El dolor es una ventana
a la que me asomo en primavera, es una ventana que da al norte, ventana de la
sala de espera de un hospital, a través de ella observo asombrada cómo me
separo definitivamente del mundo hasta ahora conocido, mi persona se despega como
si fuera un adhesivo y atrás queda el lugar donde estaba pegada, donde
descansaba tranquila, y ahora estoy en la punta de unos dedos que me posarán en
otra superficie, intentando sin éxito que quede impecable, como si siempre
hubiera estado pegada allí, en ese nuevo lugar, alisando las arrugas o la
esquina que se empeña en despegarse o ese pelo de perro que se queda atrapado entre
la nueva superficie y mi persona repegada.
Miro y veo las otras
figuras que me acompañan y ahora componen el mundo, preguntándome si me
acostumbraré, aunque ahora esté desgarrada, aunque me estén aplanando e
intenten esos dedos colocar mi cabeza, que, al despegarla, han rasgado y queda
desprendida de mi tronco, intentan esos dedos colocarla con mucho cuidado,
ajustarla al milímetro para que no se note, pero no pueden evitar que quede una
mínima línea delatora
que lo mismo puede ser
un collar ajustado a mi garganta que el recuerdo de una soga.
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