Debería
haberlo sabido. Aún no ha amanecido y ya he tomado la salida hacia
Pamplona. Hace tiempo que no tengo que fijarme especialmente. Es
otoño y todavía es de noche. Cuando llegue, Jaime ya habrá abierto
la verja y por eso no me tomaré un café en el bar de al lado de la
tienda, como me gustaría. Debería haberlo sabido cuando Rosa me lo dijo, esto no va a
ningún sitio, pero resulta que yo sí que iba a algún lugar,
precisamente entré en él como un ratón en un laberinto, bajo la
atenta mirada de un científico que era un viejo del pueblo con el
que ahora me cruzo todos los días cuando regreso, a las ocho
pasadas. Suelo acordarme en esta época, cuando me tomo el café a
oscuras y las baldosas me dicen que ya hay que poner la
calefacción, de esa tarde de domingo, sería también principios de
octubre, cuando por primera vez vi la casa. Me trajo Tomás, un
abrazo sobrino, su chaqueta gris olía a humedad, y pensé que era
muy pronto para eso, abrió la puerta con su llave y cuando entramos sentí la
casa estremecerse como una virgen. Aún cuelga la foto de los niños
en el espejo de la cómoda, fue lo primero que hice, eso y salir
pitando de esos cuartos oscuros. Me despedí de Tomás y busqué una
improbable cabina. Había llovido la noche anterior y el aire parecía
lleno de promesas doradas como las hojas en los charcos, fresco,
azulado. El viejo seguía ahí, sentado, y me habló. Qué, eres el
nieto de la Ángela. Sí. Y qué hay. Voy a vivir aquí una temporada. Qué le iba a contar. Sobre su cabeza colgaban sus ropas
secándose, en un balcón, un pantalón recio, calzoncillos, ropa de
hombre, ropa práctica de campo. Me hizo una venia con la boina y me
vi autorizado a seguir el camino a ninguna parte. Rosa hablando:
estoy harta de vientos acomodaticios. Rosa destruyendo el hogar, Rosa
como una diosa aniquiladora, engulléndose a mis hijos. Y yo sin
darme cuenta. Ahora voy entendiendo, algunas señales, ahora
interpreto como lo hice esa primera tarde, paseando sin prisa por
volver a la casa que ahora es mi casa. El pueblo estaba vacío,
llegué hasta la salida que he tomado hace un rato, y volví. Me
senté con el viejo. Acabé contándole todo. Bueno, bueno, chico.
Calma. Aquí estarás bien. Posó unos dedos extraños en mi pantalón
vaquero. Estaban calientes. Me siento con él muchas tardes. Me
cuenta cosas del campo, de su vida, como si fuera una película. Yo
procuro no contarle demasiados detalles aunque supongo que se los
imagina a su manera. Deberías dejar de pensar tanto, eso me suele
decir. Dejar de pensar. Estoy entrando en la ciudad. Ahora me parece
mucho más grande, más llena, a veces me agobia. Esta tarde he
quedado con Rosa, para hablar de los chicos. Se enfadará cuando le
pida otra vez que volvamos. El aire está fresco, es denso, húmedo.
Lleno de algo indeterminado.
jueves, 27 de marzo de 2014
miércoles, 19 de marzo de 2014
El tiempo
El tiempo es
una alimaña ávida de carroña. Es una urraca que atrapa todo lo que
brilla y lo esconde en su agujero. La alimaña nos enreda con sus
risas bobaliconas, y sabemos que vamos a acabar devorados, somos
carne pútrida, verde, robada, desperdiciada.
El tiempo es
tiempo perdido, basura inútil.
El tiempo es
esa goma negra con la que jugaba de pequeña, que se enredaba, que
iba subiendo desde los tobillos hasta el cuello, y nosotras la
saltábamos, desde los saltitos hasta los grandes saltos con las
manos en el suelo, buscando apoyo, y su roce es áspero en la piel al
compás de las canciones que ya no recuerdo.
El tiempo es
elástico.
El tiempo es
triste y generoso porque se pierde y se
resbala entre los dedos y entra en los resquicios del teclado
y se pierde en la inmensidad de las letras que son el único consuelo
(porque son un conjuro y en el breve espacio de una biblioteca duerme
el tiempo del mundo).
El tiempo
existe y no existe
Tal vez sólo
se trate de sobrevivir.
Sobrevivir:
descontar los segundos sin saber cuándo dejarán de contar;
Silencio; ¿esos segundos se pararán como un reloj de pulsera que se
queda sin pilas o como un reloj de arena que se rompe en mil
pedazos?. Se pararán como el reloj de la torre abatida en la guerra
por misiles (los segundos del segundero del Big Ben).
Sobrevivir:
aguantar un día más. En ocasiones, una hora más.
Y contar es ir
descontando. Descontar: cuando mi bolsa de cuentas se va quedando
vacía (si la muevo, las oigo titilar, oigo la fricción entre ellas,
que se pelean por un espacio cada vez más amplio). Mi bolsa es de
terciopelo verde que se pierde en los matices de sus dobleces y tiene
una cinta de oro que la cierra por el borde. En ella, las bolas
irisadas que son mi vida.
Mortalidad: una mañana amaneces mortal, y la energía fuerte que fluye por
tus venas se vuelve densa, y mi sangre se hizo densa, podía verla
ahí, latiendo, míseramente mortal.
Sobrevivir:
mantener las cuentas de cristal atrapadas en el terciopelo verde los
días necesarios. Los días justos. Ir perdiéndolas poco a poco.
Caen haciendo música, unas se quedan atrapadas bajo el sofá, otras
salen de la casa, se rompen o ruedan o simplemente, al día siguiente
no están. Han desaparecido.Y cuando sólo queda una, duermo y me
despierta el tintineo imposible.
Mortalidad: una fina película cubre tu cuerpo (puede ser:
surcos, venas, piel desarraigada, manos convertidas en las garras de
un águila lejana).
Melancolía: esa fina y húmeda película ha empezado a cubrir también tu alma. También llamada
tristeza.
Dulce, no.
Dulce muerte. Dulce despedida. No.
Amargo (me
gusta lo amargo. La cerveza. El café. Los pomelos. Tu boca. El amor.
El sexo. La vida después de vestirte la fina película de la
melancolía). Muerte (o vida) acidular.
Metrónomo: descubrir un metrónomo pendulando en tu interior.
Marcando un ritmo preciso. Grave. Adagio. Vivace. Presto, prestíssimo.
Inexorable. Tic, tac, tic, tac.
martes, 11 de marzo de 2014
11m
El
humo se levantó ante sus ojos. Un muchacho yacía a su lado, su
pierna contra la ventana, sin cristal, o había cristal, el humo
salía por el techo abierto. El silencio reinaba de forma
incoherente, ya que sólo podía observar bocas desmesuradamente
abiertas, deshaciéndose en gritos. No sentía dolor, calor ni frío,
su cazadora estaba sucia de repente aunque recordaba haberse puesto
la ropa limpia esa mañana. La esperaban a las ocho y media en una
oficina del centro, hace dos días había logrado una entrevista.
Tendría que poder llegar a la puerta del vagón, al alcance de la
mano de donde se encontraba, de pie, mirando al muchacho y la
ventana. Entonces alguien tiró de ella hacia la puerta, o la
empujaron, flotó hasta el andén, porque saltar no saltó, o sí.
Miró su reloj, dios mío, son ya casi las ocho, tengo que darme
prisa, todavía me queda un buen rato caminando. Aunque antes debería
limpiarme la cazadora, qué poco cuidado, estas manchas no van a
salir y en el baño de la estación no habrá jabón, qué digo
jabón, no encontraré siquiera papel. Qué extraño, qué silencio.
¿Por dónde salgo? Se tropieza con alguien, dejadme pasar, llego
tarde, qué faena, no voy a llegar a tiempo. Odia las aglomeraciones,
si hubiera podido sacarse el carnet de conducir preferiría los
atascos antes que coincidir con decenas, centenas de personas en el
tren, en la estación, el metro, odia los vagones abarrotados, la
irrespetuosa mezcla de olores y sonidos. Aquel chico, el de la pierna
contra la ventana, había estado escuchando su discman desde que se
montó una parada después de la suya. Le puso nerviosa el volumen
del chunda chunda, atronando su cerebro, así no podrá ni pensar.
Ella sí podía, era lo que le mantenía despierta después de una
hora de viaje. Volvió a mirar su cazadora y la mancha. Se había
extendido. Era de color marrón. ¿Sería aceite? No recordaba
haberse apoyado en nada. En el chico, en la ventana, tal vez. Todavía
no había llegado a la puerta. Andaba contra corriente, no avanzaba
rápido. Por favor, por favor, no quiero llegar tarde. No se dan
cuenta, qué importante es para mí llegar a esa entrevista, tanto
tiempo sin trabajar, mi madre se ha despertado esta mañana para
desearme buena suerte. Se sentía cansada de luchar contra los
brazos, contra los bolsos, contra el muro que la entorpecía. No
entendía por qué no encontraba la entrada a la estación, sólo
debiera haberle costado unos segundos cruzar el andén y llegar a la
calle, qué hacía ahí esa pared, detrás unos edificios, ¿estaba
realmente en la estación? ¿el tren había parado antes? No
conseguía llegar a ningún sitio. Alguien la agarró con fuerza. Una
mujer. Rubia. Llevaba un buzo de color rojo. Sí, definitivamente el
color de su mancha. El color de los edificios al otro lado. El color
de la camilla donde la tumbaron, aunque eso ella no llegó a
distinguirlo. Una mascarilla cubrió su cara justo en el segundo en
que miró hacia arriba y vio el cielo sobre su cabeza, sobre todos
ellos. Una nube subía, negra, y más allá, antes de cerrar los
ojos, el azul intenso de una mañana cristalina.
sábado, 8 de marzo de 2014
El oro
Mira el móvil,
míralo aquí que hay mejor luz, míralo bien, obsérvalo aquí, mira
cómo brilla su carcasa, su pantalla que es tan grande como un
pequeño televisor, cógelo, sabes mi contraseña, mira los mensajes,
mira el mensaje que le he enviado, léelo, léelo pero no te
preocupes, quiero que lo sepas como lo sabes todo de mí, como casi
mi conciencia eres, deja un momento de vigilar a la niña, no te
ocupes por un instante de los casi imperceptibles aleteos que te
pellizcan por dentro, míralo, o mejor deja que yo me ocupe de todo,
vuelve a la cama, descansa y ocúpate sólo de la niña, mira, está
quejándose, murmura con su balbuceo que es un soniquete adormecedor,
quédate en la cama con la luz de la mesilla encendida, o mejor en la
mecedora a su lado, acariciando su mejilla y tu vientre
alternativamente, yo me quedaré aquí en el sillón, frente a la
mesa, frente a este móvil que ha vibrado y que ahora manoseo un
poco, como si aún pudiera teclear las letras, construir esas
palabras, redefinir las frases que compusieron mi amenaza, no
amenaza, mi advertencia, el café se ha quedado frío como el tacto
de la pantalla tan grande, tan llena de megapíxeles que todo parece
desmesurado dentro de él, y ahora pienso, me reafirmo, casi rezo, si
vinimos vinimos para quedarnos, si aquí entré en la empresa y me
casé y formé esta nueva familia, como un tronco nuevo que crece,
como un esqueje que florece y tiene vida, tendré que aguantar aquí,
Londres, Nueva York, no son ahora el camino, ahora no, lo fueron,
allí me formé, allí me envió mi padre como debía hacerlo, para
construir, para afirmar, para conocer y ser conocido, probablemente
esos caminos volverán, pero ahora tengo que ocuparme de estos
árboles que están ya creciendo, que fueron allí plantados pero que
crecen aquí, y miro por las amplias y transparentes cristaleras y
veo que pronto va a amanecer y puedo ver también más allá del
jardín la sombra de humo del nuevo día y los perfiles de los
edificios lejanos, donde mañana, hoy, entraré con mis zapatos
brillantes y mi móvil vibrante con su carcasa tan brillante y tan
negra, porque es lo que tengo que hacer ahora y cuando he escrito el
mensaje, y cuando reciba la respuesta, y cuando se inicie el juego
entre él y yo, el patriarca y el elegido, el lobo y el cachorro, un
juego como un set en un partido de tenis en la caja mágica, haré
siempre lo que tengo que hacer, porque es lo que ahora y siempre está
señalado para nuestra estirpe, y por qué y desde cuándo forman
ellos, formo yo, forma Valvanuz, parte de esta estirpe es algo que ya
está asumido, que está olvidado y cubierto por una capa sobre otra
de abono, un abono rico y prolífico que descansa bajo la alfombra
que permite que mis pies estén calientes, que está bajo ella y bajo
la capa de cemento que cimienta mi casa, bajo toda la capa de césped
de mi jardín.
Está en el
mensaje que le he mandado y que está escrito y bien escrito. Él lo
leerá desde un despacho parecido a este, o lo leerá en una oficina
en un piso alto, o lo leerá tumbado en su cama revuelta, no dará
crédito a lo que lee, maldecirá y puede que arroje el aparato
contra la pared, o lo leerá mientras se está tomando una copa y
puede que se ría, y lo enseñe a alguien que mirará con unos ojos
asombrados, mira, dirá él también, o lo guardará o lo publicará
o lo imprimirá y llevará a un juez, o estará también creando las
palabras, letra a letra, que me darán respuesta, o estará
consultando o difundiendo o trajinando o reenviándoselo a mi padre,
diciéndole, mira, mira, mira, ¿es esto labor tuya?
Pero no. Ahora
es el tiempo del cachorro. Soy el cachorro. Lo decían ellos, mi
padre y él, cuando eran otros tiempos, lo dice ahora la prensa que
tanto dice, me lo dijo él solo, con los ojos enrojecidos, como los
míos ahora, sólo que los míos están así por la falta de sueño,
y los suyos por los whiskies que se había servido con mi padre en la
fiesta, celebrábamos algo, no lo recuerdo, celebrábamos mucho en
aquella época, una elección, un nombramiento, alguna victoria,
estábamos en nuestro ático, en el que por entonces él campaba a
sus anchas porque también era como suyo, como yo iba a su finca de
Extremadura como si fuera mía, con mi novia Olivia, esa chica que
estudiaba marketing y te la presenté en una fiesta, esa chica que
subía sus faldas plisadas para enseñarme sus largas piernas, ella
también miembro de nuestra misma raza, ahora seguro que está
acariciando su vientre o su móvil con pantalla de megapíxeles o las
dos cosas, creo que recibí la invitación de su boda, ahora estará
en Nueva York o los Hamptons o en Ginebra o en Turín, olvidando y
recordando que estuvo conmigo en la finca de Extremadura, por donde
yo campaba a mis anchas como también lo hacía en su casa de la
Moraleja, y él en el ático donde esa noche con los ojos enrojecidos
me habló de las estirpes que nacen de hombres fuertes que continúan
con los grandes proyectos de la civilización, los veía a él y a mi
padre, cerca la cabeza de uno y del otro, y mis hermanos jugaban
entonces con piezas de lego y con escalextrics, y yo les miraba a uno
y a otro, a mi padre y a él, y él me lo dijo, qué cosas me dijo,
me lo contó todo ese día, cosas que deseaba oir desde hacía
tiempo, que ya sabía, que mi padre no me dijo, que me dijo él, y
desde su aliento a whisky y sus ojos enrojecidos supieron a
confesión.
He dicho que
iba a amanecer pero faltan muchas horas todavía, es noche cerrada y
el resplandor sobre la línea del horizonte de los edificios es sólo
la luz artificial que ampara por la noche a los que duermen, a ellos,
algunos no podemos dormir hoy, otros no podrán mañana, mi teléfono
vuelve a vibrar. Sé que no te importa que mencione a Olivia y menos
en estos momentos, sabes todo de mí, no me avergüenza que lo sepas
porque nada he de esconder, todo es tan claro y transparente como
estos cristales de nuestra casa, esos sobre los que lucen las
cortinas que escogiste hace poco tiempo, hace poco tiempo que vivimos
aquí, pero es como si siempre hubiera vivido aquí, como si hubiera
estado ya predestinado desde los días de mi cuna, aunque en más de
una ocasión he hojeado el álbum familiar y me veo ahí, aprendiendo
a andar en Valladolid, en un parque cualquiera, con un horrendo
abrigo verde, y mi madre lleva un corte de pelo parecido al de Lady
Di y un vestido con un lazo horrible sobre su gran tripa, la gran
tripa donde todos nos cocemos, donde ahora estás cociendo tú a
nuestro hijo, a nuestro hijo, mientras la otra duerme en su cuna y
emite esos ruidos que me sacan de mi ensimismamiento en estos ratos
cuando trabajo en casa, aunque son raros, generalmente no estoy aquí,
estoy lejos, allí donde las efigies ahora no acaban de despertar,
donde ocupo el lugar que me legaron y lo ocupo anchamente, con
propiedad, con sensación de propiedad, y llamo y veo y oigo y leo mi
nombre en la puerta, señor A, señor A, ese soy yo ahora aunque sea
el segundo, o precisamente por serlo, esas palabras en la fiesta así
lo confirmaron, así lo sentenciaron, forma parte de este proyecto,
todo se ha cocido en vientres similares, vientres rebosantes del
líquido amniótico del whisky y las cabezas pegadas unas a otras, de
referencias caleidoscópicas que se multiplican como él, como yo,
como tantos que somos el mismo y uno diferente cada uno, pero todos
nos intentamos distinguir y por eso le escribí el mensaje, cuando
hablé con mi padre y a pesar de su fortaleza, entendí que era mi
turno, no me quedó más remedio, París, Nueva York, Shanghai, un
camino para llegar aquí y luego volver a salir pero siempre acabar
aquí, donde los árboles finalmente echan raíces, donde Valvanuz y
el pequeño que está en camino y los que todavía anidarán en tu
vientre seguirán brillando como esa pelusa de luz que se esconde
persistente y juguetona tras esa ciudad que vislumbro a lo lejos a
través de los cristales transparentes.
Cuento los
minutos, las horas, para su respuesta, nadie sabe nada más que tú.
Cómo me
tranquiliza hablarte, saber que estás al otro lado de esa pared y
que podría llamarte y hablarte y me escucharías, es como
introducirme de nuevo entre las piernas de Olivia, esas robustas
piernas y es que también me dejaban entrar, se entreabrían y yo
entraba, que es como la posibilidad de ahora mismo de llamarte en
mitad de la noche y verte aparecer con la bata y la cara somnolienta
y el vientre abultado y yo entonces me tranquilizo, pensando en todas
vosotras, Valvanuz, mamá, tú Olivia, es incorrecto y machista
pensar así, no lo diré pero lo digo, las mujeres son las que
mantienen el mundo con sus piernas abiertas, sus lenguas y oídos
abiertos, sus bocas, sus vientres, esta apertura es la que deja pasar
el aire necesario para que yo ahora no me ahogue.
Me atormentan
esas palabras suyas, esas palabras que sellaron nuestra unión hasta
ahora, que crearon un vínculo más allá de la sangre, esas palabras
que fueron sinceras y me hablaron como a un hijo que no era pero que
podía haber sido. Yo lo intuía todo, ya en los pasillos de la
Moncloa. Pero él me las dio, me las ofreció, ofrenda o castigo.
Esas palabras me hablaban de facturas, de pagos a plazos, de pisos
con parquelita, de domingos de bolsa de agua caliente y sopa de ajo y
yogures del Dia, de lametazos en el culo de muchos, de horas de
espera en antesalas de despacho, de regalos de ida y vuelta, de ganas
de aguantarse el vómito. Pero cuando me lo contó todo, muy cerca de
mi oreja, entonces ya teníamos un sitio, él y nosotros, teníamos
un sitio que había que seguir ocupando, yo no lo sabía, pero lo
intuía, lo intuía y él me lo reveló y desde entonces fui su
cómplice y su hijo aunque no lo fuera.
Podría
haberle mandado a mi padre una copia del mensaje, hacérselo llegar,
que lo supiera. Pero no sabe nada, aunque pudiera pensarse que todo
se gestó en su cabeza, que yo sólo soy el brazo ejecutor, que en su
mente se coció una trama como mi heredero ahora en tu vientre y que
lo sabe sin saberlo, y me alienta desde su paternidad como el otro me
alentó entonces desde su apadrinamiento, pero no es así, aunque si
pulso este contacto sonará el timbre entre esas otras paredes, su
hogar, el que fue mío, y me contestará, las placas electrónicas
filtrarán su voz, que rebotará en estas paredes y contra esta
cristalera, comprensión o asombro. Me
miro reflejado en el cristal del gran ventanal, el que da al jardín
anochecido, con gotas de la helada, a la piscina, y tras los setos,
la maqueta de la ciudad al otro lado, me veo reflejado y no veo mi
cara, mis rasgos ojerosos, serios, los rasgos de un hombre, de
alguien que da un paso al frente, lo veo a él, las facciones son
suyas, suyas mis preocupaciones, compartimos el mismo porvenir, y si
me separo, si he actuado por mi cuenta, si soy otro ahora, uno que no
es él, es para volver a unirme, como una goma que se estira, son los
mismos ojos, mi camino es una continuación del suyo, pero sin las
estrecheces del nacedero, ahora es un cauce ancho y estable, señor,
digno de su nombre, nadie lo confundirá y por eso, la
responsabilidad es mayor, junior, junior me dicen.
El cachorro me
dicen, pero vienen otros, aquí están ya.
Ni fincas de
Extremadura, ni bautismo, nada podrá con el firme paso de mi deber,
y ese mensaje lo demuestra, no debo temer la respuesta, no le debo
nada, no le debemos nada, no hay sentimientos, ya no hay, fuera del
círculo, ni dentro diría mi hermana, aunque puede que los haya,
vaya que sí, pero no hay lealtades que valgan cuando se rompen las
disciplinas y se deshonran los favores, los ententes, él fue el
primero que abandonó el barco, a veces me siento un niñato, me miro
al espejo, el reflejo en el cristal, me veo convertido en ese casi
todavía adolescente con un cubata en la mano, escuchándole en
aquella fiesta, mi primer cubata en familia, un bautismo junto a
otro. Así fueron sus palabras, mirando por encima de mi hombro a mi
padre, su compañero, su aliado, que presidia los corrillos, y él se
apartó de ellos para contármelo, para descubrírmelo, para hacerme
también partícipe del festín, hay que mantener ocupado el sitio,
aunque él ya no esté, consejeros, presidentes, asesores, el lugar
preciso, el precio, la mañana que no llega pero siempre llega y ahí
es donde habrá que estar.
Me responderá.
Decepción. Rendición. ¿Qué más opciones le quedan? Defenderse.
Defender su lugar, su trono perdido. No debo temer. Qué voy a temer.
Ahora a él le llegará Suiza. Le llegará Washington. Londres. Ya
anidamos allí. Ya tenemos allí semilla plantada y bien abonada. A
pesar de ser junior. Soy el cachorro. El heredero. Pequeño junior
nonato. Te pondré mi nombre.
Se ha iniciado
una cuenta atrás irrevocable. O no. ¿Qué temo? ¿Por qué no llega
el sueño? ¿Es parte de la trama? ¿Es miedo lo que me enfría el
café? ¿Es angustia, es temor, o sólo es la responsabilidad?¿En
serio puede alguien creer que arderemos en el infierno? ¿Cuáles son
nuestras fechorías?
Ahora hay
hombres que guardan en el cajón pistolas cargadas como cajas fuertes
que aseguran su tesoro, su oro. Y a partir de hoy, a partir de estas
palabras que han conformado mi mensaje, delicadamente escogidas como
quien comienza una historia, como quien sienta las bases para que
luego se desarrolle una gran historia, como quien escribe esa primera
frase en la que se recoge toda la esencia de lo que viene después, a
partir de ese mensaje que envié al hombre de confianza, al consorte,
al padrino, al amigo, al enemigo, yo soy también uno de esos
hombres, y si entreabro este cajón de aquí, aquí mismo, al lado de
mi pierna, al lado de la raya de mi pijama, veré también brillar el
acero del cañón, y podré acariciar la empuñadura como lo hago con
el móvil, ahí está, ahí está. Pienso en estancias como ésta
donde se escuchó, rebotó, el eco del disparo, donde se encajaron
las balas en huesos ya perdidos, podridos, donde restalló el eco de
la única bala, la única salvación posible, una huida hacia
adelante, restañando la herida, la sangre seca, muerta, salvando el
oro. No será esa su solución. O sí. Solo, abandonado, traicionado,
sólo que no hay abandono, no hay traición, en estancias como ésta,
en noches como ésta, sin visos de transigir, de convertirse en una
fresca aurora.
Mírame aquí.
Mañana tengo tantas cosas que hacer y el sueño no llega. Será el
café. No, se quedó aquí, frío, como la madrugada. Oscuro y
perdido. El fin de semana viajo a Ginebra. Varias reuniones que se
alargarán hasta casi Nochebuena. Tengo que ocuparme de él. De mi
ídolo de barro. Ocupándome de un hombre para honrar a otro. Se lo
debo. Mido tan solo dos centímetros más que mi padre, a veces me
pregunto si puede haber algún error de cálculo en esto. ¿Qué
reconocimiento médico lo sentenció? Se puede observar en las
fotografías. No, es inapreciable. Imperceptible.
Debo
descansar. No debo preocuparme, oigo tu voz, me tientas la frente
como a un niño, acercas a mí tu cuerpo caliente, me tiras
suavemente de la mano, vuelve a la cama, es todavía de noche, aún
faltan varias horas para que despunte el día. A las seis vendrán y
me prepararán el desayuno. Es lo primero que hacen cuando llegan.
¿Qué hora es? Me restriego los ojos y estás de vuelta en nuestra
cama, con la luz encendida, una luz tenue de medianoche. Valvanuz
ronronea en sueños, su luz está también encendida, la mía también
y la apago para observar cómo la luz de fuera, la real, va creándose
de la nada, allí, detrás de los setos, detrás de la urbanización,
por encima de la línea gris que parte la visión más allá. Me
restriego los ojos, estos ojos enrojecidos. Creo ver por fin el rayo,
el resplandor anunciador, premonitor. Vibra, el móvil.
viernes, 7 de marzo de 2014
80 kilos
La carretera ante mí
oscura, como una serpiente, enorme boa atiborrada de cadáveres de
animales demasiado grandes.
Hace frío y llevo un
abrigo que me impide conducir con la agilidad debida. No sé por qué,
no he encendido las luces, o las he encendido para apagarlas después,
y sólo una débil luna y el esplendor de la nieve iluminan mi
carrera a ninguna parte. Corro, y mucho.
Pero voy a alguna parte,
me dirijo hacia algún destino de forma voluntaria y voluntariosa,
salvando las inclemencias del tiempo y de la hora, sola pero
acompañada por el recuerdo de un futuro, de aquello a lo que sin
duda, me dirijo.
Pero ese coche que
conduzco va empequeñeciéndose como sólo puede pasar en los sueños,
hasta convertirse en un portal donde la oscuridad funde uno y otro
argumento, esta vez un tragaluz en un piso muy superior, sexto,
quinto, deja entrar un despojo de claridad que descubre la falta de
escaleras, la imposibilidad de llegar a donde yo debería estar
subiendo.
Salgo a la calle, una
calle estrecha, y allí la nieve ensucia mis zapatos. Todavía es de
noche y camino sobre el eco de mis pasos y sobre la nevada derretida.
¿Debería despertarme
ya? No. Sigo caminando y entonces el escenario cambia.
Ahora estoy frente a una
ventana, mirando una luna que crece o mengua, que platea el aire
oscuro a mi alrededor, estoy en una habitación de una residencia de
estudiantes en un país extranjero, y alguien me coge por detrás, me
abraza la cintura, yo mirando a la luna, me roza el cuello, sé que
esas manos desean voltearme y besarme y espero que la ventana abierta
a la noche de invierno me dé la respuesta. Pero no eres tú.
Esta confirmación me
transporta bruscamente al día, a un día concreto, en el que estoy
sentada en una mecedora, balanceándome, comiendo una fruta, en un
porche de una casa que sólo puede proceder de mi biblioteca mental
americana, el suelo del porche es de madera y chirría, o la mecedora
chirría, y hace mucho sol aunque yo estoy en la sombra, muerdo la
fruta y luego tomo otra y la voy pasando de una mano a otra,
tanteando su carnosidad, su frescor, muevo el pie descalzo, una
pierna debajo de la otra, estoy sola, me siento perezosa, miro a un
horizonte dorado y espero, la casa a mi espalda sombría,
desconocida, como un animal echándose la siesta. Cierro los ojos y
puedo sentir cómo me voy deshaciendo, como la arena húmeda al sol,
grano a grano y por un minúsculo agujero, voy pasando a otra cosa.
A otro sueño.
Las imágenes siguen
superponiéndose, virando, abriéndose como un abanico, en una noche,
todas las noches, como hojas de un libro donde al pasarlas
rápidamente las figuras estáticas cobran movimiento, vida, son
cosas moviéndose, ojos parpadeando, muñecos corriendo. Los
escenarios son combinables, uno mismo puede servir de base para
historias que nada tienen que ver entre sí, sólo comparten el
atrezzo, la silla, la escalera. Como un gran plató de grabación de
películas hollywoodiense, así es el hueco de mi cabeza por la
noche. Y los sueños continúan mientras yo estoy tumbada en la cama,
quién sabe quién me va escribiendo el guión, yo me doy la vuelta,
o me coloco boca arriba, se me enreda el camisón, sólo soy esa
mujer que vaga de una historia a otra, esperando.
Una noche cualquiera, a
una hora amanecida, en un sueño tardío, cuando ya no había
esperanza, me topo contigo. Estás en otra historia, en una casa ya
usada por otro sueño. Ahora sí hay unas escaleras y las subo. Subo
las escaleras, hay gente, un grupo, nos dirigimos todos hacia el
final de un viaje, realmente es una despedida, subimos y yo subo sin
esperanza, o por lo menos, con cierto conformismo. Pero entonces, tú
me agarras de la mano, con firmeza, y enfilando un pasillo que es
como la carretera del comienzo de este cuento, pero completamente
distinto, me conduces a esta habitación, que también es un
escenario de otro sueño.
Y es cuando por fin
compruebo el peso exacto de tu cuerpo a través del leve
aplastamiento de mis costillas, que se aproximan a mis pulmones
impidiéndome respirar, como también lo impide el enroscamiento de
tu boca en la mía, y ese peso y ese beso hacen que pierda la
consciencia, aunque la conservo plenamente, lo más pleno que permite
un sueño, sólo siento un mareo, un ligero desvanecimiento
orgiástico, o de la calidad de lo que precede al orgasmo, es extraño
porque sé que en cualquier momento pueden interrumpirnos, el sueño
puede desvanecerse o entrar en otras bifurcaciones, tendría que oír
sus pasos, sus ecos, los de esos otros sueños peleando por
sobreponerse a este, o peor, la vigilia, pero nada oigo, nada existe,
hay un vacío que ha absorbido nuestra unión corporal; contra todo
pronóstico el sueño sigue y en su breve eternidad siguen otras
calibraciones, cierta vergüenza, cierto miedo, el único sitio, el
único lugar del mundo esta habitación y esta cama pequeña, las
ventanas que dan a una colina marrón ya soñada, tres ventanas
conocidas, el peso y tu mano y tu lengua amarga que no conocía, y
una falta de aire por el exacto peso de tu cuerpo y tu boca sobre la
mía. Y entonces, me despierto. Los latidos de mi corazón me
despiertan. Tras la agitación te irás diluyendo en mi día. Se
evaporarán estas precisas sensaciones de conocer tus secretos.
Tendrás que volver, soñado de nuevo, en otros escenarios, recogido
en otras historias, cotidianas o kafkianas, entre mares y carreteras,
vecinos y muertos, lugares vulgares y fantásticos, recuerdos e
inventos, o premoniciones absurdas. Esperar que de nuevo me
encuentres.
sábado, 1 de marzo de 2014
Hotel Littré
¿Qué es lo que hace que
la literatura se reanude sin fin? ¿Qué es lo que impulsa a los
hombres a escribir? ¿Los demás hombres, sus madres, las estrellas,
o las antiguas cosas inmensas, Dios, la lengua?
Pierre
Michon, Rimbaud el hijo
- A Pico se va por ir – me ha contestado.
Enrique
Vila-Matas, El mal de Montano
Llovía tanto en París aquella tarde. Asombraba la indiferencia de
la gente ante la lluvia, mostrando un desprecio absoluto por las
reglas más elementales de un día lluvioso (resguardarse, no salir
de casa). Los paseantes no escaseaban, incluso sin paraguas, los
clientes se sentaban en las terrazas y allí consumían sus
almuerzos, tomaban sus cafés, con las piernas cruzadas y las puntas
de los zapatos llorosas, húmedas.
Yo pedí una bebida con alcohol, y ligeramente embriagada me enfrenté
mejor a las perspectivas de la tarde, la primera tarde que pasábamos
D y yo en París. Ciudad por ahora de un gris oscurecido.
Nada más entrar en la calle sentí que la reconocía. Había una
placa donde figuraba el nombre y al verla moví el mentón casi
imperceptiblemente, asintiendo. Sin darme cuenta. D se paró a
encenderse un cigarrillo guarecido justo bajo el porche de la entrada
del Hotel Littré. Yo miré entonces al botones, por pura física ya
que quedé justo a su altura, una altura por cierto no demasiado
sobresaliente, y mirándome casi frente a frente me devolvió la
sonrisa y me abrió la puerta. Me ha confundido con otra persona,
pensé. D me miró, entre la sorpresa y el hastío, sopló el humo y
miró hacia el cielo. Ahogando una risa nerviosa, le dije a D que ya
que estábamos allí parados, iba a entrar a echar un vistazo,
mientras él fumaba a salvo el cigarro.
- Voy a echar un vistazo dentro.
Lo único seguro es que yo nunca había estado antes en París, así
que dificilmente habría podido estar alojada en el Hotel Littré, ni
en ningún otro, pero el recepcionista tampoco parecía compartir
esta evidencia. Nada más verme me tendió un sobre y, en un español
con fuerte acento francés, me dijo:
- Madame Jiménez, me alegra volver a verla. Han dejado esto para
Usted.
Y antes de que pudiera yo decir nada continuó tecleando sobre un
ordenador tan minúsculo que pasaba totalmente desapercibido en la
superficie pulida y limpísima, casi reflectante, de la recepción
del Hotel Littré. Como si no fuera en realidad un teclado y el chico
hubiera querido hacerme saber que estaba a otra cosa, que ya no le
molestara más. En el sobre, a mano, estaba escrito un número, el
221.
Salí de allí un poco confundida. Todo parecía el producto de una
equivocación. Un cúmulo de casualidades. D estaba acabándose el
cigarro, serio, empeñándose en empañar más si cabe nuestra
primera tarde en París con un fugaz mal humor. El agua le había
mojado los hombros, se habría escurrido por alguna gotera, y parecía
verdaderamente desvalido. Para qué contarle nada. No me hubiera
creído y además la confusión hubiera aumentado su aparente
disgusto. Opté por sonreir y de puntillas (D es muy alto) le besé.
Nos cogimos de la mano y me dejé llevar a la deriva, esa tarde ya
descapotada de nuestro primer día en París.
Había dejado de llover. Nuestros pasos, que nos habían traído a
través del embarrado Jardín de Luxemburgo, nos dirigieron de nuevo
hacia el río. Allí encontramos refugio, de las aceras mojadas y de las muchedumbres armadas con guías y cámaras de fotos, huímos por un momento de lo que al otro día
buscaríamos, museos, catedrales, efigies y torres, nos perdimos en
las plazas y bulevares, compramos un queso y un libro y una docena de
primorosas macarons y una botella de vino francés, una no, varias, y
acabamos en un pequeño, escondido restaurante, en una calle estrecha, creo que
se llamaba la Rue de la Huchette.
Después de cenar nos asomamos al río y miramos cómo el día quería
ya irse, cómo todo se iba oscureciendo esta vez en serio, bajamos
al muelle para tomar un bateau mouche, una concesión a la
vulgaridad. París cruzó ante mí en moviola y rememoré recuerdos
probablemente inventados. Es fácil sentir que ya has estado aquí.
Un momento en el que D fue al baño aproveché para sacar el sobre,
que no había olvidado, de mi bolso, y ver qué había en su poco
abultado interior. Una nota y una llave, lo que supuestamente debía
ser la llave, lo que hoy en día finge ser una llave, una tarjeta de
plástico blanco y verde. En la nota, una letra que me resultó
ligeramente conocida, te has olvidado la llave, nos vemos a
medianoche. E.
Las casualidades me iban guiñando, me guiñaban tanto y tan
fuertemente como las luces de la Torre Eiffel, que ahora aparecían
majestuosas a la izquierda, como la mayor luciérnaga viva a este
lado del Misisipi.
D dormía como un bebé. Habíamos acabado nuestro primer día de
vacaciones en París. Un día extraño y lluvioso, un día ausente de
turismo. Habíamos bebido mucho, en el Barrio Latino, y habíamos
bebido más sobre la cama, en la que después hicimos el amor, dos
veces. Habíamos planeado retomar el cauce del Sena al día
siguiente. Ahora D dormía profundamente.
El taxi me dejó en la puerta. ¿Y si se habían dado cuenta de que
yo no era quién creían? ¿Y si me detenían en la puerta, llamaban
a la policía, me señalaban: ¡impostora!? Nadie dijo nada. Apenas
había nadie. Un recepcionista distinto me saludó. De este cordial
saludo nada podía deducirse. Tomé el ascensor, piso segundo.
Puerta, 221. Apliqué la llave en el agujero. Una bombillita verde se
anticipó al clic que abrió la puerta.
- Es la primera vez que estoy en París. - me repetía a mí misma.
Cuánto de inventado hay en nuestras vidas (y cómo discernir la
frontera).
En internet había encontrado toda la información.
Su bienestar y satisfacción son las prioridades del Hotel Littré.
Por ello se ha prestado una atención muy particular a la decoración
y acondicionamiento de las 90 habitaciones y suites. Podrá apreciar
especialmente su tamaño, tranquilidad y comodidad. Para que su
estancia sea excepcional y mágica, reserve una de estas habitaciones
con terraza y vistas a la Torre Eiffel.
La habitación en la que supuestamente me alojaba no daba a la Torre
Eiffel. El ventanal se asomaba a un patio diminuto. La Torre Eiffel
no se veía, pero ella y todo lo demás caía a plomo desde el cielo
oscuro, un agujero donde todo se podía intuir derramándose con la
intensidad de una realidad que se revela evidente, brillante. Allí,
sobre ese patio, todo París y todo el mundo dejándose caer.
Con una superficie de 20 metros cuadrados aproximadamente, las
habitaciones estándar tienen una capacidad para dos personas y dan a
un patio interior tranquilo y luminoso.
Sin duda, la palabra más importante era "aproximadamente".
Me senté en la cama y esperé.
E llegó a las doce, puntual, a la hora convenida. La misma en
que apareció en aquel otro momento. Y ese día, ya remoto, pero
presente como un rizo del tiempo, debía de llover también, porque
ahora sí recuerdo con claridad que también llevaba gabardina. Y su
barba y su aliento olían a yerba. Ahora lo recuerdo.
Allí en la habitación 221 había comenzado todo. En otro tiempo y a
cada momento.
E entró, con su gabardina y su olor a yerba, tan reconocible como
el primer día que me lo encontré. Se me abalanzó, con una timidez efusiva me dio un beso, como la primera vez y cada una de las
veces. Yo estaba nerviosa, un poco asustada. Mirarnos era como conocernos desde siempre y una materia casi palpable colmaba todo el espacio entre nosotros, chocaba y comenzaba a trepar por las paredes de
color rosa.
- ¿Lo has traído? – dijo.
Saqué del bolso el libro. El libro que D y yo habíamos comprado por
casualidad en nuestra primera tarde de falso turismo en París. Lo
abrió. Lo empezamos a leer juntos. Nos reímos al acordarnos de
algún párrafo. Su risa era familiar, era demasiado fuerte,
estridente, llenaba los aproximados veinte metros cuadrados. Cogió
el bolígrafo que había sobre la mesa y empezó a tachar, a añadir,
yo decía algo, él seguía, sí, apunta esto, esto lo cambiaría
ahora, ¿todavía se puede cambiar? ¿por qué has tardado tanto?
Estábamos sobre la cama, sobre la colcha, la pared era de color
rosa. Sacó del bolsillo de su pantalón una nota que escribió para
mí hace mucho tiempo.
Fue una experiencia maravillosa. Sabíamos que no iba a durar
demasiado, aunque lo más seguro es que se repitiera, en cualquier
otro momento, como se ha estado repitiendo, en tantas
habitaciones como esta que dan a un tranquilo patio interior, en
París.
Sabíamos que iba a durar siempre.
Me tumbé en la cama, D apenas se movió. Era como si apenas hubiera
pasado un momento desde que me fuera, hasta parecía que mi lado de
la cama estaba todavía tibio. El día aún no despuntaba, no había
persiana y tumbada como estaba podía ver a través de la ventana la
pared de enfrente, la ventana también sin persiana y sin cortina del
otro lado del patio, había una cacerola, una jaula de pájaro, la
luz pronto lo descubriría.
Cerré los ojos.
Los abrí a mi verdadero primer día de turista en París, sabiendo
con certeza que
la ficción es la única realidad posible.
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