La carretera ante mí
oscura, como una serpiente, enorme boa atiborrada de cadáveres de
animales demasiado grandes.
Hace frío y llevo un
abrigo que me impide conducir con la agilidad debida. No sé por qué,
no he encendido las luces, o las he encendido para apagarlas después,
y sólo una débil luna y el esplendor de la nieve iluminan mi
carrera a ninguna parte. Corro, y mucho.
Pero voy a alguna parte,
me dirijo hacia algún destino de forma voluntaria y voluntariosa,
salvando las inclemencias del tiempo y de la hora, sola pero
acompañada por el recuerdo de un futuro, de aquello a lo que sin
duda, me dirijo.
Pero ese coche que
conduzco va empequeñeciéndose como sólo puede pasar en los sueños,
hasta convertirse en un portal donde la oscuridad funde uno y otro
argumento, esta vez un tragaluz en un piso muy superior, sexto,
quinto, deja entrar un despojo de claridad que descubre la falta de
escaleras, la imposibilidad de llegar a donde yo debería estar
subiendo.
Salgo a la calle, una
calle estrecha, y allí la nieve ensucia mis zapatos. Todavía es de
noche y camino sobre el eco de mis pasos y sobre la nevada derretida.
¿Debería despertarme
ya? No. Sigo caminando y entonces el escenario cambia.
Ahora estoy frente a una
ventana, mirando una luna que crece o mengua, que platea el aire
oscuro a mi alrededor, estoy en una habitación de una residencia de
estudiantes en un país extranjero, y alguien me coge por detrás, me
abraza la cintura, yo mirando a la luna, me roza el cuello, sé que
esas manos desean voltearme y besarme y espero que la ventana abierta
a la noche de invierno me dé la respuesta. Pero no eres tú.
Esta confirmación me
transporta bruscamente al día, a un día concreto, en el que estoy
sentada en una mecedora, balanceándome, comiendo una fruta, en un
porche de una casa que sólo puede proceder de mi biblioteca mental
americana, el suelo del porche es de madera y chirría, o la mecedora
chirría, y hace mucho sol aunque yo estoy en la sombra, muerdo la
fruta y luego tomo otra y la voy pasando de una mano a otra,
tanteando su carnosidad, su frescor, muevo el pie descalzo, una
pierna debajo de la otra, estoy sola, me siento perezosa, miro a un
horizonte dorado y espero, la casa a mi espalda sombría,
desconocida, como un animal echándose la siesta. Cierro los ojos y
puedo sentir cómo me voy deshaciendo, como la arena húmeda al sol,
grano a grano y por un minúsculo agujero, voy pasando a otra cosa.
A otro sueño.
Las imágenes siguen
superponiéndose, virando, abriéndose como un abanico, en una noche,
todas las noches, como hojas de un libro donde al pasarlas
rápidamente las figuras estáticas cobran movimiento, vida, son
cosas moviéndose, ojos parpadeando, muñecos corriendo. Los
escenarios son combinables, uno mismo puede servir de base para
historias que nada tienen que ver entre sí, sólo comparten el
atrezzo, la silla, la escalera. Como un gran plató de grabación de
películas hollywoodiense, así es el hueco de mi cabeza por la
noche. Y los sueños continúan mientras yo estoy tumbada en la cama,
quién sabe quién me va escribiendo el guión, yo me doy la vuelta,
o me coloco boca arriba, se me enreda el camisón, sólo soy esa
mujer que vaga de una historia a otra, esperando.
Una noche cualquiera, a
una hora amanecida, en un sueño tardío, cuando ya no había
esperanza, me topo contigo. Estás en otra historia, en una casa ya
usada por otro sueño. Ahora sí hay unas escaleras y las subo. Subo
las escaleras, hay gente, un grupo, nos dirigimos todos hacia el
final de un viaje, realmente es una despedida, subimos y yo subo sin
esperanza, o por lo menos, con cierto conformismo. Pero entonces, tú
me agarras de la mano, con firmeza, y enfilando un pasillo que es
como la carretera del comienzo de este cuento, pero completamente
distinto, me conduces a esta habitación, que también es un
escenario de otro sueño.
Y es cuando por fin
compruebo el peso exacto de tu cuerpo a través del leve
aplastamiento de mis costillas, que se aproximan a mis pulmones
impidiéndome respirar, como también lo impide el enroscamiento de
tu boca en la mía, y ese peso y ese beso hacen que pierda la
consciencia, aunque la conservo plenamente, lo más pleno que permite
un sueño, sólo siento un mareo, un ligero desvanecimiento
orgiástico, o de la calidad de lo que precede al orgasmo, es extraño
porque sé que en cualquier momento pueden interrumpirnos, el sueño
puede desvanecerse o entrar en otras bifurcaciones, tendría que oír
sus pasos, sus ecos, los de esos otros sueños peleando por
sobreponerse a este, o peor, la vigilia, pero nada oigo, nada existe,
hay un vacío que ha absorbido nuestra unión corporal; contra todo
pronóstico el sueño sigue y en su breve eternidad siguen otras
calibraciones, cierta vergüenza, cierto miedo, el único sitio, el
único lugar del mundo esta habitación y esta cama pequeña, las
ventanas que dan a una colina marrón ya soñada, tres ventanas
conocidas, el peso y tu mano y tu lengua amarga que no conocía, y
una falta de aire por el exacto peso de tu cuerpo y tu boca sobre la
mía. Y entonces, me despierto. Los latidos de mi corazón me
despiertan. Tras la agitación te irás diluyendo en mi día. Se
evaporarán estas precisas sensaciones de conocer tus secretos.
Tendrás que volver, soñado de nuevo, en otros escenarios, recogido
en otras historias, cotidianas o kafkianas, entre mares y carreteras,
vecinos y muertos, lugares vulgares y fantásticos, recuerdos e
inventos, o premoniciones absurdas. Esperar que de nuevo me
encuentres.
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