La sombra del pelo, muy
oscuro, lacio, proyectándose sobre su cuello, le hacía parecer
mayor o más cansada o quizá era cuestión de la ineficiente luz de
ese bar minúsculo, el peor que habíamos encontrado en el paseo sin
un alma ni buena ni mala.
Íbamos buscando el lugar
más decadente, en una competición por hallar el rincón menos
turístico de los destinos turísticos. Viaje decadente para una
relación decadente.
Era noviembre. Huíamos
sin saber de qué huíamos. Buscábamos una salida en un callejón
sin salida, sabiendo que era un viaje con retorno, que pronto se iba
a truncar, si no estaba ya truncado antes de iniciarse. Fue una
última aventura, cuando ya no era tiempo para aventuras.
- Te vas a quitar el
anillo.
- No. Me he acostumbrado
a él. - El anillo relucía como el mar hojalatado. A veces mucho y a
veces nada, completamente opaco.
- ¿Te molesta?
- No. Supongo que no
importa.
A veces notaba el metal
frío arrastrando por el filo de mi espalda.
- Quiero hacer un mapa de
tus cicatrices.
Me recostaba y observaba,
descubría, cada cicatriz, cada remiendo de piel. No quería saber su
historia, dónde se las hizo, ni por qué habían perdurado en su
piel.
Miraba mucho su cuerpo,
casi fotografiándolo.
- Voy a inventar algo
para cada una de ellas.
- Será algo nuestro,
entonces.
Los hoteles olían. Sobre
todo a humedad. A polvo. A mantas recogidas en altillos.
Las largas sesiones nos
dejaban los labios hinchados. Ella los tenía abultados de por sí, y
el pelo negro, como su sexo y los pezones.
El mar también era negro
bajo el gris del anochecer. Seguíamos esquivando conscientemente los
lugares atractivos. Nos escondíamos en la habitación hasta las
cinco, para salir a encontrar cualquier cafetería vacía, cuando ya
era casi de noche. Ella se ponía una falda negra estampada con
flores de colores. Ella apenas hablaba con nadie, yo pedía al
camarero y a veces le daba palique. Ella se mordía el labio. Se los
pintaba de rojo, no creo que lo hiciera ni cuando era joven. Fumaba,
bebía, nerviosa. La bolsa del supermercado entre sus piernas, con un
menú de supervivencia y condones.
Recuerdo a uno de los
camareros. Era delgado y tenía unos ojos verdes de gato y un tatuaje
carcelario en el brazo, que le llegaba hasta la muñeca. Le miraba
mucho a ella y nos invitó a una ronda que se convirtió en otra y en
otra y en una última en un bar de copas cuando cerró, un bar
igualmente vacío con seis o siete personas, todos tan perdidos como
nosotros.
En nuestra alcoholizada
mente el experimento se perfiló en su perfección. O puede que sólo
en la mía. Ella se mordía el labio.
El camarero se corrió
agarrándole las tetas con fuerza, mientras yo me masturbaba porque
fui incapaz de participar de otra manera, casi tapándome con la
cortina, la observaba enfebrecido, cómo se movía y cómo el
expresidiario le chupaba el vientre, donde yo antes había besado su
ombligo y había depositado allí una gota de saliva. Cuando acabó
se echó en la cama y resoplando dijo que se iría, y ella no dijo
nada más que me voy a duchar, cuando salió ya no estaba el tercer
hombre y la abracé y la llevé a la cama y antes de dormirnos ella
me preguntó si quería hacer el amor, si tenía ganas de acabar, de
tener un orgasmo, que ella no lo había tenido.
Nos ocultábamos nuestra
verdadera vida, aunque la vida verdadera era la del uno en el otro.
Los hoteles se sucedían, todos vaciados de turistas, se barajaban
con las cafeterías donde otros camareros nos recibían molestos
porque no era tiempo de andar por los paseos marítimos, aunque
fueran los más alejados del circuito de los jubilados de otoño.
Hacía cada día más frío y cada día era más corto. Evitábamos
también a los abuelos con sandalias de goma y calcetines.
Observábamos de lejos a los niños que iban al colegio y a sus
madres que fumaban en el parque, ciegas al mar y a la playa.
Una noche, ya de las
últimas, a pesar del frío nos metimos en el agua, sin ropa, y le
pregunté si era feliz.
- Sí -me respondió ella
inmediatamente - soy feliz.
Probablemente no existía
otra respuesta. Sabíamos que ya no nos volveríamos a hablar así.
Nos costó despedirnos.
Al llegar a mi casa me tumbé en el sofá y cerré los ojos. Me vi
yendo al trabajo al día siguiente. Fui intentando olvidar su número
de teléfono. Igual ahora ella se lo cambiaba. No deseaba saber si
había conseguido volver. Me la imaginé deteniéndose ante la
puerta, escuchando una voz masculina que no había olvidado, el
lloriqueo de un niño. Metiendo la llave sin que le temblara el
pulso.
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