martes, 11 de marzo de 2014

11m


El humo se levantó ante sus ojos. Un muchacho yacía a su lado, su pierna contra la ventana, sin cristal, o había cristal, el humo salía por el techo abierto. El silencio reinaba de forma incoherente, ya que sólo podía observar bocas desmesuradamente abiertas, deshaciéndose en gritos. No sentía dolor, calor ni frío, su cazadora estaba sucia de repente aunque recordaba haberse puesto la ropa limpia esa mañana. La esperaban a las ocho y media en una oficina del centro, hace dos días había logrado una entrevista. Tendría que poder llegar a la puerta del vagón, al alcance de la mano de donde se encontraba, de pie, mirando al muchacho y la ventana. Entonces alguien tiró de ella hacia la puerta, o la empujaron, flotó hasta el andén, porque saltar no saltó, o sí. Miró su reloj, dios mío, son ya casi las ocho, tengo que darme prisa, todavía me queda un buen rato caminando. Aunque antes debería limpiarme la cazadora, qué poco cuidado, estas manchas no van a salir y en el baño de la estación no habrá jabón, qué digo jabón, no encontraré siquiera papel. Qué extraño, qué silencio. ¿Por dónde salgo? Se tropieza con alguien, dejadme pasar, llego tarde, qué faena, no voy a llegar a tiempo. Odia las aglomeraciones, si hubiera podido sacarse el carnet de conducir preferiría los atascos antes que coincidir con decenas, centenas de personas en el tren, en la estación, el metro, odia los vagones abarrotados, la irrespetuosa mezcla de olores y sonidos. Aquel chico, el de la pierna contra la ventana, había estado escuchando su discman desde que se montó una parada después de la suya. Le puso nerviosa el volumen del chunda chunda, atronando su cerebro, así no podrá ni pensar. Ella sí podía, era lo que le mantenía despierta después de una hora de viaje. Volvió a mirar su cazadora y la mancha. Se había extendido. Era de color marrón. ¿Sería aceite? No recordaba haberse apoyado en nada. En el chico, en la ventana, tal vez. Todavía no había llegado a la puerta. Andaba contra corriente, no avanzaba rápido. Por favor, por favor, no quiero llegar tarde. No se dan cuenta, qué importante es para mí llegar a esa entrevista, tanto tiempo sin trabajar, mi madre se ha despertado esta mañana para desearme buena suerte. Se sentía cansada de luchar contra los brazos, contra los bolsos, contra el muro que la entorpecía. No entendía por qué no encontraba la entrada a la estación, sólo debiera haberle costado unos segundos cruzar el andén y llegar a la calle, qué hacía ahí esa pared, detrás unos edificios, ¿estaba realmente en la estación? ¿el tren había parado antes? No conseguía llegar a ningún sitio. Alguien la agarró con fuerza. Una mujer. Rubia. Llevaba un buzo de color rojo. Sí, definitivamente el color de su mancha. El color de los edificios al otro lado. El color de la camilla donde la tumbaron, aunque eso ella no llegó a distinguirlo. Una mascarilla cubrió su cara justo en el segundo en que miró hacia arriba y vio el cielo sobre su cabeza, sobre todos ellos. Una nube subía, negra, y más allá, antes de cerrar los ojos, el azul intenso de una mañana cristalina. 

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