuro, que viene a ser lo mismo), a unos ojos nuevos, unas manos hábiles, un orgasmo plácido y mojado. El agua todavía estaba caliente, no había prisa. Sólo fuera del agua los dedos de los pies y la mitad de la cabeza, dejaba que el agua se metiera en su boca, los labios entreabiertos, para luego ir escupiéndola, dejándola salir, lentamente. Sin pensar en nada más. Escuchó un ruido en el pasillo al otro lado de la puerta, pero si alguien entraba, la cubría una nívea capa de espuma.







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