El
humo se levantó ante sus ojos. Un muchacho yacía a su lado, su
pierna contra la ventana, sin cristal, o había cristal, el humo
salía por el techo abierto. El silencio reinaba de forma
incoherente, ya que sólo podía observar bocas desmesuradamente
abiertas, deshaciéndose en gritos. No sentía dolor, calor ni frío,
su cazadora estaba sucia de repente aunque recordaba haberse puesto
la ropa limpia esa mañana. La esperaban a las ocho y media en una
oficina del centro, hace dos días había logrado una entrevista.
Tendría que poder llegar a la puerta del vagón, al alcance de la
mano de donde se encontraba, de pie, mirando al muchacho y la
ventana. Entonces alguien tiró de ella hacia la puerta, o la
empujaron, flotó hasta el andén, porque saltar no saltó, o sí.
Miró su reloj, dios mío, son ya casi las ocho, tengo que darme
prisa, todavía me queda un buen rato caminando. Aunque antes debería
limpiarme la cazadora, qué poco cuidado, estas manchas no van a
salir y en el baño de la estación no habrá jabón, qué digo
jabón, no encontraré siquiera papel. Qué extraño, qué silencio.
¿Por dónde salgo? Se tropieza con alguien, dejadme pasar, llego
tarde, qué faena, no voy a llegar a tiempo. Odia las aglomeraciones,
si hubiera podido sacarse el carnet de conducir preferiría los
atascos antes que coincidir con decenas, centenas de personas en el
tren, en la estación, el metro, odia los vagones abarrotados, la
irrespetuosa mezcla de olores y sonidos. Aquel chico, el de la pierna
contra la ventana, había estado escuchando su discman desde que se
montó una parada después de la suya. Le puso nerviosa el volumen
del chunda chunda, atronando su cerebro, así no podrá ni pensar.
Ella sí podía, era lo que le mantenía despierta después de una
hora de viaje. Volvió a mirar su cazadora y la mancha. Se había
extendido. Era de color marrón. ¿Sería aceite? No recordaba
haberse apoyado en nada. En el chico, en la ventana, tal vez. Todavía
no había llegado a la puerta. Andaba contra corriente, no avanzaba
rápido. Por favor, por favor, no quiero llegar tarde. No se dan
cuenta, qué importante es para mí llegar a esa entrevista, tanto
tiempo sin trabajar, mi madre se ha despertado esta mañana para
desearme buena suerte. Se sentía cansada de luchar contra los
brazos, contra los bolsos, contra el muro que la entorpecía. No
entendía por qué no encontraba la entrada a la estación, sólo
debiera haberle costado unos segundos cruzar el andén y llegar a la
calle, qué hacía ahí esa pared, detrás unos edificios, ¿estaba
realmente en la estación? ¿el tren había parado antes? No
conseguía llegar a ningún sitio. Alguien la agarró con fuerza. Una
mujer. Rubia. Llevaba un buzo de color rojo. Sí, definitivamente el
color de su mancha. El color de los edificios al otro lado. El color
de la camilla donde la tumbaron, aunque eso ella no llegó a
distinguirlo. Una mascarilla cubrió su cara justo en el segundo en
que miró hacia arriba y vio el cielo sobre su cabeza, sobre todos
ellos. Una nube subía, negra, y más allá, antes de cerrar los
ojos, el azul intenso de una mañana cristalina.
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