Esta noche mi hija me ha llamado desde su
cuarto. La he encontrado acurrucada en su cama, rodeada de sus peluches, con
ojos abiertos y respiración agitada. Tengo miedo mamá. Me ha dicho. Miedo a
qué. Le he preguntado yo. A los monstruos que hay ahí. Señalaba a un lugar
indeterminado de su cuarto. Siempre que hace eso, porque no es la primera vez,
me giro hacia donde ella señala y veo algo, una sombra, una presencia, el
espacio engrosado que asusta a mi hija. Le he acariciado y besado, le he
contado que no hay monstruos, que no existen, y en el caso de que alguno exista
ella está protegida por mi presencia y la de su padre en el cuarto de al lado,
que nuestro perro duerme cerca de la puerta para que nadie pueda entrar. Me ha
mirado escuchando mis palabras, fiándose de mi discurso nocturno como de un
credo, he sentido la fé de mi hija en sus ojos fijos en mis labios que se
movían pronunciando una letanía. Le he dado agua. Le he preguntado si quiere
que deje su puerta abierta, sí, me ha dicho.
Entonces he caminado para alejarme de su cama,
cruzando el umbral oscuro del recibidor, pasando de largo el espacio engrosado
del terror infantil, sin mirar al monstruo, que estaba agazapado en un lugar
entre la puerta y el armario, me he vuelto a meter en mi cama, que estaba caliente
porque yo duermo acompañada, a salvo, y he vuelto a caer en un sueño tranquilo.
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