sábado, 8 de marzo de 2014

El oro



Mira el móvil, míralo aquí que hay mejor luz, míralo bien, obsérvalo aquí, mira cómo brilla su carcasa, su pantalla que es tan grande como un pequeño televisor, cógelo, sabes mi contraseña, mira los mensajes, mira el mensaje que le he enviado, léelo, léelo pero no te preocupes, quiero que lo sepas como lo sabes todo de mí, como casi mi conciencia eres, deja un momento de vigilar a la niña, no te ocupes por un instante de los casi imperceptibles aleteos que te pellizcan por dentro, míralo, o mejor deja que yo me ocupe de todo, vuelve a la cama, descansa y ocúpate sólo de la niña, mira, está quejándose, murmura con su balbuceo que es un soniquete adormecedor, quédate en la cama con la luz de la mesilla encendida, o mejor en la mecedora a su lado, acariciando su mejilla y tu vientre alternativamente, yo me quedaré aquí en el sillón, frente a la mesa, frente a este móvil que ha vibrado y que ahora manoseo un poco, como si aún pudiera teclear las letras, construir esas palabras, redefinir las frases que compusieron mi amenaza, no amenaza, mi advertencia, el café se ha quedado frío como el tacto de la pantalla tan grande, tan llena de megapíxeles que todo parece desmesurado dentro de él, y ahora pienso, me reafirmo, casi rezo, si vinimos vinimos para quedarnos, si aquí entré en la empresa y me casé y formé esta nueva familia, como un tronco nuevo que crece, como un esqueje que florece y tiene vida, tendré que aguantar aquí, Londres, Nueva York, no son ahora el camino, ahora no, lo fueron, allí me formé, allí me envió mi padre como debía hacerlo, para construir, para afirmar, para conocer y ser conocido, probablemente esos caminos volverán, pero ahora tengo que ocuparme de estos árboles que están ya creciendo, que fueron allí plantados pero que crecen aquí, y miro por las amplias y transparentes cristaleras y veo que pronto va a amanecer y puedo ver también más allá del jardín la sombra de humo del nuevo día y los perfiles de los edificios lejanos, donde mañana, hoy, entraré con mis zapatos brillantes y mi móvil vibrante con su carcasa tan brillante y tan negra, porque es lo que tengo que hacer ahora y cuando he escrito el mensaje, y cuando reciba la respuesta, y cuando se inicie el juego entre él y yo, el patriarca y el elegido, el lobo y el cachorro, un juego como un set en un partido de tenis en la caja mágica, haré siempre lo que tengo que hacer, porque es lo que ahora y siempre está señalado para nuestra estirpe, y por qué y desde cuándo forman ellos, formo yo, forma Valvanuz, parte de esta estirpe es algo que ya está asumido, que está olvidado y cubierto por una capa sobre otra de abono, un abono rico y prolífico que descansa bajo la alfombra que permite que mis pies estén calientes, que está bajo ella y bajo la capa de cemento que cimienta mi casa, bajo toda la capa de césped de mi jardín.
Está en el mensaje que le he mandado y que está escrito y bien escrito. Él lo leerá desde un despacho parecido a este, o lo leerá en una oficina en un piso alto, o lo leerá tumbado en su cama revuelta, no dará crédito a lo que lee, maldecirá y puede que arroje el aparato contra la pared, o lo leerá mientras se está tomando una copa y puede que se ría, y lo enseñe a alguien que mirará con unos ojos asombrados, mira, dirá él también, o lo guardará o lo publicará o lo imprimirá y llevará a un juez, o estará también creando las palabras, letra a letra, que me darán respuesta, o estará consultando o difundiendo o trajinando o reenviándoselo a mi padre, diciéndole, mira, mira, mira, ¿es esto labor tuya?
Pero no. Ahora es el tiempo del cachorro. Soy el cachorro. Lo decían ellos, mi padre y él, cuando eran otros tiempos, lo dice ahora la prensa que tanto dice, me lo dijo él solo, con los ojos enrojecidos, como los míos ahora, sólo que los míos están así por la falta de sueño, y los suyos por los whiskies que se había servido con mi padre en la fiesta, celebrábamos algo, no lo recuerdo, celebrábamos mucho en aquella época, una elección, un nombramiento, alguna victoria, estábamos en nuestro ático, en el que por entonces él campaba a sus anchas porque también era como suyo, como yo iba a su finca de Extremadura como si fuera mía, con mi novia Olivia, esa chica que estudiaba marketing y te la presenté en una fiesta, esa chica que subía sus faldas plisadas para enseñarme sus largas piernas, ella también miembro de nuestra misma raza, ahora seguro que está acariciando su vientre o su móvil con pantalla de megapíxeles o las dos cosas, creo que recibí la invitación de su boda, ahora estará en Nueva York o los Hamptons o en Ginebra o en Turín, olvidando y recordando que estuvo conmigo en la finca de Extremadura, por donde yo campaba a mis anchas como también lo hacía en su casa de la Moraleja, y él en el ático donde esa noche con los ojos enrojecidos me habló de las estirpes que nacen de hombres fuertes que continúan con los grandes proyectos de la civilización, los veía a él y a mi padre, cerca la cabeza de uno y del otro, y mis hermanos jugaban entonces con piezas de lego y con escalextrics, y yo les miraba a uno y a otro, a mi padre y a él, y él me lo dijo, qué cosas me dijo, me lo contó todo ese día, cosas que deseaba oir desde hacía tiempo, que ya sabía, que mi padre no me dijo, que me dijo él, y desde su aliento a whisky y sus ojos enrojecidos supieron a confesión.
He dicho que iba a amanecer pero faltan muchas horas todavía, es noche cerrada y el resplandor sobre la línea del horizonte de los edificios es sólo la luz artificial que ampara por la noche a los que duermen, a ellos, algunos no podemos dormir hoy, otros no podrán mañana, mi teléfono vuelve a vibrar. Sé que no te importa que mencione a Olivia y menos en estos momentos, sabes todo de mí, no me avergüenza que lo sepas porque nada he de esconder, todo es tan claro y transparente como estos cristales de nuestra casa, esos sobre los que lucen las cortinas que escogiste hace poco tiempo, hace poco tiempo que vivimos aquí, pero es como si siempre hubiera vivido aquí, como si hubiera estado ya predestinado desde los días de mi cuna, aunque en más de una ocasión he hojeado el álbum familiar y me veo ahí, aprendiendo a andar en Valladolid, en un parque cualquiera, con un horrendo abrigo verde, y mi madre lleva un corte de pelo parecido al de Lady Di y un vestido con un lazo horrible sobre su gran tripa, la gran tripa donde todos nos cocemos, donde ahora estás cociendo tú a nuestro hijo, a nuestro hijo, mientras la otra duerme en su cuna y emite esos ruidos que me sacan de mi ensimismamiento en estos ratos cuando trabajo en casa, aunque son raros, generalmente no estoy aquí, estoy lejos, allí donde las efigies ahora no acaban de despertar, donde ocupo el lugar que me legaron y lo ocupo anchamente, con propiedad, con sensación de propiedad, y llamo y veo y oigo y leo mi nombre en la puerta, señor A, señor A, ese soy yo ahora aunque sea el segundo, o precisamente por serlo, esas palabras en la fiesta así lo confirmaron, así lo sentenciaron, forma parte de este proyecto, todo se ha cocido en vientres similares, vientres rebosantes del líquido amniótico del whisky y las cabezas pegadas unas a otras, de referencias caleidoscópicas que se multiplican como él, como yo, como tantos que somos el mismo y uno diferente cada uno, pero todos nos intentamos distinguir y por eso le escribí el mensaje, cuando hablé con mi padre y a pesar de su fortaleza, entendí que era mi turno, no me quedó más remedio, París, Nueva York, Shanghai, un camino para llegar aquí y luego volver a salir pero siempre acabar aquí, donde los árboles finalmente echan raíces, donde Valvanuz y el pequeño que está en camino y los que todavía anidarán en tu vientre seguirán brillando como esa pelusa de luz que se esconde persistente y juguetona tras esa ciudad que vislumbro a lo lejos a través de los cristales transparentes.
Cuento los minutos, las horas, para su respuesta, nadie sabe nada más que tú.
Cómo me tranquiliza hablarte, saber que estás al otro lado de esa pared y que podría llamarte y hablarte y me escucharías, es como introducirme de nuevo entre las piernas de Olivia, esas robustas piernas y es que también me dejaban entrar, se entreabrían y yo entraba, que es como la posibilidad de ahora mismo de llamarte en mitad de la noche y verte aparecer con la bata y la cara somnolienta y el vientre abultado y yo entonces me tranquilizo, pensando en todas vosotras, Valvanuz, mamá, tú Olivia, es incorrecto y machista pensar así, no lo diré pero lo digo, las mujeres son las que mantienen el mundo con sus piernas abiertas, sus lenguas y oídos abiertos, sus bocas, sus vientres, esta apertura es la que deja pasar el aire necesario para que yo ahora no me ahogue.
Me atormentan esas palabras suyas, esas palabras que sellaron nuestra unión hasta ahora, que crearon un vínculo más allá de la sangre, esas palabras que fueron sinceras y me hablaron como a un hijo que no era pero que podía haber sido. Yo lo intuía todo, ya en los pasillos de la Moncloa. Pero él me las dio, me las ofreció, ofrenda o castigo. Esas palabras me hablaban de facturas, de pagos a plazos, de pisos con parquelita, de domingos de bolsa de agua caliente y sopa de ajo y yogures del Dia, de lametazos en el culo de muchos, de horas de espera en antesalas de despacho, de regalos de ida y vuelta, de ganas de aguantarse el vómito. Pero cuando me lo contó todo, muy cerca de mi oreja, entonces ya teníamos un sitio, él y nosotros, teníamos un sitio que había que seguir ocupando, yo no lo sabía, pero lo intuía, lo intuía y él me lo reveló y desde entonces fui su cómplice y su hijo aunque no lo fuera.
Podría haberle mandado a mi padre una copia del mensaje, hacérselo llegar, que lo supiera. Pero no sabe nada, aunque pudiera pensarse que todo se gestó en su cabeza, que yo sólo soy el brazo ejecutor, que en su mente se coció una trama como mi heredero ahora en tu vientre y que lo sabe sin saberlo, y me alienta desde su paternidad como el otro me alentó entonces desde su apadrinamiento, pero no es así, aunque si pulso este contacto sonará el timbre entre esas otras paredes, su hogar, el que fue mío, y me contestará, las placas electrónicas filtrarán su voz, que rebotará en estas paredes y contra esta cristalera, comprensión o asombro. Me miro reflejado en el cristal del gran ventanal, el que da al jardín anochecido, con gotas de la helada, a la piscina, y tras los setos, la maqueta de la ciudad al otro lado, me veo reflejado y no veo mi cara, mis rasgos ojerosos, serios, los rasgos de un hombre, de alguien que da un paso al frente, lo veo a él, las facciones son suyas, suyas mis preocupaciones, compartimos el mismo porvenir, y si me separo, si he actuado por mi cuenta, si soy otro ahora, uno que no es él, es para volver a unirme, como una goma que se estira, son los mismos ojos, mi camino es una continuación del suyo, pero sin las estrecheces del nacedero, ahora es un cauce ancho y estable, señor, digno de su nombre, nadie lo confundirá y por eso, la responsabilidad es mayor, junior, junior me dicen.
El cachorro me dicen, pero vienen otros, aquí están ya.
Ni fincas de Extremadura, ni bautismo, nada podrá con el firme paso de mi deber, y ese mensaje lo demuestra, no debo temer la respuesta, no le debo nada, no le debemos nada, no hay sentimientos, ya no hay, fuera del círculo, ni dentro diría mi hermana, aunque puede que los haya, vaya que sí, pero no hay lealtades que valgan cuando se rompen las disciplinas y se deshonran los favores, los ententes, él fue el primero que abandonó el barco, a veces me siento un niñato, me miro al espejo, el reflejo en el cristal, me veo convertido en ese casi todavía adolescente con un cubata en la mano, escuchándole en aquella fiesta, mi primer cubata en familia, un bautismo junto a otro. Así fueron sus palabras, mirando por encima de mi hombro a mi padre, su compañero, su aliado, que presidia los corrillos, y él se apartó de ellos para contármelo, para descubrírmelo, para hacerme también partícipe del festín, hay que mantener ocupado el sitio, aunque él ya no esté, consejeros, presidentes, asesores, el lugar preciso, el precio, la mañana que no llega pero siempre llega y ahí es donde habrá que estar.
Me responderá. Decepción. Rendición. ¿Qué más opciones le quedan? Defenderse. Defender su lugar, su trono perdido. No debo temer. Qué voy a temer. Ahora a él le llegará Suiza. Le llegará Washington. Londres. Ya anidamos allí. Ya tenemos allí semilla plantada y bien abonada. A pesar de ser junior. Soy el cachorro. El heredero. Pequeño junior nonato. Te pondré mi nombre.
Se ha iniciado una cuenta atrás irrevocable. O no. ¿Qué temo? ¿Por qué no llega el sueño? ¿Es parte de la trama? ¿Es miedo lo que me enfría el café? ¿Es angustia, es temor, o sólo es la responsabilidad?¿En serio puede alguien creer que arderemos en el infierno? ¿Cuáles son nuestras fechorías?
Ahora hay hombres que guardan en el cajón pistolas cargadas como cajas fuertes que aseguran su tesoro, su oro. Y a partir de hoy, a partir de estas palabras que han conformado mi mensaje, delicadamente escogidas como quien comienza una historia, como quien sienta las bases para que luego se desarrolle una gran historia, como quien escribe esa primera frase en la que se recoge toda la esencia de lo que viene después, a partir de ese mensaje que envié al hombre de confianza, al consorte, al padrino, al amigo, al enemigo, yo soy también uno de esos hombres, y si entreabro este cajón de aquí, aquí mismo, al lado de mi pierna, al lado de la raya de mi pijama, veré también brillar el acero del cañón, y podré acariciar la empuñadura como lo hago con el móvil, ahí está, ahí está. Pienso en estancias como ésta donde se escuchó, rebotó, el eco del disparo, donde se encajaron las balas en huesos ya perdidos, podridos, donde restalló el eco de la única bala, la única salvación posible, una huida hacia adelante, restañando la herida, la sangre seca, muerta, salvando el oro. No será esa su solución. O sí. Solo, abandonado, traicionado, sólo que no hay abandono, no hay traición, en estancias como ésta, en noches como ésta, sin visos de transigir, de convertirse en una fresca aurora.
Mírame aquí. Mañana tengo tantas cosas que hacer y el sueño no llega. Será el café. No, se quedó aquí, frío, como la madrugada. Oscuro y perdido. El fin de semana viajo a Ginebra. Varias reuniones que se alargarán hasta casi Nochebuena. Tengo que ocuparme de él. De mi ídolo de barro. Ocupándome de un hombre para honrar a otro. Se lo debo. Mido tan solo dos centímetros más que mi padre, a veces me pregunto si puede haber algún error de cálculo en esto. ¿Qué reconocimiento médico lo sentenció? Se puede observar en las fotografías. No, es inapreciable. Imperceptible.

Debo descansar. No debo preocuparme, oigo tu voz, me tientas la frente como a un niño, acercas a mí tu cuerpo caliente, me tiras suavemente de la mano, vuelve a la cama, es todavía de noche, aún faltan varias horas para que despunte el día. A las seis vendrán y me prepararán el desayuno. Es lo primero que hacen cuando llegan. ¿Qué hora es? Me restriego los ojos y estás de vuelta en nuestra cama, con la luz encendida, una luz tenue de medianoche. Valvanuz ronronea en sueños, su luz está también encendida, la mía también y la apago para observar cómo la luz de fuera, la real, va creándose de la nada, allí, detrás de los setos, detrás de la urbanización, por encima de la línea gris que parte la visión más allá. Me restriego los ojos, estos ojos enrojecidos. Creo ver por fin el rayo, el resplandor anunciador, premonitor. Vibra, el móvil.  

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