sábado, 1 de marzo de 2014

Hotel Littré

¿Qué es lo que hace que la literatura se reanude sin fin? ¿Qué es lo que impulsa a los hombres a escribir? ¿Los demás hombres, sus madres, las estrellas, o las antiguas cosas inmensas, Dios, la lengua?
Pierre Michon, Rimbaud el hijo

            Yo le he preguntado a Tongoy si sabía lo que habíamos ido a hacer a Pico.
          -  A Pico se va por ir – me ha contestado.
Enrique Vila-Matas, El mal de Montano




Llovía tanto en París aquella tarde. Asombraba la indiferencia de la gente ante la lluvia, mostrando un desprecio absoluto por las reglas más elementales de un día lluvioso (resguardarse, no salir de casa). Los paseantes no escaseaban, incluso sin paraguas, los clientes se sentaban en las terrazas y allí consumían sus almuerzos, tomaban sus cafés, con las piernas cruzadas y las puntas de los zapatos llorosas, húmedas.
Yo pedí una bebida con alcohol, y ligeramente embriagada me enfrenté mejor a las perspectivas de la tarde, la primera tarde que pasábamos D y yo en París. Ciudad por ahora de un gris oscurecido.


Nada más entrar en la calle sentí que la reconocía. Había una placa donde figuraba el nombre y al verla moví el mentón casi imperceptiblemente, asintiendo. Sin darme cuenta. D se paró a encenderse un cigarrillo guarecido justo bajo el porche de la entrada del Hotel Littré. Yo miré entonces al botones, por pura física ya que quedé justo a su altura, una altura por cierto no demasiado sobresaliente, y mirándome casi frente a frente me devolvió la sonrisa y me abrió la puerta. Me ha confundido con otra persona, pensé. D me miró, entre la sorpresa y el hastío, sopló el humo y miró hacia el cielo. Ahogando una risa nerviosa, le dije a D que ya que estábamos allí parados, iba a entrar a echar un vistazo, mientras él fumaba a salvo el cigarro.
- Voy a echar un vistazo dentro.


Lo único seguro es que yo nunca había estado antes en París, así que dificilmente habría podido estar alojada en el Hotel Littré, ni en ningún otro, pero el recepcionista tampoco parecía compartir esta evidencia. Nada más verme me tendió un sobre y, en un español con fuerte acento francés, me dijo:
- Madame Jiménez, me alegra volver a verla. Han dejado esto para Usted.
Y antes de que pudiera yo decir nada continuó tecleando sobre un ordenador tan minúsculo que pasaba totalmente desapercibido en la superficie pulida y limpísima, casi reflectante, de la recepción del Hotel Littré. Como si no fuera en realidad un teclado y el chico hubiera querido hacerme saber que estaba a otra cosa, que ya no le molestara más. En el sobre, a mano, estaba escrito un número, el 221.


Salí de allí un poco confundida. Todo parecía el producto de una equivocación. Un cúmulo de casualidades. D estaba acabándose el cigarro, serio, empeñándose en empañar más si cabe nuestra primera tarde en París con un fugaz mal humor. El agua le había mojado los hombros, se habría escurrido por alguna gotera, y parecía verdaderamente desvalido. Para qué contarle nada. No me hubiera creído y además la confusión hubiera aumentado su aparente disgusto. Opté por sonreir y de puntillas (D es muy alto) le besé. Nos cogimos de la mano y me dejé llevar a la deriva, esa tarde ya descapotada de nuestro primer día en París.


Había dejado de llover. Nuestros pasos, que nos habían traído a través del embarrado Jardín de Luxemburgo, nos dirigieron de nuevo hacia el río. Allí encontramos refugio, de las aceras mojadas y de las muchedumbres armadas con guías y cámaras de fotos, huímos por un momento de lo que al otro día buscaríamos, museos, catedrales, efigies y torres, nos perdimos en las plazas y bulevares, compramos un queso y un libro y una docena de primorosas macarons y una botella de vino francés, una no, varias, y acabamos en un pequeño, escondido restaurante, en una calle estrecha, creo que se llamaba la Rue de la Huchette.


Después de cenar nos asomamos al río y miramos cómo el día quería ya irse, cómo todo se iba oscureciendo esta vez en serio, bajamos al muelle para tomar un bateau mouche, una concesión a la vulgaridad. París cruzó ante mí en moviola y rememoré recuerdos probablemente inventados. Es fácil sentir que ya has estado aquí.
Un momento en el que D fue al baño aproveché para sacar el sobre, que no había olvidado, de mi bolso, y ver qué había en su poco abultado interior. Una nota y una llave, lo que supuestamente debía ser la llave, lo que hoy en día finge ser una llave, una tarjeta de plástico blanco y verde. En la nota, una letra que me resultó ligeramente conocida, te has olvidado la llave, nos vemos a medianoche. E.
Las casualidades me iban guiñando, me guiñaban tanto y tan fuertemente como las luces de la Torre Eiffel, que ahora aparecían majestuosas a la izquierda, como la mayor luciérnaga viva a este lado del Misisipi.


D dormía como un bebé. Habíamos acabado nuestro primer día de vacaciones en París. Un día extraño y lluvioso, un día ausente de turismo. Habíamos bebido mucho, en el Barrio Latino, y habíamos bebido más sobre la cama, en la que después hicimos el amor, dos veces. Habíamos planeado retomar el cauce del Sena al día siguiente. Ahora D dormía profundamente.


El taxi me dejó en la puerta. ¿Y si se habían dado cuenta de que yo no era quién creían? ¿Y si me detenían en la puerta, llamaban a la policía, me señalaban: ¡impostora!? Nadie dijo nada. Apenas había nadie. Un recepcionista distinto me saludó. De este cordial saludo nada podía deducirse. Tomé el ascensor, piso segundo. Puerta, 221. Apliqué la llave en el agujero. Una bombillita verde se anticipó al clic que abrió la puerta.
- Es la primera vez que estoy en París. - me repetía a mí misma.
Cuánto de inventado hay en nuestras vidas (y cómo discernir la frontera).


En internet había encontrado toda la información.
Su bienestar y satisfacción son las prioridades del Hotel Littré. Por ello se ha prestado una atención muy particular a la decoración y acondicionamiento de las 90 habitaciones y suites. Podrá apreciar especialmente su tamaño, tranquilidad y comodidad. Para que su estancia sea excepcional y mágica, reserve una de estas habitaciones con terraza y vistas a la Torre Eiffel.
La habitación en la que supuestamente me alojaba no daba a la Torre Eiffel. El ventanal se asomaba a un patio diminuto. La Torre Eiffel no se veía, pero ella y todo lo demás caía a plomo desde el cielo oscuro, un agujero donde todo se podía intuir derramándose con la intensidad de una realidad que se revela evidente, brillante. Allí, sobre ese patio, todo París y todo el mundo dejándose caer.
Con una superficie de 20 metros cuadrados aproximadamente, las habitaciones estándar tienen una capacidad para dos personas y dan a un patio interior tranquilo y luminoso.
Sin duda, la palabra más importante era "aproximadamente".
Me senté en la cama y esperé.


E llegó a las doce, puntual, a la hora convenida. La misma en que apareció en aquel otro momento. Y ese día, ya remoto, pero presente como un rizo del tiempo, debía de llover también, porque ahora sí recuerdo con claridad que también llevaba gabardina. Y su barba y su aliento olían a yerba. Ahora lo recuerdo.
Allí en la habitación 221 había comenzado todo. En otro tiempo y a cada momento.
E entró, con su gabardina y su olor a yerba, tan reconocible como el primer día que me lo encontré. Se me abalanzó, con una timidez efusiva me dio un beso, como la primera vez y cada una de las veces. Yo estaba nerviosa, un poco asustada. Mirarnos era como conocernos desde siempre y una materia casi palpable colmaba todo el espacio entre nosotros, chocaba y comenzaba a trepar por las paredes de color rosa.
- ¿Lo has traído? – dijo.
Saqué del bolso el libro. El libro que D y yo habíamos comprado por casualidad en nuestra primera tarde de falso turismo en París. Lo abrió. Lo empezamos a leer juntos. Nos reímos al acordarnos de algún párrafo. Su risa era familiar, era demasiado fuerte, estridente, llenaba los aproximados veinte metros cuadrados. Cogió el bolígrafo que había sobre la mesa y empezó a tachar, a añadir, yo decía algo, él seguía, sí, apunta esto, esto lo cambiaría ahora, ¿todavía se puede cambiar? ¿por qué has tardado tanto?
Estábamos sobre la cama, sobre la colcha, la pared era de color rosa. Sacó del bolsillo de su pantalón una nota que escribió para mí hace mucho tiempo.
Fue una experiencia maravillosa. Sabíamos que no iba a durar demasiado, aunque lo más seguro es que se repitiera, en cualquier otro momento, como se ha estado repitiendo, en tantas habitaciones como esta que dan a un tranquilo patio interior, en París.
Sabíamos que iba a durar siempre.


Me tumbé en la cama, D apenas se movió. Era como si apenas hubiera pasado un momento desde que me fuera, hasta parecía que mi lado de la cama estaba todavía tibio. El día aún no despuntaba, no había persiana y tumbada como estaba podía ver a través de la ventana la pared de enfrente, la ventana también sin persiana y sin cortina del otro lado del patio, había una cacerola, una jaula de pájaro, la luz pronto lo descubriría.
Cerré los ojos.
Los abrí a mi verdadero primer día de turista en París, sabiendo con certeza que


la ficción es la única realidad posible.  

3 comentarios:

  1. "¿Y si se habían dado cuenta de que yo no era quién creían? ¿Y si me detenían en la puerta, llamaban a la policía, me señalaban: ¡impostora!?"

    Willkommen, Bienvenue, Welcome, nous attendons, écrivain

    ResponderEliminar
  2. Un cuento muy sugerente y visual.

    Espero que vengan muchos más ;)

    R.

    ResponderEliminar