Hacía tiempo que no
se tomaba un rato para ella sola. No puso música, quería escuchar
el silencio de su mente en blanco, quería dejar de pensar o pensar
en nada, o dejar que su mente se fuera vaciando al mismo ritmo que se
llenaba de agua la bañera. La luz de primera hora de la tarde caía
sobre la mitad del cuarto de baño, dejando zonas en confortable
sombra. Se introdujo en el espacio todavía vacío y se tumbó,
sintiendo el tacto helado de la porcelana en la espalda. Se escuchaba
el eco de las voces desde el exterior, su marido y sus hijos jugando
en el jardín. La espuma empezaba a formarse, un pequeño montículo
en sus pies. Sentía una placidez distraída y decidió comenzar el
vaciamiento mental a través de la observación de su cuerpo. Primera
idea: no soy joven ya. No, así no. Debía hacer un esfuerzo más.
Mirar por sus ojos como si otros ojos fueran, unos ojos nuevos, unos
ojos vírgenes de ella. Unos ojos extraños lo bautizarían, lo
bendecirían, eliminarían esa pátina de uso. Esa era una de las
posibilidades. La otra no quería plantearla, unos ojos haciéndola
sentir más desnuda que desnuda, más examinándola que observándola.
Para ellos, esos ojos nuevos, esa cicatriz en forma de flecha
apuntando a su pubis. Tocó con la punta de los dedos sus muslos,
alzando un poco las rodillas, cerrando los ojos, los únicos reales.
El agua iba subiendo lentamente, pronto empezaría a flotar. Mientras
se tocaba, el pensamiento le llevó a los hombres que de una forma u
otra habían conocido esas profundidades. Se inventó el juego de
contarlos. Un número como otro cualquiera. Impar. Luego el juego le
llevó a recordar algo de cada uno. Se sorprendió al no poder
invocar nada sexual de uno de ellos. ¿Cuánto tiempo tiene que pasar
para olvidar ese tipo de cosas? Lo volvió a intentar. Recordó su
cara, sus manos morenas que la habrían tocado donde ella tocaba
ahora. Nada. Abrió los ojos. El agua había llegado a un límite
razonable. Estaba muy caliente. Cerró el grifo. Había una gran
montaña de espuma en sus piernas, que iba navegando con parsimonia
hacia las zonas superiores. Observó sus pezones, dos gemelas islas
desiertas. La placidez volvió a inundarla, sumergió la cabeza y la
mantuvo unos instantes bajo el agua. La dimensión subacuática le
ayudó a distorsionar sus pensamientos hasta disolverlos nuevamente y
hacer un segundo intento hacia la nada. No es que le importase
divagar, perderse en lo que fuera que le sugería ese momento de
desnudez húmeda y solitaria. La inmersión le llevó a recordar a
otro de esos hombres. Había tenido encuentros extraños,
fetichistas, incluso prohibidos, pero en ninguno se había sentido
tan ajena a lo que estaba sucediendo, como si ya mientras transcurría
fuera parte del recuerdo que ahora recordaba. Fue en la universidad,
salía con ese chico desde hacía meses y unas veces se acostaban en
la casa de los padres de él y otras en un coche viejo y pequeño que
aparcaban en un camino a las afueras del campus. Fue en la casa. Él
le arrastró a la habitación de sus padres. Ella se resistió y él
le intentó convencer con estúpidos argumentos como que la cama era
más grande y más cómoda. Ella sólo podía ver el joyero de la
madre, el cuadro con una anunciación sobre el cabecero de madera. Él
se excitó muchísimo, le bajó las bragas y no quiso quitarle la
falda, lo hicieron rápido, intensamente. Rompieron al poco tiempo.
No había vuelto a pensar en esa tarde, el sol golpeando las
persianas bajadas, el armario un poco abierto con la ropa de la
madre, él y su madre tenían una relación difícil. Ahora ella era
la madre y todo era distinto. Sus hijos iban a crecer pronto. No, ese
hilo no lo iba a seguir. Echó de menos entonces el aparato al fondo
del cajón de su mesilla. Un regalo o sugerencia de sus amigas. Era
sumergible. Pero de ninguna manera iba a interrumpir la sesión
saliendo del agua. Se conformaría con lo que había. La vuelta a
algún tipo de pasado (o futuro, que viene a ser lo mismo), a unos
ojos nuevos, unas manos hábiles, un orgasmo plácido y mojado. El
agua todavía estaba caliente, no había prisa. Sólo fuera del agua
los dedos de los pies y la mitad de la cabeza, dejaba que el agua se
metiera en su boca, los labios entreabiertos, para luego ir
escupiéndola, dejándola salir, lentamente. Sin pensar en nada más.
Escuchó un ruido en el pasillo al otro lado de la puerta, pero si
alguien entraba, la cubría una nívea capa de espuma.
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