jueves, 13 de diciembre de 2018

LOS DOS CUENTOS




¿Somos eso que somos cuando nos arrojan una piedra y nos duele?

Hemos leído juntos dos cuentos. Uno es Una mujer que envejece, de Coetzee. A él le resulta un cuento obvio. Y también demasiado duro. No le gusta leerlo, aunque por otro lado reconoce que está bien escrito.

El segundo cuento es Cómo contar una auténtica historia de guerra, de Tim O´Brien. Al ser más poético, él cree que es mejor cuento. Y que, aunque también sea duro, puede aguantar mejor su dureza. O que su dureza no parece tanta al tratarse de una historia llena de lirismo, llena de belleza.

Yo no sé si estoy de acuerdo con él. Ambos cuentos me parecen bastante similares.

El cuento de Coetzee es más sencillo. Aparentemente obvio, eso se lo puedo conceder. Una mujer envejece. Sus hijos se preocupan por ella y le sugieren que vaya a vivir con alguno de ellos, o como segunda opción, a una residencia cerca de donde viven. Cada uno de los tres vive en un país diferente, en un continente distinto. La madre se resiste. Está en ese punto intermedio en el que sus hijos son todavía sus hijos, y puede ejercer cierta ascendencia sobre ellos, y ese otro en el que ella deberá ceder (¿deberá?) y convertirse en una especie de hija de sus hijos. No es una decisión fácil para ninguno de los tres. Van a comer a un restaurante en la playa, cerca de Niza, que es donde vive la hija, y el final queda abierto a cierta esperanza que en el fondo sabemos que no se va a realizar.

En el cuento de la historia de la guerra un soldado muere en Vietnam cuando estalla una granada trampa en un rincón bucólico de la selva, y otro, que sobrevive, escribe una carta a la novia del muerto, y un tercer soldado es el que nos cuenta toda la historia. Nos dice que cuando cuentas una historia desde la verdad se hace más difícil creerla, que es más fácil cuando te la inventas. Que incluso es más auténtica. Así que al final te quedas con la duda de si realmente el soldado Lemon murió iluminado por el sol y el fuego bajo las palmeras o es solo una forma de contar la historia para que entendamos.

Yo entiendo que estos dos cuentos hablan de lo mismo. Cuentan la vida cuando la muerte no es una mera hipótesis. Y también hablan de lo duro que es enfrentarte a ciertos asuntos, aunque esos asuntos sean en el fondo lo único que uno puede vivir de verdad. Me hacen plantearme algunas preguntas. ¿Y si somos únicamente lo que queda, si somos el resto, lo que restamos de lo que sobra? ¿Si somos la parte en blanco de la página, la que no está escrita, la que no se ha contado y no se va a contar?

Es posible que seamos solo el miedo de estar vivos y la certeza de que estaremos muertos. Y lo que hacemos para superar todo esto.

Hablamos mucho rato sobre estos dos cuentos, sin ponernos de acuerdo en cuál era mejor, cuál resolvía mejor la cuestión que teníamos entre manos. Y también sobre cuál era en realidad esa cuestión.

jueves, 18 de octubre de 2018

Déjame robarte un beso



Qué traumas llevamos cada uno y hasta qué punto el cuchillo se hundió en la mantequilla de nuestra infancia, marcándonos para siempre
Haciendo de nosotros una pasta dura
O con grietas
O agujereada como un queso gruyère
O cubierta de moho por haberla guardado en cuartos mal ventilados
En cuartos húmedos donde triunfan las cucarachas y las corrientes heladas
Un moho verde como el trigo verde
Y el verde, verde limón

(Cuando le pregunté si le costaba decir te quiero, me dijo que sí
Cuando le pregunté si le costaba querer, me dijo que sí
Cuando le dije te quiero se quedó mirándome como un pájaro, ojos moviéndose de forma casi  imperceptible en una cabeza emplumada)

Me voy estudiando la piel
y mientras aparto los lunares y rasco para ver si sale lo malo
pienso que de niña me dijeron muchas veces te quiero
y luego llegó un día en que dejaron de decírmelo
y después, hace ocho años, cuando se me desgajó A como el trozo azul de hielo de un iceberg,  
volvieron los tequieros los abrazos y los nopuedovivirsinti
y aunque vinieran de un entorno tan extraño como el que vives dentro de ti mismo, como un globo donde flotaras en medio de una atmósfera enrarecida de estómago, rebotando en sus paredes de goma
como si todo fuera un espejo de mí
pensé que tal vez hubiera esperanza
y me atreví a pasar, abrí la boca y las palabras salieron,
Son muchos años que pasaron sin decir te quiero y en verdad te quiero
Pero encuentro formas de engañar a mi corazón

Escucho ahora los vallenatos de Carlos Vives
Y el otoño se transforma en verano
En un verano lejano en el que bailo sin miedo
Y no hay hojas doradas sino briznas de hierba en las junturas de unas baldosas recién colocadas

martes, 25 de septiembre de 2018

Esa foto




Fue esa foto la que tanto me asombró

Cuando la vi casi no me reconocía
En las aristas de mi cara redonda

En esa foto estoy sentada en una silla de campo
Me inunda el verde y la tristeza
Y a pesar de mi robustez
Soy casi invisible

No sonrío ni estoy seria
Simplemente miro al objetivo que me retrata
Una mirada sin tiempo ni destino una mirada perdida en el bosque o atrapada en un búnker

Estábamos en la línea P
Yo había subido camino arriba y me había descalzado para meter los pies en el río, me había sentado al otro lado de su curso en la hierba mojada en la tierra embarrada clavándome las piedras y rasgándome la piel todavía blanca con las ortigas
y los insectos me aceptaron como si fuera una más

Mi hija se metió en un búnker y yo le saqué una foto con mis gafas rojas
Y luego fui a sentarme
Y él me hizo esa foto
Completamente desalmada
Una foto de una oscuridad llena de luz

El rincón era entrañable
Sonaba el agua y el sol lucía sobre nuestras cabezas y los pájaros trinaban y el aire era tibio
así que todo era como tenía que ser
Menos esa fotografía de mí misma en la que soy una muñeca de goma y mi sonrisa se esconde en la piedra húmeda del búnker

El día anterior dormimos en un aeródromo
Y lloramos una pena que no tenía fronteras precisas
Pusimos flores en la tumba de un aviador muerto
Y seguimos llorando mientras comíamos fruta
Y no éramos capaces de saborearla
Ni de mancharnos con ella
El líquido pegajoso se nos resbalaba por las comisuras como agua, un agua seca y limpia que hacía que todo fuera como en una película que veíamos tumbados en un sofá extradimensional donde no teníamos cuerpo y todo todo todo era falso y era mentira y era aséptico y ajeno
E indisfrutable

El día anterior mi hija y yo nadamos en ropa interior en un lago
Un lago que me llevaba a otros lagos, lagos donde recordaba haber flotado durante unos instantes eternos en aguas escandalosamente fragantes y llenas de vidas minúsculas que te acompañaban y te reconfortaban con su existencia insignificante 
Donde me dejaba deslumbrar por un sol que empezaba a esconderse entre las cumbres
Donde fui feliz

El día anterior me abrasé en una playa artificial donde extendí una toalla con el olor a naftalina del invierno
Y ni siquiera mi sujetador combinaba con mis bragas y el agua caliente desbordaba Saint Pée y los perros ladraban y olisqueaban mi ropa
Sin decidirse a levantar la pata
Y cuando ya se ponía el sol
Sola
Sola
Sola
Hablé con un hombre que se esforzaba en no mirarme los pechos
Mientras mi hija jugaba con un niño
Y hablamos hasta que nos convencimos de que era hora de alejarnos de esa orilla
Y volver a casa

Dudando
Como preguntándonos
Si es que alguna casa existe todavía
Si alguien nos esperaba con la cena hecha, con una cerveza fría,
Si alguien nos iba a ayudar a sacudir la toalla
Si no se nos haría demasiado pesado, con los bártulos que tendríamos que recoger mientras se enfriaba la arena,
el camino de vuelta.

Podría haberle contado a ese desconocido que ese fin de semana me iba a perder en una fotografía como quien se pierde en una ciudad donde antes vivió y ahora resulta completamente desconocida
Y aunque conserva destellos que me llevan a rincones del pasado
en realidad esa geografía urbana ha cambiado
irremisiblemente y es indescifrable
Y ya sólo existe en un lugar imaginario, una almendra cerebral en la que se depositan los recuerdos
y la nostalgia
Y que por mucho que me empeñe es imposible exprimir para perfumar los nuevos platos que cocino
Y me sigo perdiendo
Aunque al final llegue a casa

Y cuando por fin volví a casa
los tres huimos de ese lugar atestado de gente
de familias que aún vivían en ciudades conocidas
Y los tres llegamos a la cima de una colina donde estaba el aeródromo
Donde se intuía el mar a un lado y la montaña, con sus picos pirenaicos, al otro
Donde se intuía la foto del día siguiente, esa que me asombró,
Donde en esa tierra de nadie, en medio de un aire transparente como el cristal de una quesera
Nos tumbamos el uno junto al otro
En una cama vacía
De nosotros

jueves, 30 de agosto de 2018

Animales



Para Cristina, con amor animal

Como animales
Abandonados
Animales con patas
Delgadas, astillas conectadas al núcleo caliente
Del cuerpo desabrido
Medio muerto
  
Como animales
En estampida
Vistos desde un globo aerostático
En el que un pintor hiperrealista se esfuerza por contener el equilibrio
Y la emoción de la vista que
le pega como una coz

Como bandadas de estorninos
Negros
Petróleo de árboles con eco de mareas
Sus heces manchando mi boca que les mira
Embelesada sin ser capaz de cerrarse
Ni articular palabra

Como animales enjaulados
Cubiertos de plumas y excrementos
Como animales estabulados
Como animales colgados de hierros en mataderos

Como animales perdidos en autopistas
que sortean a la muerte desde sus flancos acostillados
hasta que los pitidos de un camión
despiertan su sed de campo abierto
o le destripan

Como animales de zoológico
Como animales en criaderos
Como animales encadenados
Como animales descuartizados
Como animales que pastan
Y duermen de pie bajo la tormenta
Y levantan la cola y muerden las manos que les dan de comer
Y nacen sobre la paja
Y son capaces de andar
A los pocos instantes

lunes, 20 de agosto de 2018

Conversaciones en el autobús



Uno.
Qué poca discreción. Un señor habla de que próximamente se va a jubilar y tiene que destruir sus documentos del ordenador, que al no ser propiedad suya, no puede llevarse de la oficina. Utiliza esa palabra, “destruir”. ¿Quién quisiera destruir? ¿Y por qué? Se me vienen a la mente ilegalidades, delitos, pornografía. Cuentas en B.
Puede que sea médico porque empieza a hablar mal de un directivo del Departamento de Estomatología. No aparece en los seminarios. Así que también puede ser profesor.
Deja escapar nombres como Massachusetts, Clínica Mayo, Virginia. “Mi hija estudia finanzas en Columbia.” Hace calor y me empujan contra la puerta. Los cuentos de Dixon quedan apretados contra mi pecho, y no puedo seguir con la historia de Mac enamorado, que tiene mucho que ver con este autobús, un hombre gritando a una ventana, a la mujer que supuestamente ama y ya no le corresponde.
Oigo otra voz cerca, la conversación en torno un jabón que no deja restos. Qué difícil es escuchar en días como hoy. Menos al médico indiscreto. El médico había estado hablando con un señor muy alto. ¿Será médico él también, o profesor? Los dos me suenan levemente. Hace tiempo que no tomo este autobús porque es el que lleva a mi antiguo barrio. Bajan en la siguiente parada. A mí aún me quedan dos.

Dos.
Dos chicas se encuentran y mi asiento está en medio de ellas, así que hablan a través de mi espacio vital. Yo permanezco leyendo a Quignard, que es un escritor difícil. Hablan de un señor que se ha desmayado. Deduzco que son estudiantes en prácticas del sector sanitario. Me decido por algo inferior a médico. Prejuicio. Vestimenta. Hablan de forma dulce. Se pasan galletas. También hablan sin discreción. El hombre que se ha desmayado era el acompañante de una enferma. Le dolía el pecho y se ha desplomado. Se ha golpeado contra el suelo, o contra una mesa, y se ha puesto a sangrar. Luego a convulsionar. La otra responde, “vaya día”. No hay consideraciones personales. No hay compasión. Siguen hablando de un examen. Hablan con términos médicos. Algunos me parecen inexactos, dicen traqueostomía, pero seguramente soy yo la que se equivoca y está bien dicho así. Recuerdo al médico del otro día, a punto de jubilarse, si no se ha jubilado ya, y ahora estas dos chicas. Treinta años los separan. O incluso más. Deseo que nunca me tengan que atender en un hospital, ninguno de ellos. Deseo que aprendan a ser más discretos. Y compasivos. Y que tengan en cuenta a la gente que estamos escuchando, a su alrededor, intentando leer. Me atasco en una frase de Quignard, página 42, “Del mismo modo que Orfeo…”

lunes, 13 de agosto de 2018

La ventana



El primer hombre del que me enamoré locamente tenía trece años. No podía llamarse hombre aún, supongo. Yo también tenía trece años. Tenía que recorrer tres plazas, dos largas calles, una cuesta, unas escaleras, un cruce de semáforos, un parque y allí, al fondo de una cancha donde jugábamos al fútbol, tras un pequeño descampado, estaba el edificio donde vivía. Yo me apostaba en la parte de atrás, donde había localizado su ventana. Estaba iluminada y pasaban sombras y yo quería creer que le reconocía, reconocía su silueta recortada contra el fluorescente de la cocina, tan fielmente quería creer como ahora puedo todavía recordar su cara, su nariz porcina, sus mofletes rosas, su pelo pajizo, no era nada del otro mundo, un muchacho regordete de trece años al que posiblemente sobrepasaba en altura e imaginación, pero me apostaba frente a su ventana, allá arriba en el tercero, bajo el cielo estrellado de verano, en la otra punta del barrio, a una gran caminata de mi casa, y suspiraba por su amor.
Fue mi primera pasión y mi primer beso. Deduzco de esto que antes, al principio, no me gustaban los guapos. Porque ese chico no tenía otra cualidad más allá de inspirar mi amor.
Y ahora, cada vez me gustan más los guapos. Conforme apilo décadas sobre esos inocentes trece años, conforme vislumbro las ventanas iluminadas en la noche solo por casualidad, al otro lado de la mía.

sábado, 11 de agosto de 2018

Poesía

Me pregunto si la poesía es siempre triste,
O profunda,
O lacerante
Como un tenedor de trinchar
Me lo pregunto mientras me imprimo la ley de subvenciones
Mientras leo a Olds, a Carson, a Louise Gluck, a Blanca Varela
Preocupándome por mis amigos que están viajando por Italia y les suceden cosas y además de ver los monumentos y beber granizados y sacar fotos maravillosas, se chocan, pierden trenes, asisten a suicidios, permanecen insomnes
Así que supongo que hay una parte de tragedia en todas las cosas, tal vez sobre todo en los poemas
Y sobre todo en el amor
Pero el mismo nivel de dureza y de intensidad
Mide el placer
Que fluye intenso de estas palabras, de mi corazón apasionado.

lunes, 9 de julio de 2018

Matadero


Me miraba con unos ojos llenos de desesperación, redondos, inmensos, irrealmente grandes, tanto que de pronto todo él era ojos, unos ojos redondos y negros, llenos de desesperación. Unos ojos de caballo, sin pestañas, sin pupilas.
El caballo miraba sin ver, porque esos ojos estaban volcados en su interior, en un viaje en la noche, en un campo perdido, en unos olores extraños que no reconocía, ¿dónde había quedado la tranquilidad de la paja, el establo de dimensiones conocidas, el piar de los pájaros, la mano que le enjaezaba, la vara que le empujaba y ahora recorría su lomo produciéndole un escalofrío, como si fuese la piel de un tambor tibio y vivo, latiendo de miedo y horror, escapándose por unos ojos llenos de desesperación?.
Dos ojos como dos embudos en los que se estuviera formando el vórtice de una tormenta.
Y yo mirando esos ojos, tragada por ellos, preguntándome por ese caballo oscuro e inmóvil, que me miraba o puede que ni siquiera me viera desde esos ojos oscuros y volátiles llenos de desesperación, desde dos agujeros negros por los que en cualquier momento fuera a succionar el universo, yo mirando esas llamas oscuras y sólo deseando que no fuera de carne, que ese caballo tuviera otro destino, que fuera un caballo para correr, para bailar, para apaciguar a alguien con la suavidad de sus crines.

viernes, 15 de junio de 2018

Algo provisional



Cuando pinté el salón de mi casa decidí cambiar el sofá de lugar. Lo puse justo al otro lado, en la pared de enfrente de donde había estado tantos años. Y resulta que al sentarme allí, descubrí que en realidad esta nueva ubicación era la ideal, que había estado en un lugar equivocado durante trece años.
Aunque era algo provisional.
Contemplaba emocionada mi cambio, antes de limpiar los restos de pintura, antes de volver a colgar las cortinas, de recoger los cubos, de quitar la escalera. Antes de comunicar a mi marido mi decisión, así que aún era algo provisional.
Pero algo me decía también que, aunque no llegaran los cables de la televisión y tuviéramos que cambiar la antena y el aparato del wifi, ese lugar era exactamente el adecuado.

martes, 12 de junio de 2018

Una regla


Cuando siento que se me escurre la sangre entre las piernas con un dolor sordo, hueco y lancinante, como si estuviera expulsando una esencia que lucha por no ser desterrada, aferrándose con uñas y dientes a mis entrañas, cuando ese líquido rojo, brillante, denso, empapa mi cama, mi inodoro, mis bragas, cuando el olor a algo antiguo mancha mis dedos, cuando me doblo y gimo, retorciéndome en una pugna que parece que me acosa desde los siglos de los siglos, que puntualmente llama a mi puerta para desgranarme, en estos momentos, que no son los únicos en que me he visto desleírme en rojo, porque por dos veces se vio interrumpido su flujo por causas naturales y por dos veces se reanudó con más fuerza si cabe, como si hubiera que recuperar los meses perdidos, como si hubiera estado acumulándose en algún recóndito lugar de mi cuerpo, en estos momentos digo, siento, estoy segura de que algo se dejó malinterpretar, algo no llegó a donde debía llegar, un mensaje, la auténtica buenanueva, el sentido verdadero e irrenunciable de esta sangre, porque en estos momentos, doblada, gimiente, a pesar de todo, me siento sagrada y viva, templo donde se esconden secretos, en estos momentos me llega la consciencia de que soy fuerte e invencible.

viernes, 1 de junio de 2018

La manta



Cuando mi madre murió reuní todos sus tapetes de ganchillo para hacerme una manta. No quise ninguna joya ni otro objeto de valor, se los repartieron entre mis hermanos y mis cuñadas. Mis hermanos vendieron la casa, y yo solo quise el ajuar.
Me costó reunir todas las labores de mi madre. Hubo cierta época en que tejió mucho. Algunos tapetes estaban en casa. Encontré otros en cajas polvorientas, en el trastero, o en el armario, bajo las toallas y las sábanas bordadas. Metí sus ganchillos metálicos, algunos ya oxidados, en una bolsita de terciopelo azul.
Recuerdo a mi madre siempre ocupada en algo. Solo en los últimos tiempos permaneció ociosa, un poco desorientada, tal vez recriminándonos en silencio nuestra supervivencia.
Mi madre se pintaba las uñas de color rosa y las cuidaba tanto como cuidaba sus plantas, la plata, a nosotros. Mis uñas nunca pasan de la yema y con frecuencia me las muerdo. Pero recuerdo las manos de mi madre tejiendo, cocinando, peinándonos a las chicas con gruesas trenzas, haciéndonos cosquillas en los pies. Sosteniendo nuestras frentes cuando vomitábamos. Hay una foto en que se pueden ver muy bien sus manos blancas de uñas primorosas. Estamos mi madre, mi padre y yo, aún no habían nacido mis hermanos, sólo estábamos los tres. Mi madre lleva el pelo muy cardado, a la manera de los setenta, y me sujeta por el pecho con sus manos preciosas, el rosa nacarado de las uñas destaca sobre mi peto marrón. Mi padre nos abraza a las dos. Detrás se recortan las montañas, desde donde parece provenir el viento que nos revuelve el pelo.
Lavé a mano y ordené todas las sábanas, la mantelería y las labores de ganchillo. Estas últimas las puse a parte para confeccionar la manta. Tardé mucho en encontrar el encaje perfecto de los trozos. La mayoría eran blancos, de hilo fino, planchados a lo largo de años y años, lo que les había dado una forma plana y brillante como el interior de las conchas. Compré un hilo de seda para coserlos y una aguja nueva. Admití cierta discordancia, y una forma ligeramente irregular. Al fin y al cabo está hecha de retazos sin relación entre sí, no se planificó para quedar cosido, cada trozo fue concebido en su singularidad, cada uno para un fin o simplemente como un entretenimiento. La coloqué sobre mi cama y me tumbé sobre ella, arrugándola, la doblé sobre sí misma para taparme, cerré los ojos y aspiré el olor a jabón que desprendía, cierta aspereza de tela antigua, la sal de mis lágrimas por echarla de menos ya para siempre.

martes, 22 de mayo de 2018

La garza


El médico me observó aunque no estoy segura de si llegó a verme a mí. Mientras, mi hija estaba sentada en una mesa baja, al fondo de la consulta, jugando con la enfermera. El médico me observaba y yo pensaba, también. En lo que me había dicho. En mi hija. En mí. Hacía ya tiempo que era difícil convencerme de las cosas.
Desde que mi hija tenía pocos meses sabía que no era como los demás niños. En realidad fue una intuición previa. Mi hija nació una noche de luna llena, en el solsticio de invierno, durante unas horas nocturnas en que apareció como una flor oscura arrancada de mis entrañas. A veces llego a creer que lo primero fue eso, antes que nada.
Cuando salimos del médico llovía. Llegué a casa completamente empapada después de dejar a mi hija en el colegio. Los dos perros se me abalanzaron y les puse las correas.  
Ya había escampado. Nos encontramos a la garza en medio del parque. No era la primera vez que me la encontraba ahí, suponiendo que fuera la misma. Y que fuera una garza.
¿Era una garza o se trataba de otro pájaro urbano? No hay estanques por aquí cerca. Tal vez se había perdido en su camino hacia el sur. O hacia el norte. No sabía yo mucho sobre migraciones de pájaros, debería leer con más atención a Hebe Uhart. Parecía observar o vigilar algo.
Los perros ladraron y no tardó en echar a volar. Pero aún se mantuvo unos segundos erguida, con las alas desplegadas.
Me gustaba encontrarla allí, aunque no entendiera su presencia, como si fuese una señal mágica y protectora.
Era sin duda una garza. Gris, blanca y negra, de pose majestuosa.
Al observar como desaparecía en el cielo intenté recordar las últimas palabras del médico. ¿Qué dijo, exactamente? ¿Merecía la pena recordarlo? ¿Qué sabía él, si nos acababa de conocer? A veces soy terriblemente consciente de que algo falla en las cosas, pero también de que el mundo está equivocado sobre el lugar en que está ese error.
Los perros corrían manchándose del barro que luego mancharía el suelo de mi piso.
Hacía frío a pesar de ser mediados de abril.
De una forma misteriosa, la garza se volvió, dando un giro en su vuelo hacia alguna parte, y pasó justo por encima de mi cabeza. Vi por debajo su cuerpo elástico, sus plumas húmedas, y su pico que se movía diciendo algo. ¿Podía ser cierto? Sí, lo era, sin duda. Estaba ocurriendo delante de mis propios ojos.
Y yo, en ese momento, entendí.

martes, 17 de abril de 2018

El piso vacío



Solo tenía que entrar y apagar el aire acondicionado. Cuando abrí la puerta el recibidor estaba en penumbra y escuché ya el runrún del aparato. No me había acordado de preguntarle si había un mando o un interruptor en la pared. Con las prisas. Me había llamado desde el aeropuerto para pedirme el favor, justo antes de coger el avión que le iba a llevar lejos, muy lejos, al mundo de la desconexión electrónica y los cambios horarios.

No fue el sonido adormecedor del aire acondicionado lo que primero llamó mi atención. Fue el olor. No sé si olía a él, porque olía a un él que yo desconocía hasta el momento. El aroma que yo conservaba en mi memoria olfativa era el olor del amigo que te encuentras en la cafetería, en el bar o el cine, paseando, en la compra, o en otros lugares en los que nuestras vidas coincidían, casi siempre en lugares neutrales, en lugares donde se imponían otros olores ajenos, donde se colaba el mío a través de mi ropa.
En el piso vacío habitaba el olor de él formado solo por sus diferentes capas de olor. El olor que guardan sus sábanas, sus toallas. El olor de la colonia y los productos de higiene que usa. De lo que come. Del sudor que transpira, su saliva, su semen. De la respiración que se pega a las cortinas y a los muebles, o se mantiene ahí, flotando, grave y poderosa. Así llegó a mí en el segundo en que crucé el umbral. Ese piso no estaba del todo vacío.

Sólo tenía que entrar y apagar el aparato que él se dejó encendido. No podía tardar más de un minuto, o menos incluso si conseguía averiguar rápido como apretar el off.
Pero me demoré. No tenía prisa. Nadie me veía, nadie iba a entrar. No iba a hacer nada malo, al fin y al cabo. Sólo una pequeña vuelta de reconocimiento. Una mínima incursión en su intimidad. Solo observar. No pensaba tocar nada.
Esperaba encontrarme algo bastante más caótico, al fin y al cabo era un piso de soltero. Pero podía intuirse fácilmente un orden en la disposición de las cosas, de la ropa, de todo lo que me fui encontrando.
Fui de habitación en habitación. Al principio solo entraba y miraba. El sillón del que me había hablado. El armario que vislumbré en una foto que me había mandado. También había libros. Sus zapatillas de casa, primorosamente cuadradas en una esquina del cuarto de baño. Me acerqué a las cortinas y miré por la ventana, la vista inversa que muchas veces había tenido desde la calle, cuando yo iba a mi casa y miraba a su ventana iluminada y a esas mismas cortinas, a veces su sombra pasando durante un fugaz segundo.
Al entrar en su dormitorio y encender la luz me sorprendió mi imagen en un espejo de cuerpo entero. Por un momento había llegado a pensar que yo también era incorpórea, sólo un fantasma. Su cama estaba deshecha. Me senté en ella. Abrí el primer cajón de la mesilla. Me sentía íntimamente emocionada, contenía el aliento como si estuviera abriendo un corazón o un cráneo. Sonreía al descubrir cosas, pequeños detalles que me hablaban de él en un lenguaje hasta ahora desconocido.
Tras un momento de duda me tumbé en la cama. Un breve instante, como si me diera miedo dejar algo de mí allí. Miré el techo y me imaginé en su mente, lo que él veía en sus ratos de insomnio.
No abrí ningún cajón más pero observé su ropa pulcramente ordenada en los armarios que estaban abiertos.
Sentía que paseaba por un mausoleo. Por un museo donde cada objeto me contaba algo de su poseedor.
En la cocina estaban los restos de un desayuno. Miré los envases, una infusión que yo también tomo. Abrí la nevera, muy suavemente, y la cerré sin dar golpe. Así que era así, así era él de verdad.
Casi olvido apagar el aire acondicionado. Salí furtivamente, como un ladrón, temiendo encontrarme con algún vecino en las escaleras.

Me pregunto si él supo que yo iba a actuar así. Si simplemente no se lo planteó porque no le importa demasiado, o si le molestará saberlo al leer esto.

lunes, 19 de marzo de 2018

Nubes


Cuelgan a veces como trapos, otras como cadáveres de animales pudriéndose al sol.
Se extienden como densas mantas o como sábanas impolutas de tan lavadas, finas y transparentes, ves a través.
Son un amago de algo.
Un trampantojo.
Un engaño.
Fe.
Algo que existe y no existe a la vez, que no es lo que parece y parece lo que no es
Son alveolos
tumores
los pelos despeinados del interior del estómago. Algo orgánico que se expande, circunda, aprieta, me va digiriendo macerando en su interior circular, yo como un átomo, un alimento, un parásito, muy pequeña diminuta dentro de su infinitud.
Los hombres prehistoricos, instintivos, debieron de asustarse al verlas emulando remotos planetas o señales de fuegos que nunca llegan o naves nodrizas.
Sólo dibujadas en el cielo.
Porque explotan en gris contra el sol diluyéndose en cosas, al amanecer, al atardecer, impulsándome a llorar, a gritar
ocultando la luna y las estrellas por la noche,
negro sobre negro.
Sangre que se va expandiendo en virtud de la capilaridad
Si las borro con mis manos se disuelven como un efervescente para el catarro.
Esconden secretos
en su levedad ocultan ciudades enteras
señalan designios
te engañan te atrapan
voluptuosas
instantáneas como una sopa de gotas.
Gota a gota se funden y yo como ellas
tormentosa y violenta y suave y deshilachada
me tropiezo en los truenos que se rasgan en la luz de los rayos,
las fotografío, las busco
amuletos mapas.
Mojándome escondiéndome
Desapareciendo
Dejándome cubrir.

viernes, 9 de marzo de 2018

Agua



El misterio rebelde del agua.
La toco pero no puedo atraparla
se escurre
y al introducirme en ella me acaricia
y se evade
siguiendo principios antiguos de cuerpos sumergidos,
me envuelve recordándome que soy ella en gran parte.

De ola o mar o torrente o gota
De ríos que no sé si vienen o van si llegan o me llevan
que son destinos o fronteras
que no siempre puedo cruzar.

Las masas incógnitas que esconden secretos en sus entrañas fluidas
atrapando la luz en su tapa
y creando colores que aún no existen
Dejando anidar en su interior la vida invisible del plancton
Donde habitan las medusas la basura y los galeones hundidos
Donde se hinchan los cadáveres de los ahogados para después flotar
emulando a los insectos que saben caminar sobre ella.

Algo increiblemente vivo
que puede ser paz o amenaza
como un doble filo
viva
misteriosamente igual
y siempre distinta.

jueves, 1 de marzo de 2018

El ratón soñado


Hoy he soñado con un ratón. Un ratón pequeño, gris, con una cola de rosa aterciopelado.
Me he despertado en medio de la noche, sudando. Parecía la primera parte de un sueño, aunque luego me he vuelto a dormir, después de pensar un poco, y he soñado algo completamente diferente.
Mientras he estado despierta en mitad de la noche he estado pensando en el sueño para reforzar las sensaciones que me ha producido y así recordarlo a la mañana siguiente. Muchas veces tengo sueños que me gustaría recordar, que me provocan sensaciones vívidas, pero luego a la mañana se han esfumado. Conforman un mundo paralelo al que no siempre tengo acceso.
Aunque tampoco quería pensar con demasiada fuerza y acabar insomne el resto de la noche.
¿Qué recuerdo, hoy?
Mi ratón tenía su guarida en un jarrón de cristal, donde se acurrucaba para dormir. También paseaba por la casa y se quedaba quieto, echándose la siesta o descansando un rato, sobre las toallas, en la cama revuelta, dentro de una zapatilla. Yo lo buscaba, angustiada, temiendo que fuera aplastado sin querer, y su diminuto cadáver fuera barrido desapercibidamente.
Hasta mi hija, cuyos pies son pequeños y recién formados, con dedos tan pequeños que la uña no se puede distinguir, podría aplastarle.
Mi perro olisqueaba en los rincones y el ratón se metía en su jarrón.
Mientras espero el autobús observo el perfil de la gran ciudad en la que vivo. Supongo que aquí no hay ratones suaves y diminutos que se esconden en calcetines, sino ratas de ojos desorbitados alimentadas de basuras y desperdicios tóxicos, mordedoras de cables, provocadoras de incendios y enfermedades venéreas. Asustan a los niños y paseantes de callejones sin salida y traseras de restaurantes de comida rápida y contenedores. Chillan a través de las paredes, atrapadas en su submundo, chapoteando en charcos de suciedad como cerdos en miniatura.
Mi ratón no se deja acariciar en su incongruente existencia. No llego a recordar más de él. Aunque no descarto que vuelva a aparecer en algún recoveco de un sueño futuro.