miércoles, 2 de abril de 2014

El viaje decadente


La sombra del pelo, muy oscuro, lacio, proyectándose sobre su cuello, le hacía parecer mayor o más cansada o quizá era cuestión de la ineficiente luz de ese bar minúsculo, el peor que habíamos encontrado en el paseo sin un alma ni buena ni mala.
Íbamos buscando el lugar más decadente, en una competición por hallar el rincón menos turístico de los destinos turísticos. Viaje decadente para una relación decadente.
Era noviembre. Huíamos sin saber de qué huíamos. Buscábamos una salida en un callejón sin salida, sabiendo que era un viaje con retorno, que pronto se iba a truncar, si no estaba ya truncado antes de iniciarse. Fue una última aventura, cuando ya no era tiempo para aventuras.
- Te vas a quitar el anillo.
- No. Me he acostumbrado a él. - El anillo relucía como el mar hojalatado. A veces mucho y a veces nada, completamente opaco.
- ¿Te molesta?
- No. Supongo que no importa.
A veces notaba el metal frío arrastrando por el filo de mi espalda.
- Quiero hacer un mapa de tus cicatrices.
Me recostaba y observaba, descubría, cada cicatriz, cada remiendo de piel. No quería saber su historia, dónde se las hizo, ni por qué habían perdurado en su piel.
Miraba mucho su cuerpo, casi fotografiándolo.
- Voy a inventar algo para cada una de ellas.
- Será algo nuestro, entonces.
Los hoteles olían. Sobre todo a humedad. A polvo. A mantas recogidas en altillos.
Las largas sesiones nos dejaban los labios hinchados. Ella los tenía abultados de por sí, y el pelo negro, como su sexo y los pezones.
El mar también era negro bajo el gris del anochecer. Seguíamos esquivando conscientemente los lugares atractivos. Nos escondíamos en la habitación hasta las cinco, para salir a encontrar cualquier cafetería vacía, cuando ya era casi de noche. Ella se ponía una falda negra estampada con flores de colores. Ella apenas hablaba con nadie, yo pedía al camarero y a veces le daba palique. Ella se mordía el labio. Se los pintaba de rojo, no creo que lo hiciera ni cuando era joven. Fumaba, bebía, nerviosa. La bolsa del supermercado entre sus piernas, con un menú de supervivencia y condones.
Recuerdo a uno de los camareros. Era delgado y tenía unos ojos verdes de gato y un tatuaje carcelario en el brazo, que le llegaba hasta la muñeca. Le miraba mucho a ella y nos invitó a una ronda que se convirtió en otra y en otra y en una última en un bar de copas cuando cerró, un bar igualmente vacío con seis o siete personas, todos tan perdidos como nosotros.
En nuestra alcoholizada mente el experimento se perfiló en su perfección. O puede que sólo en la mía. Ella se mordía el labio.

El camarero se corrió agarrándole las tetas con fuerza, mientras yo me masturbaba porque fui incapaz de participar de otra manera, casi tapándome con la cortina, la observaba enfebrecido, cómo se movía y cómo el expresidiario le chupaba el vientre, donde yo antes había besado su ombligo y había depositado allí una gota de saliva. Cuando acabó se echó en la cama y resoplando dijo que se iría, y ella no dijo nada más que me voy a duchar, cuando salió ya no estaba el tercer hombre y la abracé y la llevé a la cama y antes de dormirnos ella me preguntó si quería hacer el amor, si tenía ganas de acabar, de tener un orgasmo, que ella no lo había tenido.
Nos ocultábamos nuestra verdadera vida, aunque la vida verdadera era la del uno en el otro. Los hoteles se sucedían, todos vaciados de turistas, se barajaban con las cafeterías donde otros camareros nos recibían molestos porque no era tiempo de andar por los paseos marítimos, aunque fueran los más alejados del circuito de los jubilados de otoño. Hacía cada día más frío y cada día era más corto. Evitábamos también a los abuelos con sandalias de goma y calcetines. Observábamos de lejos a los niños que iban al colegio y a sus madres que fumaban en el parque, ciegas al mar y a la playa.
Una noche, ya de las últimas, a pesar del frío nos metimos en el agua, sin ropa, y le pregunté si era feliz.
- Sí -me respondió ella inmediatamente - soy feliz.
Probablemente no existía otra respuesta. Sabíamos que ya no nos volveríamos a hablar así.

Nos costó despedirnos. Al llegar a mi casa me tumbé en el sofá y cerré los ojos. Me vi yendo al trabajo al día siguiente. Fui intentando olvidar su número de teléfono. Igual ahora ella se lo cambiaba. No deseaba saber si había conseguido volver. Me la imaginé deteniéndose ante la puerta, escuchando una voz masculina que no había olvidado, el lloriqueo de un niño. Metiendo la llave sin que le temblara el pulso.

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